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Pecado Original
By Karin Slaughter, Juan Castilla Plaza Roca Editorial
Copyright © 2011 Karin Slaughter
All rights reserved.
ISBN: 978-1-5040-0675-0
CHAPTER 1
Faith Mitchell vertió todo el contenido del bolso sobre el asiento del pasajero de su Mini, intentando encontrar algo para comer. Salvo un trozo sucio de chicle y un cacahuete de origen un tanto dudoso, no había nada que fuese ni remotamente comestible. Se acordó de la caja de barritas nutritivas que tenía en la despensa de su cocina, y su estómago emitió un ruido parecido al de una bisagra oxidada.
Se suponía que el seminario de informática al que había asistido esa mañana duraría tres horas, pero se había prolongado hasta las cuatro y media gracias a los gilipollas de la primera fila que no pararon de hacer preguntas estúpidas. La Oficina de Investigación de Georgia, el GBI, organizaba cursos para sus agentes con más frecuencia que cualquier otra agencia de la región. Constantemente, los machacaban con datos y estadísticas sobre las actividades criminales, y tenían que estar al tanto de los últimos avances tecnológicos. Debían ir al campo de tiro dos veces al año, y organizaban redadas y simulacros de tiradores activos tan intensos que había semanas en que Faith no podía ir al cuarto de baño por la noche sin mirar si había alguna sombra oculta tras las puertas. Solía apreciar la rigurosidad de la agencia, pero en lo único que pensaba en ese momento era en su bebé de cuatro meses y en la promesa que le había hecho a su madre de no regresar después del mediodía.
Cuando arrancó el coche, el reloj del salpicadero marcaba la una y diez. Soltó una maldición mientras salía del aparcamiento que había enfrente de las instalaciones de Panthersville Road. Utilizó el Bluetooth para marcar el número de su madre. Los altavoces del coche respondieron con estática y silencio. Faith colgó y volvió a marcar, pero en esa ocasión escuchó la señal de ocupado.
Dio unos golpecitos con el dedo en el volante mientras oía el sonido intermitente. Su madre tenía buzón de voz. Todo el mundo lo tenía. Faith no recordaba la última vez que había soportado la señal de comunicar en un teléfono, y ya casi se había olvidado de aquel sonido. Probablemente había un cruce de líneas en la compañía telefónica. Colgó y volvió a marcar, pero una vez más le llegó la señal de ocupado.
Condujo con una mano mientras miraba en su Black-Berry si tenía algún mensaje de su madre. Evelyn Mitchell había sido policía durante casi cuatro décadas antes de jubilarse. Había muchos motivos para criticar a los cuerpos de seguridad de Atlanta, pero no que estuviesen anticuados. Evelyn había dispuesto de un teléfono móvil cuando eran tan grandes como un bolso, y había aprendido a utilizar el correo electrónico mucho antes que su hija. Llevaba una BlackBerry desde hacía doce años. Hoy, sin embargo, no le había enviado ningún mensaje.
Faith comprobó el buzón de voz. Había guardado un mensaje de su dentista en el que le comunicaban que pidiese cita para una limpieza bucal, pero aparte de eso no había nada nuevo. Intentó llamar al teléfono de su casa, por si su madre había ido a recoger algo para la niña. Faith vivía bajando la calle donde estaba la casa de Evelyn. Puede que Emma se hubiese quedado sin pañales, o que necesitase otro biberón. Oyó el timbre del teléfono de su casa, y luego su propia voz diciendo que dejasen un mensaje.
Colgó el teléfono. Sin pensar, miró el asiento trasero. La sillita vacía de Emma estaba allí. Vio el forro rojo sobresalir por encima del plástico.
«Qué estúpida soy», se dijo a sí misma. Volvió a marcar el número del móvil de su madre. Contuvo la respiración mientras escuchaba tres tonos. Respondió al buzón de voz.
Faith tuvo que aclararse la garganta antes de poder hablar. Notó que le temblaba la voz.
—Mamá, ya estoy de camino. Imagino que estarás dando un paseo con Em ... —Miró al cielo mientras cogía la interestatal. Se encontraba a unos veinte minutos de Atlanta, y vio algunas nubes blancas y algodonosas envolviendo como bufandas los delgados cuellos de los rascacielos—. Llámame —añadió con tono de preocupación.
