Los Inventores (Spare Parts): Cuatro adolescentes inmigrantes, un robot y la batalla por el sueño americano

"Los inventores es una de esas historias raras que es difícil soltar. Narrada de manera impecable, es hilarante y también triste." --Chris Anderson, autor de The Long Tail
En junio de 2004 el equipo de la preparatoria Carl Hayden, de Phoenix, sorprendió a todos los asistentes a la competencia anual de robótica auspiciada por la nasa cuando resultó ganador en el evento. No era para menos, el equipo estaba conformado por cuatro adolescentes, cuyas circunstancias a todas luces los colocaban en una situación poco aventajada. Se trataba de hijos de inmigrantes ilegales, provenientes de una escuela pública con recursos escasos para desarrollar un robot que resultara competitivo. O al menos eso parecía. Su ingenio, talento y perseverancia, además del apoyo de sus maestros, los hicieron merecedores a este galardón, por encima de equipos tan poderosos como el del mit, que cuenta con la mejor escuela de ingeniería del mundo.
Los inventores retrata magistralmente la agridulce historia de estos muchachos y sus familias, y el verdadero esfuerzo que implica conquistar el sueño americano.

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Los Inventores (Spare Parts): Cuatro adolescentes inmigrantes, un robot y la batalla por el sueño americano

"Los inventores es una de esas historias raras que es difícil soltar. Narrada de manera impecable, es hilarante y también triste." --Chris Anderson, autor de The Long Tail
En junio de 2004 el equipo de la preparatoria Carl Hayden, de Phoenix, sorprendió a todos los asistentes a la competencia anual de robótica auspiciada por la nasa cuando resultó ganador en el evento. No era para menos, el equipo estaba conformado por cuatro adolescentes, cuyas circunstancias a todas luces los colocaban en una situación poco aventajada. Se trataba de hijos de inmigrantes ilegales, provenientes de una escuela pública con recursos escasos para desarrollar un robot que resultara competitivo. O al menos eso parecía. Su ingenio, talento y perseverancia, además del apoyo de sus maestros, los hicieron merecedores a este galardón, por encima de equipos tan poderosos como el del mit, que cuenta con la mejor escuela de ingeniería del mundo.
Los inventores retrata magistralmente la agridulce historia de estos muchachos y sus familias, y el verdadero esfuerzo que implica conquistar el sueño americano.

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Overview

"Los inventores es una de esas historias raras que es difícil soltar. Narrada de manera impecable, es hilarante y también triste." --Chris Anderson, autor de The Long Tail
En junio de 2004 el equipo de la preparatoria Carl Hayden, de Phoenix, sorprendió a todos los asistentes a la competencia anual de robótica auspiciada por la nasa cuando resultó ganador en el evento. No era para menos, el equipo estaba conformado por cuatro adolescentes, cuyas circunstancias a todas luces los colocaban en una situación poco aventajada. Se trataba de hijos de inmigrantes ilegales, provenientes de una escuela pública con recursos escasos para desarrollar un robot que resultara competitivo. O al menos eso parecía. Su ingenio, talento y perseverancia, además del apoyo de sus maestros, los hicieron merecedores a este galardón, por encima de equipos tan poderosos como el del mit, que cuenta con la mejor escuela de ingeniería del mundo.
Los inventores retrata magistralmente la agridulce historia de estos muchachos y sus familias, y el verdadero esfuerzo que implica conquistar el sueño americano.


