Fuego Vivo, Viento Fresco
Como revela este cautivante libro, Dios se mueve en formas que cambian la vida cuando dejamos de lado nuestras prioridades, confiamos en su Palabra, y oímos su voz. «Este libro lo hará arrodillarse ... Puede estar seguro de que leer este Libro lo cambiará para siempre». —David Wilkerson
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Fuego Vivo, Viento Fresco
Como revela este cautivante libro, Dios se mueve en formas que cambian la vida cuando dejamos de lado nuestras prioridades, confiamos en su Palabra, y oímos su voz. «Este libro lo hará arrodillarse ... Puede estar seguro de que leer este Libro lo cambiará para siempre». —David Wilkerson
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Fuego Vivo, Viento Fresco

Fuego Vivo, Viento Fresco

by Jim Cymbala
Fuego Vivo, Viento Fresco

Fuego Vivo, Viento Fresco

by Jim Cymbala

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Como revela este cautivante libro, Dios se mueve en formas que cambian la vida cuando dejamos de lado nuestras prioridades, confiamos en su Palabra, y oímos su voz. «Este libro lo hará arrodillarse ... Puede estar seguro de que leer este Libro lo cambiará para siempre». —David Wilkerson

Product Details

ISBN-13: 9780829746365
Publisher: Vida
Publication date: 08/01/2005
Edition description: Spanish-language Edition
Pages: 192
Product dimensions: 4.25(w) x 6.75(h) x 0.38(d)
Language: Spanish
Age Range: 18 Years

About the Author

About The Author

Jim Cymbala ha servido como pastor del Tabernáculo de Brooklyn durante más de veinticinco años. Es autor de muchos títulos éxito de ventas, incluyendo Fuego vivo, Viento fresco: Fe viva y Poder vivo. Reside en la ciudad de New York con Carol, su esposa. Ella dirige el coro del Tabernáculo de Brooklyn ganador del premio Grammy.

Read an Excerpt

Fuegovivo, Viento Fresco


By Jim Cymbala

ZONDERVAN

Copyright © 2013 Jim Cymbala
All rights reserved.
ISBN: 978-0-8297-4636-5


CHAPTER 1

Los aficionados


Aquella noche de domingo, allá por el año 1972, me aproximaba con dificultad al punto culminante de mi sermón poco pulido cuando ocurrió un desastre. Fue lamentable y risible a la vez.

El Brooklyn Tabernacle — una lamentable iglesia que mi suegro me había persuadido que pastoreara — constaba de un pobre edificio de dos pisos a media manzana en el centro de la ciudad sobre la avenida Atlantic. El santuario sólo tenía capacidad para menos de doscientas personas ... aunque no nos hacía falta semejante capacidad. El cielo raso era bajo, las paredes estaban necesitadas de pintura, las ventanas estaban sucias y hacía muchos años que no se sellaba el piso de madera sin alfombrar. Pero no había dinero para tales mejoras, ni qué hablar de lujos tales como aire acondicionado.

Carol, mi fiel esposa, se esforzaba lo más posible al órgano a fin de crear una atmósfera de adoración al extender mi invitación, haciendo un llamado al grupo de unas quince personas que estaban delante de mí para que quizá, posiblemente, respondieran al punto central de mi mensaje. Alguien cambió de posición en un banco a mi izquierda, probablemente más por cansancio que por convicción, preguntándose cuándo permitiría este joven pastor que todos se fueran finalmente a casa.

¡C-r-r-a-a-c!

El banco se partió y se desplomó, causando que cinco personas cayeran al piso. Se escucharon exclamaciones y algunos quejidos. Mi hija pequeña debe haber pensado que era el acontecimiento más emocionante de su vida de iglesia hasta el momento. Detuve mi predicación para dejar que la gente tuviera tiempo de levantarse del piso y recuperar su dignidad perdida. Lo único que se me ocurría decirles era sugerir con nerviosismo que se corrieran a otro banco que parecía estar más estable mientras yo intentaba concluir la reunión.