Supermercado, gasolinera, farmacia. Su madre tenía una sillita de coche idéntica a la que ella llevaba en la parte trasera del Mini. Lo más probable es que hubiese salido a hacer algunos recados. Faith se había retrasado una hora, y puede que Evelyn se hubiese llevado a la niña ..., aunque lo más normal es que le hubiese dejado un mensaje para decirle que había salido. Su madre había estado de guardia la mayor parte de su vida, y no iba al cuarto de baño sin decírselo a alguien. Faith y su hermano mayor, Zeke, siempre habían bromeado a ese respecto cuando eran niños. En todo momento sabían dónde estaba su madre, incluso cuando no deseaban saberlo. Especialmente cuando no lo deseaban.
Faith miró el teléfono que tenía en la mano como si pudiese decirle lo que sucedía. Probablemente se estuviese alarmando por nada. La línea del teléfono fijo podría estar estropeada, pero su madre no lo sabría a menos que hiciese una llamada. Su teléfono móvil podía estar apagado, cargándose, o ambas cosas. Puede que tuviera la BlackBerry en el coche, en su bolso o en cualquier otro lugar donde no oyese el vibrador. Faith miraba una y otra vez a la carretera y a su BlackBerry mientras escribía un mensaje a su madre. Pronunció las palabras en voz alta al mismo tiempo que las escribía.
—De camino. Siento el retraso. Llámame.
Envió el mensaje y luego arrojó el teléfono al asiento del pasajero, junto a los demás objetos que contenía el bolso. Después de unos instantes de duda, se metió el chicle en la boca. Masticaba mientras conducía, ignorando la pelusa del bolso, que se le pegaba a la lengua. Encendió la radio, pero luego decidió apagarla. El tráfico disminuyó a medida que se acercaba a la ciudad. Las nubes se abrieron y dejaron pasar los rayos de sol. El interior del coche se convirtió en un horno.
Diez minutos después, Faith aún tenía los nervios de punta y empezó a sudar por el calor que hacía en el interior del coche. Abrió el techo solar para que entrase un poco de aire. Probablemente era un caso de ansiedad por separación. Había vuelto al trabajo hacía algo más de dos meses, pero aún seguía sintiendo un poco de angustia cada vez que tenía que dejar a Emma en casa de su madre. La vista se le nublaba, el corazón se le encogía y la cabeza le zumbaba como si tuviese una colmena de abejas en su interior. En el trabajo estaba más irritable que de costumbre, especialmente con su compañero, Will Trent, quien, o bien tenía más paciencia que un santo, o bien estaba planeando una coartada para cuando la estrangulase.
Faith no recordaba si había sentido esa misma ansiedad cuanto tuvo a Jeremy, su hijo, que ahora cursaba su primer año en la universidad. Ella tenía dieciocho años cuando ingresó en la academia de policía. Jeremy entonces tenía tres años, y a ella se le había metido la idea de entrar en el cuerpo de policía como si ese fuese el único salvavidas del Titanic. Gracias a dos minutos de escaso juicio en la fila de atrás de una sala de cine, y a lo que presagiaba toda una vida de desaciertos con los hombres, había pasado directamente de la pubertad a la maternidad. A los dieciocho años pensó que lo más acertado era conseguir un salario estable que le permitiese independizarse de sus padres y educar a Jeremy a su manera. Ir a trabajar todos los días fue un paso hacia esa independencia, y tener que dejar al niño en la guardería supuso un precio muy pequeño por conseguirla.
Sin embargo, ahora que tenía treinta y cuatro años, una hipoteca, las letras del coche y otro bebé al que cuidar ella sola, lo único que deseaba era regresar a casa de su madre para que Evelyn se pudiese encargar de todo. Quería abrir la nevera y verla llena de comida que no hubiese tenido que ir a comprar. Quería encender el aire acondicionado en verano sin tener que preocuparse de pagar la factura. Quería dormir hasta el mediodía, y luego ver la televisión el resto del día. Y puestos a soñar, también le gustaría poder resucitar a su padre, que había fallecido hacía once años, para que le preparase tortitas para desayunar y le dijese lo guapa que era.