Product Details

ISBN-13: 9780374714567
Publisher: Farrar, Straus and Giroux
Publication date: 04/21/2015
Sold by: Macmillan
Format: eBook
Pages: 224
File size: 2 MB
Language: Spanish

About the Author

Joshua Davis es periodista y escritor independiente, además de colaborador y editor de la influyente revista Wired. Ha investigado la guerra y la política en Irak, la cocaína genéticamente modificada en Colombia, la ciberguerra entre Estonia y Rusia y otros temas de actualidad para diversas publicaciones en papel y en línea. Los inventores ha sido llevada al cine por Sean McNamara.
Joshua Davis is a contributing editor at Wired, cofounder of Epic magazine, and the author of The Underdog, a memoir about his experiences as an arm wrestler, backward runner, and matador. In 2014, he was nominated for a National Magazine Award for feature writing. He has also written for The New Yorker and other periodicals, and his writing is anthologized in the 2012 edition of Best American Science and Nature Writing as well as in the 2006, 2007, and 2009 editions of Best Technology Writing. The movie Spare Parts is based on his reporting. He lives in San Francisco, California.

Read an Excerpt

Los Inventores

Cuatro Adolescentes Inmigrantes, Un Robot Y La Batalla Por El Sueno Americano


By Joshua Davis

Farrar, Straus and Giroux

Copyright © 2014 Joshua Davis
All rights reserved.
ISBN: 978-0-374-71456-7


CHAPTER 1

Lorenzo Santillan siempre fue diferente. Tal vez era su cabeza. Tenía unos cuantos meses de nacido cuando se le cayó a su madre en una banqueta, en Zitácuaro, ciudad de unos cien mil habitantes en el estado de Michoacán, México. Aunque para entonces él ya tenía una peculiaridad —cabeza en forma de pera—, desarrolló un bulto en la frente. Preocupada, Laura Alicia Santillan decidió que su hijo necesitaba una mejor atención médica que la que estaba recibiendo en México y emprendió el largo viaje a Estados Unidos, al final, escabulléndose con Lorenzo por un túnel debajo de la frontera, en 1988. Él tenía nueve meses de edad y a ella la motivaba un simple deseo:

–Vinimos a Estados Unidos a componerle la cabeza —dice.

En Phoenix, un médico aceptó examinar a su hijo. Le dijo que la cirugía podía reajustar el cráneo del bebé, aunque con alto riesgo de daño cerebral. Pero, hasta donde él podía ver, el niño estaba bien. La cirugía sería estrictamente cosmética, más allá de lo cual era innecesaria. Laura volvió a mirar el bulto sobre la ceja derecha de Lorenzo, y lo vio bajo una nueva luz. A partir de entonces, le dijo que el bulto significaba que él era inteligente.

–Tu cerebro extra está ahí —le decía.

Una vez en Estados Unidos, Laura y Lorenzo tenían razones para quedarse. La familia apenas si se las arreglaba en México. Tras rebanarse el índice derecho en un accidente de carpintería, Pablo Santillan, el papá de Lorenzo, desaparecía días enteros en el bosque con un fusil viejo para cazar y poder alimentar a su familia. Regresaba con zorrillos, ardillas e iguanas colgados del hombro. Laura los guisaba, les ponía jitomate, chile y cebolla y los llamaba "la comida". Tenía apenas catorce años cuando se casó con Pablo (él tenía veinte), y ninguno pasó del sexto año de primaria. No había muchas oportunidades en Zitácuaro, pero, en Estados Unidos, Pablo podría ganar cinco dólares por hora como jardinero. Parecía valer la pena el traslado.

La familia se mudó a un departamento de dos cuartos cerca del centro de Phoenix. A una calle de ahí, algunas prostitutas ofrecían sus servicios en un edificio abandonado. En las esquinas trabajaban vendedores de drogas. Era muy diferente a Zitácuaro, donde Pablo podía buscar comida en el bosque. Ahora vivían en una gran ciudad, y no era posible cazar para comer. Laura conseguía trabajo esporádico como recamarera en un hotel, y Pablo se dedicaba a la jardinería ornamental durante el verano abrasador de Arizona.

Antes de irse a Estados Unidos, Laura tuvo dos hijos: Lorenzo y Jose, el mayor. Cuando cruzó a Estados Unidos, estaba embarazada, y pronto dio a luz a Pablo Jr., en suelo estadunidense, lo cual significa que su tercer hijo es ciudadano norteamericano. Yoliet y Fernando también nacieron allá. Los tres hermanos nacidos en Estados Unidos tendrían más oportunidades de residencia y trabajo ahí que los dos que adoptaron esa nación como su nuevo hogar.