A decir verdad, este tipo de percance ilustraba perfectamente mis primeros días en el ministerio. No sabía lo que estaba haciendo. No había asistido a un colegio o seminario bíblico. Me había criado en Brooklyn en una familia ucraniana-polaca, yendo a la iglesia los domingos con mis padres sin imaginar jamás que me convertiría en ministro.

Mi amor era el baloncesto, durante toda la escuela secundaria y luego en la Academia de la Armada de los Estados Unidos, donde el primer año batí el récord de puntaje establecido por los novatos. Más tarde ese año me lesioné la espalda y debí renunciar a la armada. Reanudé mis estudios universitarios con el apoyo de una beca completa de atletismo en la Universidad de Rhode Island donde me desempeñé como titular del equipo para el equipo de baloncesto por espacio de tres años. Durante mi último año fui capitán del equipo; ganamos el campeonato de la Yankee Conference y jugamos en el torneo de la NCAA.

Mi asignatura principal era sociología. Para entonces había comenzado a noviar con Carol Hutchins, hija del hombre que había sido mi pastor allá por mis años de escuela secundaria. Carol era una organista y pianista talentosa a pesar de no haber recibido nunca una enseñanza formal para leer y escribir música. Nos casamos en 1969, nos instalamos en un apartamento de Brooklyn y ambos obtuvimos trabajos en el agitado mundo de los negocios de Manhattan. Al igual que muchos matrimonios nuevos, no teníamos muchas metas a largo plazo; sencillamente nos dedicábamos a pagar las cuentas y disfrutar de los fines de semana.

Sin embargo, el padre de Carol, el Reverendo Clair Hutchins, me había estado dando libros que despertaron mi deseo por las cosas espirituales. Él no sólo era un pastor local; realizaba frecuentes viajes al extranjero para predicar en cruzadas evangelísticas o enseñar a otros pastores. En los Estados Unidos era el sobreveedor no oficial de unas pocas iglesias pequeñas e independientes. Para principios de 1971 nos estaba sugiriendo con seriedad que quizá Dios quería que nos dedicáramos de lleno al servicio cristiano.

Un día comentó:

— Hay una iglesia en Newark que necesita un pastor. Son personas preciosas. ¿Por qué no consideras renunciar a tu trabajo y lanzarte en fe para ver lo que Dios hará?

— No estoy calificado — protesté. — Yo, ¿ministro? No tengo idea de cómo ser pastor.

Él dijo:

— Cuando Dios llama a alguien, eso es lo único que importa. No des lugar al temor.

Y cuando quise darme cuenta, allí estaba yo, con mis veintitantos años, intentando conducir una pequeña iglesia de negros en uno de los campos misioneros más difíciles de las urbes de los Estados Unidos. Los días de semana pasaba horas dedicado al estudio sistemático de la palabra de Dios mientras que los domingos estaba "aprendiendo" a comunicar esa palabra a la gente. La habilidad musical de Carol compensaba algunos de mis errores, y la gente tenía la bondad suficiente para pagarnos un salario modesto.

Mis padres nos regalaron la cuota de entrada para la compra de una casa, y nos mudamos a Nueva Jersey. De alguna manera logramos llegar al final de ese año.


TAREA DOBLE

Luego, un día llamó mi suegro desde Florida, donde vivía, y me pidió un favor. Quería saber si iría a predicar durante cuatro domingos por la noche a una iglesia multirracial, Brooklyn Tabernacle, otra iglesia que él supervisaba. La situación en ese lugar había llegado a su punto más bajo, dijo él. Yo acepté, sin sospechar siquiera que este paso cambiaría mi vida para siempre.

Desde el momento que entré, pude percibir que esta iglesia tenía serios problemas. El joven pastor estaba desanimado. La reunión empezó de manera vacilante con la presencia de apenas un puñado de personas. Varias más llegaron tarde. El estilo de adoración bordeaba en lo caótico; había poco sentido de dirección. El pastor notó la presencia de cierto hombre — alguien que visitaba la iglesia en forma esporádica y que cantaba acompañándose con la guitarra — y le pidió allí mismo que se acercara y cantara un solo. El hombre sonrió a medias y dijo que no.