Eso resultaba imposible en aquel momento. A Evelyn le gustaba hacer de niñera ahora que estaba jubilada, pero Faith no se hacía ilusiones pensando que su vida pudiese mejorar en ningún aspecto. Aún le quedaban casi veinte años para poder jubilarse. Todavía le faltaban tres años para terminar de pagar el Mini, y antes de eso ya se le habría acabado la garantía. Emma necesitaría comida y ropa durante los próximos dieciocho años, si no más. Para colmo, las cosas habían cambiado, y ya no eran como cuando Jeremy era un niño, cuando lo podía vestir con calcetines de distinto color y ropa de segunda mano. En la actualidad, los bebés tenían que vestir de forma apropiada, necesitaban biberones exentos de bisfenol y compotas orgánicas certificadas por los amables granjeros amish. Si Jeremy conseguía entrar en el programa de arquitectura de la Universidad Técnica de Georgia, a Faith no le quedaría otro remedio que afrontar seis años más comprando libros de texto y haciéndole la colada. Sin embargo, lo más preocupante era que su hijo se había echado novia, una chica mayor con amplias caderas y un reloj biológico imparable. Podía convertirse en abuela antes de los treinta y cinco.
Un calor desagradable le recorrió el cuerpo mientras trataba de ahuyentar ese último pensamiento. Volvió a comprobar el contenido del bolso mientras conducía. El chicle le había servido de poco, ya que el estómago seguía protestando. Alargó la mano y miró dentro de la guantera, pero no encontró nada. Quizá debía parar en algún establecimiento de comida rápida y pedir al menos una Coca-Cola, pero llevaba puesto el uniforme: pantalones caqui y una camisa azul con las letras GBI estampadas en amarillo chillón en la espalda. Esa no era la mejor parte de la ciudad para pararse si pertenecías al cuerpo de seguridad. Las personas solían reaccionar echando a correr, y entonces no te quedaba otro remedio que perseguirlas, lo que no era lo más adecuado si querías llegar a casa a una hora razonable. Por otra parte, había algo que le decía, o mejor dicho, que le gritaba, que debía ver a su madre lo antes posible.
Cogió el teléfono y marcó de nuevo el número de Evelyn. El de la casa, el móvil e incluso el de la BlackBerry, que utilizaba exclusivamente para enviar mensajes. De todos obtuvo la misma falta de respuesta. Notó que se le encogía el estómago pensando lo peor. Cuando era policía de barrio, presenció muchos escenarios en que los llantos de un niño habían alertado a los vecinos de que algo grave había sucedido. Madres que se habían caído en la bañera, padres que se habían herido accidentalmente o que habían sufrido un ataque al corazón. Los bebés yacían allí, llorando con desesperación hasta que alguien presentía que algo malo había sucedido. No había nada más desgarrador que un niño llorando al que no había forma de consolar.
Faith se reprendió a sí misma por pensar en esas cosas. Siempre había sido un tanto negativa, incluso antes de convertirse en policía. Lo más seguro es que a Evelyn no le ocurriese nada. Emma solía dormirse a la una y media, y su madre probablemente había desconectado el teléfono para no despertar a la niña. También era posible que se hubiese cruzado con alguna vecina mientras comprobaba el buzón, o que estuviese ayudando a la anciana señora Levy a sacar la basura.
Puso las manos sobre el volante mientras salía para dirigirse al bulevar. Estaba sudando, a pesar del suave clima del mes de marzo, algo que sin duda no se debía solo a su preocupación por la niña, por su madre o por la sumamente fértil novia de Jeremy. Le habían diagnosticado diabetes hacía menos de un año, y llevaba a rajatabla eso de medirse la cantidad de azúcar, comer los alimentos adecuados y asegurarse de tener algún tentempié a mano. Salvo hoy, lo cual explicaba por qué quizás estaba divagando un poco. Necesitaba comer algo, aunque prefería hacerlo en presencia de su hija y de su madre.
Volvió a mirar la guantera para asegurarse de si de verdad estaba vacía. Recordaba vagamente haberle dado el día anterior la última barrita nutritiva a Will, mientras esperaban a las puertas del juzgado. Era eso o verle engullir un bollo de la máquina expendedora. Aunque se había quejado del sabor, se la comió entera, y ahora ella estaba pagando las consecuencias.
Se pasó un semáforo en ámbar, acelerando todo lo posible que podía por una calle medio residencial. La carretera se estrechaba en Ponce de León. Faith pasó una hilera de restaurantes de comida rápida y un establecimiento de comida orgánica. El cuentakilómetros subió lentamente. Aceleró en los giros y las curvas que bordeaban el Piedmont Park. El destello de una cámara de tráfico se reflejó en el espejo retrovisor cuando se pasó otro semáforo en ámbar. Tuvo que pisar el freno para no atropellar a un peatón que se había quedado rezagado. Pasó dos tiendas de comestibles más y llegó al último semáforo, que, afortunadamente, estaba en verde.