Para Laura, México fue pronto "un recuerdo borroso"; pero Pablo nunca olvidó la soledad del bosque. Estoico y callado, usaba botas vaqueras y un bigote tan espeso que le cubría la boca. Poseía la naturaleza solitaria y dada al trago del vaquero, pero ahora se encontraba en un desierto urbano inmenso, con cinco hijos. Era una carga muy pesada. Las noches y los fines de semana solía comprar un paquete de doce cervezas Milwaukee's Best, que tomaba poco a poco. Como dice Lorenzo, cuando Pablo bebía se ponía emotivo. A veces le decía que lo quería; otras, le hablaba con brusquedad. En una ocasión, cuando Lorenzo ya iba en la secundaria, Pablo le pidió que limpiara la sala. Lorenzo se negó, y Pablo agarró un cable de extensión eléctrica y salió tras él.

En la escuela no le iba mejor. Cuando creció, sus mejillas sobresalían, pero su coronilla siguió siendo comparativamente angosta, dando a su cabeza forma de huevo. Sus compañeros se burlaban de su cabeza deforme, y en la secundaria se reían de él por ser casi cejijunto.

–Yo no entendía por qué la gente hacía eso —dice Lorenzo. Muchos días regresaba llorando a casa.

No le quedó otro remedio que aceptar que era diferente. Mientras sus compañeros tenían el cabello corto y cara bonita, él era al revés. Su mamá le cortaba el pelo —no podían pagar un peluquero—, y él le pedía que sólo le cortara el flequillo. Pronto lució el estilo mullet.

–Te ves muy bien —le dijo Laura.

Sus compañeros eran menos indulgentes; lo ridiculizaban con frecuencia y de muchas maneras. A veces le decían "Cabeza de huevo", y otras "El Buki", en referencia al cantante mexicano de larga cabellera. Cuando le decían "Mujercita", él contestaba furioso que era muy hombre, porque soportaba todos sus insultos.

–¡No quiero ser como los demás! —gritaba, y se fingía inmune.

En séptimo grado, un amigo le pidió entregar mariguana para Sur Trece, pandilla local asociada con los Crips. Él aceptó, y se le confió una libra de yerba, que escondió en su mochila. Después le instruyeron para que la dejara en un hoyo en los jardines de la escuela. Hizo lo que se le dijo, pero estuvo aterrado todo el tiempo. "Podrían descubrirme en cualquier momento", pensaba. Se dio cuenta de que no estaba hecho para ser delincuente, y se negó a volver a hacer algo así.

En cambio, cuando entró a la Carl Hayden Community High School, decidió ingresar a la banda militar. Para prepararlo, su madre le encontró un curso de piano en el Ejército de Salvación y consiguió gratis un piano vertical (aunque le faltaban varias teclas). Lorenzo aprendió a tocar piezas de Debussy (Clair de lune), Erik Satie (Gymnopédie no. 3) y Chopin (Sonata no. 2). Podía escuchar la melodía unas cuantas veces y luego tocarla. Supuso que ya había aprendido lo suficiente para arreglárselas en los ensayos de la banda.

Por desgracia, los ensayos no son el momento ideal para improvisar. El primer problema fue que la banda no tenía piano. Lo más parecido que el maestro de música pudo encontrar fue el xilófono. Luego, Lorenzo no tenía idea de cómo tocarlo, porque no sabía leer partituras.