"Lo digo en serio", rogó el pastor. "Nos encantaría que usted cantara para nosotros." El hombre siguió resistiéndose. Fue un momento terriblemente incómodo. Finalmente el pastor desistió y siguió con el canto congregacional.

También recuerdo a una mujer entre el público reducido que se tomaba la atribución de cantar un coro de alabanza de vez en cuando, interrumpiendo cualquier canto que el pastor intentaba dirigir.

Por cierto que fue raro, pero el problema no era de mi incumbencia. Al fin y al cabo, yo sólo estaba allí para prestar ayuda en forma provisional. (La idea de que yo, en esa etapa de mi desarrollo como ministro, pudiera ayudar a alguno mostraba hasta qué punto el asunto se había vuelto desesperante.)

Prediqué, y luego regresé a casa en mi automóvil.

Después del culto de la segunda semana, el pastor me dejó anonadado al decirme:

— He decidido presentar mi renuncia a esta iglesia y mudarme a otro estado. ¿Podría usted notificar a su suegro?

Asentí con la cabeza y dije pocas palabras. Cuando esa semana llamé para comunicar la noticia, rápidamente surgió la pregunta con respecto a si la iglesia debiera siquiera permanecer abierta.

Algunos años antes, mi suegra se había reunido con otras mujeres que estaban intercediendo para que Dios estableciera una congregación en el centro de Brooklyn que tocara a las personas para la gloria de Dios. Así fue que se inició esta iglesia, pero ahora todo parecía imposible.

Al conversar sobre lo que debíamos hacer, mencioné algo que el pastor me había dicho. Él estaba seguro de que uno de los ujieres estaba metiendo la mano en el plato de la ofrenda, porque el dinero en efectivo nunca parecía concordar con las cantidades escritas en los sobres de los diezmos de las personas. No era de sorprenderse que en la cuenta bancaria de la iglesia hubiera menos de diez dólares.

Mi suegro no estaba dispuesto a darse por vencido. Él dijo:

— No lo sé, no estoy seguro de que Dios haya terminado con ese grupo todavía. Se trata de un sector muy necesitado de la ciudad. No seamos demasiado rápidos para tirar la toalla.

Su esposa, que estaba escuchando por el otro teléfono, pregunto:

— Y bien, Clair, ¿qué harás cuando el otro pastor se vaya? O sea, en dos semanas ...

De repente su voz se volvió más alegre:

— Jim, ¿qué te parece si mientras tanto pastoreas a ambas iglesias? Haz la prueba para ver si tal vez se presenta un giro en la situación.

No estaba bromeando; lo decía en serio.

Yo no sabía qué decir. De una cosa sí estaba seguro: Yo no tenía una cura mágica para lo que aquejaba a Brooklyn Tabernacle. Aun así, la preocupación de mi suegro era genuina, de modo que acepté el plan.

Ahora, en lugar de ser un aficionado en una congregación, podía duplicar mi placer. Durante el año siguiente, mi horario del día domingo se parecía al siguiente:

9:00 a.m. Salir de mi casa en Nueva Jersey e ir solo en auto a Brooklyn.

10:00 a.m. Conducir el culto de la mañana a solas.

11:30 a.m. Regresar a la carrera cruzando Manhattan y pasar a través del túnel Holland a la iglesia de Newark, donde Carol y los demás ya habrían empezado el culto del mediodía. Predicar el sermón.

Por la tarde: Llevar a Carol y al bebé a McDonald's, luego regresar a Brooklyn para el culto vespertino allí.

A la noche: Regresar en auto a Nueva Jersey, exhausto y por lo general desanimado.


Ocasionalmente entraban vagabundos a las reuniones en Brooklyn. La asistencia se redujo a menos de veinte personas porque una buena cantidad de personas decidieron rápidamente que yo era "demasiado reglamentado" y optaron por asistir a otro lugar.