Evelyn seguía viviendo donde Faith y su hermano mayor habían crecido. La casa, de una sola planta, estaba en una zona de Atlanta llamada Sherwood Forest, ubicada entre Ansley Park, uno de los barrios más acomodados de la ciudad, y la Interestatal 85, cuyo tráfico se hacía notar si el viento soplaba en aquella dirección. Aquel día soplaba bastante fuerte, y, cuando bajó la ventanilla para dejar que entrase el aire fresco, oyó el mismo zumbido habitual de casi todos los días de su infancia.
Al ser una residente habitual de Sherwood Forest, Faith sentía un profundo y arraigado odio por los hombres que habían planificado el vecindario. La subdivisión se había llevado a cabo después de la Segunda Guerra Mundial, y las casas de ladrillo las ocuparon los soldados que supieron aprovecharse de los bajos préstamos para los veteranos de guerra. Los diseñadores habían adoptado sin ningún reparo el concepto Sherwood. Después de girar bruscamente a la izquierda en Lionel, cruzó Friar Tuck, giró a la derecha en Robin Hood Road, pasó la bifurcación en Lady Mariane Lane y divisó la entrada de su casa en la esquina de Doncaster y Barnesdale antes de entrar en casa de su madre, en Little John Trail.
El Chevy Malibu de color beis de Evelyn estaba aparcado frente al garaje. Eso, al menos, era normal, ya que Faith jamás había visto a su madre aparcar el coche de morro en ningún aparcamiento, una costumbre que adquirió cuando ejercía como policía, pues siempre se aseguraba de dejarlo estacionado de tal manera que pudiese salir a toda prisa si recibía una llamada urgente.
Faith no tenía tiempo para pensar en las costumbres de su madre, y aparcó el Mini delante del Malibu. Al levantarse le dolieron las piernas; había estado tensando todos los músculos de su cuerpo durante los últimos veinte minutos. Oyó la estridente música que procedía de la casa. Heavy metal, no los Beatles, que era lo que acostumbraba a escuchar su madre. Faith puso la mano sobre el capó del Malibu mientras se dirigía a la puerta de la cocina. El motor estaba frío. Puede que Evelyn estuviese en la ducha cuando la había telefoneado, y que no hubiese mirado el móvil ni el buzón de voz. O puede que se hubiese cortado, pues vio la huella sangrienta de una mano en la puerta.
La huella de sangre era de una mano izquierda, a medio metro del pestillo. Habían cerrado la puerta, pero no le habían echado el cerrojo. Una ráfaga de luz pasó por el marco, probablemente procedente de la ventana que había encima del fregadero.
Faith aún no pudo procesar lo que estaba viendo. Puso la mano sobre la huella, como cuando los niños juntan los dedos con los de su madre. La mano de Evelyn era más pequeña y tenía los dedos más delgados. La punta del dedo anular no había tocado la puerta. Había un coágulo de sangre donde debería haber estado el dedo.
De repente, la música se paró de golpe. Faith oyó un gorjeo que le resultó familiar, el preámbulo que anunciaba un llanto a pleno pulmón. El sonido reverberó en el garaje de tal forma que, por un instante, pensó que procedía de su propia boca. Luego volvió a escucharlo y se dio la vuelta, sabiendo que era Emma.
Casi todas las casas de Sherwood Forest habían sido demolidas y remodeladas, pero la de los Mitchell había permanecido casi intacta desde que la construyeron. La distribución era bastante simple: tres dormitorios, un salón, el comedor y una cocina con una puerta que daba al garaje abierto. Bill Mitchell, el padre de Faith, había construido un cobertizo en el lado opuesto. Era una construcción muy sólida —su padre nunca hacía nada a medias—, con una puerta de metal que se cerraba con un pestillo y un cristal de seguridad en la única ventana. Faith tenía diez años cuando supo el motivo por el cual estaba tan fortificado. Con la delicadeza propia de un hermano mayor, Zeke le había explicado el verdadero propósito del cobertizo: «Es donde mamá guarda su pistola, idiota».
(Continues...)
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