No obstante, al acercarse la Navidad, el maestro le dio un uniforme y le dijo que se preparara para el desfile anual. Lorenzo se puso obedientemente su traje, se sujetó el voluminoso xilófono y marchó con el resto de la banda por Central Avenue, en el corazón de Phoenix. Sabía que las piezas que interpretaban tenían partes extensas para xilófono, pero no podía tocarlas. De vez en cuando intentaba atinar algunas notas, pero siempre se equivocaba. Mientras el desfile proseguía sin cesar por el centro de Phoenix, él se preguntaba cuándo terminaría la humillación. Lo más que pudo hacer fue seguirles el paso a sus compañeros al marchar.

–Fue un desfile vergonzoso —dice.

Devolvió el xilófono y nunca regresó a la banda. Sentía que no pertenecía a ninguna parte, pese a estar desesperado por encontrar amigos o, al menos, personas que no se burlaran de él. Pero ésa era una preparatoria, y él se veía raro. Además, se le hizo repetir el primer año, porque debía mejorar su inglés. En consecuencia, era un año mayor que sus compañeros, lo que parecía indicar que había reprobado un grado.

Lorenzo intentaba razonar con sus agresores. Cuando pronunciaba mal una palabra y los demás se reían de él, pedía compasión:

–¿Por qué tienen que burlarse de mí por algo que quise decir? —esto sólo provocaba más carcajadas.

Lorenzo se enojaba cada vez más, y comenzó a pelear en la escuela. Terminaba golpeado, arañado y en la oficina del director. Iba en camino de que lo expulsaran. En un intento por ayudarlo a cambiar, el orientador escolar lo asignó a un curso de control de la ira donde aprendió que su ira era explosiva, el tipo más peligroso. Si no la contenía, se destruiría a sí mismo. El orientador le enseñó a calmarse contando del diez al cero. El problema es que no sabía si se quería calmar. Era difícil ignorar tantas burlas.

Después de clases, Lorenzo comenzó a ayudar a su padrino a arreglar autos. Hugo Ceballos vivía con la familia Santillan y había puesto un negocio informal a la entrada de la casa; cualquiera con un auto en problemas podía llegar, y Hugo levantaba la cubierta del motor, veía qué pasaba y lo arreglaba ahí mismo.

Hugo no le permitía a Lorenzo hacer mucho más que limpiar las herramientas con un trapo mojado en gasolina. Esto le daba a Lorenzo una excusa para pararse junto a los autos y mirar. Aprendió que, al subir un auto con un gato, hay que poner un neumático a un lado al deslizarse bajo el vehículo. De esta forma, si el gato falla, el auto caerá en el neumático, no en uno.

"Ésa es una idea cabrona", pensó Lorenzo.

Quería hacer más cosas, pero Hugo no lo dejaba. Así, revoloteaba en la periferia, limpiando las ocasionales herramientas y observando con atención, mientras Jose, su hermano mayor, ayudaba. Hugo le explicaba a Jose que era importante seguir la pista de todas las partes.

–Recuerda dónde va todo lo que le quitas a un carro —le decía.

Cuando Hugo instalaba un motor reconstruido, Lorenzo permanecía cerca y escuchaba, mientras Hugo le enseñaba a Jose cómo usar una llave de torsión para apretar los pernos. Lorenzo escuchaba atentamente y trataba de acercarse al auto lo más posible. Pero debía tener cuidado; si se les cruzaba a Hugo, o a Jose, de inmediato le gritaban y lo mandaban dentro.

La principal lección que Lorenzo aprendió de todo esto fue que era importante ser creativo. Hugo no tenía un taller mecánico normal, con una pared llena de herramientas y estantes repletos de provisiones. Tenía poco dinero, un juego reducido de herramientas manuales y su ingenio. Para sobrevivir, debía improvisar y adaptarse.

Lorenzo se lo tomó a pecho. No encajaba en la cultura blanca estadunidense ni encontraba su sitio en la comunidad de inmigrantes. Ni siquiera la banda de música —refugio habitual de los preparatorianos inadaptados— había surtido efecto. Pero sus días de asomarse sobre el hombro de Hugo en la entrada de su casa le enseñaron a pensar fuera de la norma. En esa entrada, una idea poco común no era necesariamente mala. De hecho, podía ser la única solución.