Los domingos sin Carol eran especialmente difíciles. La pianista había dominado sólo un coro: "Oh, cuánto amo a Cristo". Lo cantábamos todas las semanas, a veces más de una vez. Cualquier otra selección producía tropiezos y discordias. Esto no parecía ser una iglesia en movimiento.

Nunca olvidaré la ofrenda de ese primer domingo por la mañana: $85. El pago hipotecario mensual era de $232, ni qué hablar de las cuentas utilitarias o de que sobrara algo para un salario pastoral.

Nunca olvidaré la ofrenda de ese primer domingo por la mañana: $85.

Cuando a fin de mes llegó el momento de pagar la cuota de la hipoteca, la suma disponible en la cuenta corriente del banco era aproximadamente $160. Desde el arranque íbamos a estar en mora. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que perdiéramos el edificio y nos echaran a la calle? Ese lunes, mi día libre, recuerdo haber orado: "Señor, tienes que ayudarme. No sé mucho, pero una cosa que sí sé es que debemos hacer este pago de la hipoteca".

El martes fui a la iglesia. Tal vez alguien enviará algún dinero sorpresivamente, me dije, como tantas veces le sucedió a George Mueller con su orfanatorio allá en Inglaterra, sólo oraba, y llegaba una carta o una visita para suplir su necesidad.

Llegó la correspondencia de ese día, y lo único que contenía eran cuentas y propagandas.

Ahora estaba atrapado. Fui hasta arriba, me senté ante mi pequeño escritorio, apoyé la cabeza, y comencé a llorar. "Dios", dije llorando, "¿qué puedo hacer? Ni siquiera podemos hacer el pago hipotecario". Esa noche teníamos el culto de media semana, y yo sabía que no asistirían más de tres o cuatro personas. La ofrenda probablemente no llegaría a los diez dólares. ¿Cómo superaría este dilema?

Clamé al Señor durante una hora o más. Finalmente, enjugué mis lágrimas y me vino un nuevo pensamiento. ¡Vaya! Además del buzón en la puerta de adelante, la iglesia tiene también una casilla de correo. Cruzaré la calle para ver lo que hay allí. ¡Con seguridad Dios contestará mi oración!

Con renovada confianza crucé la calle, atravesé el vestíbulo de la oficina de correo y giré la perilla de la casilla. Espié hacia adentro ...

Nada.

Al salir nuevamente al sol, los camiones pasaban rugiendo por la avenida Atlantic. Si uno me hubiera aplastado en ese momento, no me habría sentido más bajo. ¿Acaso Dios nos estaba abandonando? ¿Sería que yo estaba haciendo algo que le desagradaba? Con paso cansino crucé nuevamente la calle dirigiéndome al pequeño edificio.

Al destrabar la puerta, me topé con otra sorpresa. Allí en el piso del atrio había algo que no había estado allí unos tres minutos antes: un simple sobre blanco. Sin dirección, sin estampilla, nada. Un simple sobre blanco.

Con manos temblorosas lo abrí y encontré allí ... dos billetes de $50.

Empecé a gritar a solas en la iglesia vacía. "Dios, ¡me respondiste! ¡Me respondiste!" Teníamos $160 en el banco, y con estos $100 podíamos hacer el pago de la cuota hipotecaria. Mi alma dejó escapar un profundo "¡Aleluya!" ¡Qué lección para un joven pastor desanimado!

Hasta el día de hoy no sé de dónde vino ese dinero. Sólo sé que para mí fue una señal de que Dios estaba cerca y era fiel.


COLAPSO

Por supuesto que el intenso programa de actividades nos estaba desgastando, y Carol y yo pronto comprendimos que debíamos decidirnos por una iglesia o la otra. Lo raro fue que empezamos a sentirnos atraídos a Brooklyn, a pesar de que nuestro único salario provenía de la iglesia en Newark. Fue sorprendente que Dios pusiera en el corazón de ambos el deseo de comprometernos, para mejor o para peor, con el Brooklyn Tabernacle en su etapa inicial. De algún modo supimos que ese era nuestro lugar.

