Azul
Este libro, publicado por primera vez en 1888, representó el "resurgimiento" de la literatura escrita en español, tras un aletargamiento de poco más de un siglo. La concepción de una literatura plena en imágenes, musicalidad e innovación -métrica y ritmo heterodoxos para los cánones castellanos de aquella época-, se convirtió en fundación de nuevos espacios y tiempos para la literatura hispanoamericana. Por eso algunos jóvenes solicitaron a Darío un manifiesto que sentara las bases del modernismo, a lo cual él se niega argumentando que la poesía, y la literatura en general, debe estar libre de esas rigideces, y que el modernismo debía rebelarse incluso contra sí mismo. Azul... y el tiempo le dieron la razón.

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Azul
Este libro, publicado por primera vez en 1888, representó el "resurgimiento" de la literatura escrita en español, tras un aletargamiento de poco más de un siglo. La concepción de una literatura plena en imágenes, musicalidad e innovación -métrica y ritmo heterodoxos para los cánones castellanos de aquella época-, se convirtió en fundación de nuevos espacios y tiempos para la literatura hispanoamericana. Por eso algunos jóvenes solicitaron a Darío un manifiesto que sentara las bases del modernismo, a lo cual él se niega argumentando que la poesía, y la literatura en general, debe estar libre de esas rigideces, y que el modernismo debía rebelarse incluso contra sí mismo. Azul... y el tiempo le dieron la razón.

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by Ruben Dario
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Este libro, publicado por primera vez en 1888, representó el "resurgimiento" de la literatura escrita en español, tras un aletargamiento de poco más de un siglo. La concepción de una literatura plena en imágenes, musicalidad e innovación -métrica y ritmo heterodoxos para los cánones castellanos de aquella época-, se convirtió en fundación de nuevos espacios y tiempos para la literatura hispanoamericana. Por eso algunos jóvenes solicitaron a Darío un manifiesto que sentara las bases del modernismo, a lo cual él se niega argumentando que la poesía, y la literatura en general, debe estar libre de esas rigideces, y que el modernismo debía rebelarse incluso contra sí mismo. Azul... y el tiempo le dieron la razón.


Product Details

ISBN-13: 9789706665676
Publisher: Grupo Editorial Tomo, S.A. de C.V.
Publication date: 09/01/2010
Edition description: Spanish-language Edition
Pages: 192
Product dimensions: 4.70(w) x 7.20(h) x 0.40(d)
Language: Spanish

Read an Excerpt

Azul


By Rubén Darío

Red Ediciones

Copyright © 2016 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-96428-13-3



CHAPTER 1

CUENTOS EN PROSA


El rey burgués. Cuento Alegre

¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre ... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:

* * *

Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el rey Burgués.

* * *

Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.

Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica, canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey Sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.

* * *

El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo, del trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido en artes; ¡alma sublime amante de la lija y de la ortografía!

* * *

¡Japonerías! ¡Chinerías! Por moda y nada más. Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como si fuesen vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas.

Por lo demás, había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y sátiros; el salón de los tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones?

Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rey de naipe.

* * *

Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.

— ¿Qué es eso? — preguntó.

— Señor, es un poeta.

El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, sinsontes en la pajarera: un poeta era algo nuevo y extraño.

— Dejadle aquí.

Y el poeta:

— Señor, no he comido.

Y el rey:

— Habla y comerás.

Comenzó:

* * *

— Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe esperar con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran Sol. He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfumes, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas débiles, contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido el madrigal.

He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado al calor del ideal, el verso que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.

¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet! ¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil.

¡Oh, la Poesía!

¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres, y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto! ... El ideal, el ideal ...

El rey interrumpió:

— Ya habéis oído. ¿Qué hacer?

Y un filósofo al uso:

— Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.

— Sí — dijo el rey, y dirigiéndose al poeta: — Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id.

* * *

Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín ... ¡avergonzado a las miradas del gran Sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín ...! ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas de los pájaros libres, que llegaban a beber rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas, ¡tiririrín ...! ¡Lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!

Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas, no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio, tiririrín.

Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él, el rey y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro, ¡tiririrín!

Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse ¡tiririrín, tiririrín!, tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto, tiririrín ... pensando en que nacería el Sol del día venidero, y con él el ideal, tiririrín ..., y en que el arte no vestiría pantalones sino manto de llamas, o de oro ... Hasta que al día siguiente, lo hallaron el rey y sus cortesanos, al pobre diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.

* * *

¡Oh, mi amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías ...

Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta la vista!


La ninfa. Cuento parisiense

En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa, un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.

Se hablaba con el entusiasmo de artistas de buena pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quien más, quien menos, y aun había un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada, el gran nudo de una corbata monstruosa.

Alguien dijo: — ¡Ah, sí, Fremiet! — y de Fremiet se pasó a sus animales, a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, y otro como mirando al cazador alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada, no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón, la quieras llevar contigo.

Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada argentina: — ¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semidioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos robustos, solo por oír las quejas del engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.

El sabio interrumpió:

— ¡Bien! Los sátiros y los faunos, los hipocentauros y las sirenas, han existido, como las salamandras y el ave Fénix.