* * *

Hubo un tiempo en que Carl Hayden fue una escuela bien vista, que contaba incluso con un curso de equitación fuera de las instalaciones. Los alumnos podían montar a caballo en un recinto techado, para no sofocarse en exceso bajo el calor del desierto. Las autoridades escolares locales construyeron incluso un rodeo para los adolescentes. Era una escuela pensada para estudiantes blancos.

Pero dejó de serlo. Hoy, el vecindario que rodea la escuela transmite una sensación de descuido y abandono. Algunas calles siguen sin pavimentar. A las orillas del camino algunas envolturas de comida chatarra y pañales desechables se enredan entre la maleza seca. En la entrada de la institución, en West Roosevelt, guardias de seguridad, dos patrullas y un puñado de policías ven pasar en fila a los adolescentes frente a un letrero que dice: CARL HAYDEN COMMUNITY HIGH SCHOOL: ENTRAR ES UN ORGULLO.

Salir no lo es tanto, ciertamente. Los edificios de la escuela son, en su mayoría, cajones sin gracia de fines de los años cincuenta. El jardín de enfrente se compone tan sólo de matorrales pardos y tramos de tierra seca. Las fotos de generaciones junto a la dirección cuentan la historia de las cuatro últimas décadas. En 1965, casi todos los estudiantes eran blancos y vestían saco, corbata y falda larga. Hoy, noventa y dos por ciento del alumnado es hispano. Pantalones cortos, sueltos y caídos, y camisas de mezclilla bien planchadas son la norma.

El alumnado actual refleja la transformación de Phoenix. Esta ciudad fue fundada en 1868 por Jack Swilling, exoficial confederado adicto a la morfina. Swilling llegó a Arizona buscando oro, pero terminó enamorándose de una mexicana. Trinidad Mejia Escalante, de diecisiete años y originaria de Hermosillo, México, visitaba familiares en el sur de Arizona cuando se encontró con Swilling. Su madre no aprobó al soldado drogadicto, pero la joven estaba locamente enamorada y huyó con él.

Poco después de casarse, los Swilling construyeron un canal cerca de Salt River, exigua corriente que bajaba de las oscuras y calcinadas montañas de Mazatzal hasta un amplio valle. Sembraron maíz, sorgo e incluso un viñedo, y descubrieron que la tierra era productiva. El invierno era cálido y el suelo rico. Poco después, el canal Swilling atrajo a otros pobladores, uno de los cuales llamó Phoenix (Fénix) a la nueva comunidad. Esto remitía a los antiguos y arruinados canales de los indios que aún atravesaban el territorio, restos de una civilización perdida que ahora resurgía a raíz del matrimonio de un estadunidense y una mexicana.

En 1870, los primeros inmigrantes anglos de la región pusieron nombres de presidentes estadunidenses a las calles que corrían de este a oeste, y nombres de tribus indias locales a las que corrían de norte a sur. Esto pareció un arreglo digno, dada la historia de la zona. Pero en 1893 el ayuntamiento decidió rebautizar con números las calles norte-sur. Los nuevos nombres contribuyeron, asimismo, a que los inmigrantes anglos sintieran más suya la comarca.

Al desarrollarse la ciudad, los ingresos en impuestos se asignaron, en gran medida, a la infraestructura de los vecindarios anglos. Los vecindarios blancos recibieron tubería, drenaje y calles pavimentadas. Los barrios de los inmigrantes mexicanos no recibieron casi nada. En 1891, la Phoenix Chamber of Commerce publicó un folleto que promovía sus logros. "Aquí no priva ninguno de los trasnochados rasgos semimexicanos de ciudades más antiguas del suroeste, sino que, en medio de un valle de fertilidad espléndida, ha surgido una ciudad vigorosa y próspera de estructuras majestuosas y bellas residencias."