Ambos conseguimos rápidamente un segundo trabajo, ella en un comedor escolar, yo como entrenador de baloncesto en una escuela secundaria. No teníamos seguro médico. De alguna manera logramos llevar comida a la mesa y comprar gasolina para el automóvil, pero a duras penas.

No sabía si esta era una experiencia normal en el ministerio o no; no tenía ideas preconcebidas de la escuela o seminario bíblico mediante las cuales poder juzgar, porque no había estado allí. Sencillamente avanzábamos dando tumbos a solas. Ni siquiera el padre de Carol nos ofrecía mucho consejo ni perspectiva; supongo que pensaba que aprendería más en la escuela de la experiencia. A menudo me decía, "Jim, tendrás que descubrir tu propia manera, bajo Dios, de ministrar a las personas".

En una de esas noches de domingo del principio, estaba tan deprimido por lo que veía, y aun más por lo que sentía en mi espíritu, que literalmente no podía predicar. A los cinco minutos de empezar mi sermón, empecé a atragantarme con las palabras. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me invadió una profunda tristeza. Lo único que podía decir a la gente era:

— Lo siento ... yo ... no puedo predicar en esta atmósfera ... Algo está muy mal ... No sé qué decir, no puedo continuar ... ¿Carol, tocarías algo en el piano, y podrían los demás acercarse hasta el altar? Si Dios no nos ayuda, no sé ...

Después de decir eso, me callé. Fue embarazoso, pero no podía hacer nada más.

Los presentes hicieron lo que les había pedido. Me incliné hacia el púlpito, apoyé la cara en mis manos, y lloré. Al principio todo estaba quieto, pero pronto vino sobre nosotros el Espíritu de Dios. La gente empezó a clamar al Señor, sus palabras motivadas por una inquietud interior. "Dios, ayúdanos", orábamos. Carol tocó el antiguo himno "I Need Thee, Oh, I Need Thee" [Te necesito ya], y nosotros la acompañamos cantando. Surgió una ola de intercesión. De repente un joven ujier se acercó corriendo por el pasillo central y se arrojó sobre el altar. Comenzó a llorar mientras oraba.

Cuando coloqué mi mano sobre su hombro, levantó la vista, le corrían lágrimas por el rostro mientras decía:

— ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡No lo haré más! Por favor, perdóneme.

Inmediatamente supe que estaba pidiendo perdón por tomar dinero del plato de las ofrendas. Me quedé sin palabras por un momento, perplejo ante esta confesión inesperada.

Fue nuestra primera victoria espiritual. No fue necesario hacer el papel de detective, confrontar al culpable con su falta ni presionarlo para que confesara. Aquí, en una sola noche, durante un tiempo de oración, fue resuelto el Problema Número Uno (de los miles que parecía haber).

Descubrí una verdad sorprendente: La debilidad atrae a Dios. Él no puede resistir a los que con humildad y sinceridad reconocen con cuánta desesperación lo necesitan.

Esa noche, cuando estaba en mi momento más bajo, desconcertado por los obstáculos, perplejo por la oscuridad que nos rodeaba, incapaz de seguir predicando siquiera, descubrí una verdad sorprendente: La debilidad atrae a Dios. Él no puede resistir a los que con humildad y sinceridad reconocen con cuánta desesperación lo necesitan. En efecto, nuestra debilidad crea lugar para su poder.

En forma paralela, la gente tampoco se molesta por la sinceridad. No era necesario que mantuviera una fachada ministerial. Simplemente debía predicar la palabra de Dios lo mejor que podía y luego invitar a la congregación a orar y adorar. De allí en adelante se hacía cargo el Señor.
(Continues...)


Excerpted from Fuegovivo, Viento Fresco by Jim Cymbala. Copyright © 2013 Jim Cymbala. Excerpted by permission of ZONDERVAN.
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