Todos reímos; pero entre el coro de carcajadas, se oía irresistible, encantadora, la de Lesbia, cuyo rostro encendido, de mujer hermosa, estaba como resplandeciente de placer.

* * *

— Sí — continuó el sabio —: ¿con qué derecho negamos los modernos, hechos que afirman los antiguos? El perro gigantesco que vio Alejandro, alto como un hombre, es tan real, como la araña Kraken que vive en el fondo de los mares. San Antonio Abad, de edad de noventa años fue en busca del viejo ermitaño Pablo que vivía en una cueva. Lesbia, no te rías. Iba el santo por el yermo, apoyado en su báculo, sin saber dónde encontrar a quien buscaba. A mucho andar, ¿sabéis quién le dio las señas del camino que debía seguir? Un centauro, medio hombre y medio caballo — dice un autor — hablaba como enojado; huyó tan velozmente que presto le perdió de vista el santo; así iba galopando el monstruo, cabellos al aire y vientre a tierra.

En ese mismo viaje San Antonio vio un sátiro "hombrecillo de extraña figura, estaba junto a un arroyuelo, tenía las narices corvas, frente áspera y arrugada, y la última parte de su contrahecho cuerpo remataba con pies de cabra".

— ¡Ni más ni menos — dijo Lesbia — M. de Cocureau, futuro miembro del Instituto!

Siguió el sabio:

— Afirma San Jerónimo que en tiempo de Constantino Magno se condujo a Alejandría un sátiro vivo, siendo conservado su cuerpo cuando murió.

Además, viole el emperador en Antioquía.

Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humedecía la lengua en el licor verde como lo haría un animal felino.

— Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos sátiros en los montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria había hombres con solo un pie, y solo un brazo en el pecho. Vincencio vio en su época un monstruo que trajeron al rey de Francia; tenía cabeza de perro; (Lesbia reía) los muslos, brazos y manos tan sin vello como los nuestros; (Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen cosquillas) comía carne cocida y bebía vino con todas ganas.

— ¡Colombine! — gritó Lesbia. Y llegó Colombine, una falderilla que parecía un copo de algodón. Tomola su ama, y entre las explosiones de risa de todos:

— ¡Toma, el monstruo que tenía tu cara!

Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se estremecía e inflaba las naricitas como lleno de voluptuosidad.

— Y Filegón Traliano — concluyó el sabio elegantemente — afirma la existencia de dos clases de hipocentauros: una de ellas come elefantes. Además ...

— Basta de sabiduría — dijo Lesbia. Y acabó de beber la menta.

Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios.

— ¡Oh — exclamé — para mí, las ninfas! Yo desearía contemplar esas desnudeces de los bosques y de las fuentes, aunque como Acteón, fuese despedazado por los perros. Pero las ninfas no existen.

Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas, y de personas.

— Y ¡qué! — me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de faunesa y con voz callada como para que solo yo la oyera —, ¡las ninfas existen, tú las verás!

* * *

Era un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas y atacaban a los escarabajos que se defendían de los picotazos con sus corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces; más allá las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen. Después, los altos árboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejeos, las estatuas en la penumbra, los discóbolos de bronce, los gladiadores musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas, cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atlántico, con anchas espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como cincelados en alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como una pierna alba con media negra.

Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh Numa! Yo sentí lo que tú, cuando viste en su gruta por primera vez a Egeria.

Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las hojas. ¡Ah! Yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa, que me encendía la sangre.

De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del estanque, semejante a Citerea en su onda, y recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes, corrió por los rosales tras las lilas y violetas, más allá de los tupidos arbolares, hasta ocultarse a mi vista, hasta perderse, ahí, por un recodo; y quedé yo, poeta lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas como mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en cuyo extremo brillaba bruñida el ágata de sus picos.

* * *

Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la noche pasada, entre todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata oscura, el sabio obeso, futuro miembro del Instituto.

Y de repente, mientras todos charlaban de la última obra de Fremiet en el salón, exclamó Lesbia con su alegre voz parisiense.

— ¡Té! Como dice Tartarín: ¡el poeta ha visto ninfas! ... — La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como una gata, y se reía, se reía, como una chicuela a quien se le hiciesen cosquillas.


(Continues...)

Excerpted from Azul by Rubén Darío. Copyright © 2016 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
La vida, 7,
El modernismo, 7,
AL SEÑOR DON FEDERICO VARELA, 8,
CUENTOS EN PROSA, 9,
La ninfa. Cuento parisiense, 13,
El fardo, 17,
El velo de la reina Mab, 21,
La canción del oro, 24,
El rubí, 28,
El palacio del Sol, 33,
El pájaro azul, 37,
Palomas blancas y garzas morenas, 41,
En Chile. Álbum porteño, 47,
Álbum santiagués, 52,
EL AÑO LÍRICO, 57,
Primaveral, 57,
Estival, 61,
Autumnal, 65,
Invernal, 68,
Pensamiento de otoño, 72,
Anatké, 74,
LIBROS A LA CARTA, 79,

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