Cuando la segunda guerra mundial dio origen a un auge manufacturero, se abrieron fábricas en West Phoenix, lejos de los idílicos huertos de cítricos y canales de East Phoenix. Para hospedar a los trabajadores, compañías como Goodyear y Alcoa construyeron pequeñas villas cerca de sus fábricas. El alojamiento atrajo a obreros blancos, quienes crearon una comunidad en el área. La Carl Hayden Community High School nació para atender a esa población.

Pero en los años sesenta y setenta, al ampliarse las fábricas y aumentar la contaminación, los obreros blancos en West Phoenix dejaron el área. Se reportaron brotes de leucemia en niños. En muchos casos, las viviendas estaban mal construidas, ya que se les concibió como construcciones temporales. "Quienes pudieron hacerlo, se mudaron al East Side", dice John Jaquemart, historiador de la ciudad crecido en esa época en East Phoenix. "O, al menos, a cualquier otro lugar."

Al mismo tiempo, surgió la explosión demográfica en la región, debido al auge de la agricultura y las industrias de alta tecnología. En 1950, la ciudad tenía 106,818 habitantes, lo que la convertía en la número noventa y nueve en tamaño en Estados Unidos. En los diez años siguientes, su población se cuadruplicó, y aumentó a partir de entonces en cientos de miles de residentes cada década. En 1990, Phoenix tenía ya una población de casi un millón de personas, y era la sexta ciudad más grande de Estados Unidos.

El auge demográfico repercutió en la economía de la región, ya que los nuevos habitantes relativamente acaudalados necesitaban una extensa variedad de servicios, desde jardinería hasta limpieza. El pronunciado aumento de la demanda de mano de obra fue satisfecho, en parte, por los inmigrantes ilegales que llegaban a raudales del otro lado de la frontera, todos ellos necesitados de un sitio donde establecerse. West Phoenix fue la mejor opción. Era barato, estaba cerca del centro y los blancos lo abandonaban debido a potenciales problemas de salud y a las casas temporales y mal construidas con varias décadas de antigüedad.

Los cambios demográficos de la urbe representaron un reto para las autoridades escolares. Una resolución de la Suprema Corte de 1974 prohibió el transporte escolar entre distritos, lo que significó que los blancos de los suburbios podían permanecer en sus escuelas, mientras que a las minorías del centro se les dejaron las instalaciones abandonadas por sus predecesores. No obstante, en 1985 un juez federal ordenó al distrito eliminar la discriminación racial. Ante las pocas opciones las autoridades escolares intentaron atraer estudiantes blancos a la zona. A mediados de los ochenta, Carl Hayden se volvió un centro de atracción especializado en ciencias marinas y programación de computadoras. La idea era más o menos la siguiente: a los blancos les gustan tanto el mar como las computadoras; así, una escuela que ofrezca cursos especializados en esas materias atraerá a gente blanca.


(Continues...)

Excerpted from Los Inventores by Joshua Davis. Copyright © 2014 Joshua Davis. Excerpted by permission of Farrar, Straus and Giroux.
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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Reading Group Guide

In 2004, four Latino teenagers from Carl Hayden Community High School in Phoenix, Arizona, arrived at the University of California, Santa Barbara, to participate in the Marine Advanced Technology Education Robotics Competition. Going up against some of the best collegiate engineers in the country (including an MIT team funded by ExxonMobil), Oscar, Cristian, Luis, and Lorenzo wowed the judges—and raised the stakes in America's immigration debate. Born in Mexico but raised in Arizona, they were undocumented and their team was underfunded, but thanks to the support of two enthusiastic teachers, the kids from the desert managed to build an award-winning underwater robot using scavenged parts. Tracing their journey, including the decade after their high school triumphs, Spare Parts gives voice to a group of young men who proved to be among the most patriotic and talented students in this country—even as the country tried to kick them out.

Timely and thought-provoking, Spare Parts is essential reading about the hotly debated issues we face today. We hope that the following topics will enrich your discussion of this compelling, inspiring story.

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