Cuando a la gente buena le pasan cosas malas

Cuando su hijo fue diagnosticado a los tres años de edad con una enfermedad degenerativa que acortaría su vida en la adolescencia, Harold Kushner se enfrentó a una de las preguntas más angustiantes en la vida: ¿Por qué, Dios? Años más tarde, el rabino Kushner escribió esta contemplación sencilla y elegante de las dudas y temores que surgen cuando una tragedia nos golpea la puerta. Kushner comparte su sabiduría como rabino, como padre, como lector y como ser humano. Con múltiples imitaciones que no han logrado superar este original, Cuando a la gente buena le pasan cosas malas es un clásico que nos ofrece pensamientos claros y consolación en períodos de dolor y tristeza.

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Cuando a la gente buena le pasan cosas malas

Cuando su hijo fue diagnosticado a los tres años de edad con una enfermedad degenerativa que acortaría su vida en la adolescencia, Harold Kushner se enfrentó a una de las preguntas más angustiantes en la vida: ¿Por qué, Dios? Años más tarde, el rabino Kushner escribió esta contemplación sencilla y elegante de las dudas y temores que surgen cuando una tragedia nos golpea la puerta. Kushner comparte su sabiduría como rabino, como padre, como lector y como ser humano. Con múltiples imitaciones que no han logrado superar este original, Cuando a la gente buena le pasan cosas malas es un clásico que nos ofrece pensamientos claros y consolación en períodos de dolor y tristeza.

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Cuando a la gente buena le pasan cosas malas

Cuando a la gente buena le pasan cosas malas

by Harold Kushner
Cuando a la gente buena le pasan cosas malas

Cuando a la gente buena le pasan cosas malas

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Cuando su hijo fue diagnosticado a los tres años de edad con una enfermedad degenerativa que acortaría su vida en la adolescencia, Harold Kushner se enfrentó a una de las preguntas más angustiantes en la vida: ¿Por qué, Dios? Años más tarde, el rabino Kushner escribió esta contemplación sencilla y elegante de las dudas y temores que surgen cuando una tragedia nos golpea la puerta. Kushner comparte su sabiduría como rabino, como padre, como lector y como ser humano. Con múltiples imitaciones que no han logrado superar este original, Cuando a la gente buena le pasan cosas malas es un clásico que nos ofrece pensamientos claros y consolación en períodos de dolor y tristeza.


Product Details

ISBN-13: 9780307275295
Publisher: Knopf Doubleday Publishing Group
Publication date: 04/11/2006
Edition description: Spanish-language Edition
Pages: 176
Sales rank: 132,627
Product dimensions: 5.20(w) x 7.99(h) x 0.47(d)
Language: Spanish

About the Author

Harold S. Kushner es el rabino laureado del Templo Israel en Natick, Massachusetts, donde reside.

Read an Excerpt

Cuando a la gente buena le pasan cosas malas


By Harold S. Kushner

Random House

Harold S. Kushner
All right reserved.

ISBN: 0307275299


Chapter One

Uno

¿Por qué sufren los justos?


Hay una sola pregunta que en realidad importa: ¿por qué a la gente buena le pasan cosas malas? El resto de las disquisiciones teológicas es una mera distracción intelectual, algo así como los crucigramas y pasatiempos del suplemento dominical del periódico, que pueden satisfacer a algunas personas, pero que no tocan ninguno de los pro- blemas existenciales. Toda conversación importante que he mantenido sobre Dios y la religión comenzaba con esta pre- gunta, o giraba en torno a ella. El hombre o la mujer que vuelve del médico con un diagnóstico espantoso, el estudiante universitario argumentándome que no hay Dios, o el desconocido en una reunión social, que al enterarse que soy un rabino, se me acerca con la pregunta: "¿cómo puede creer en...?"--todos tienen en común la preocupación por la injusta distribución del sufrimiento en el mundo.

Las desgracias de la gente buena no son solamente un problema para los que sufren y sus familias. Constituyen un problema para todos los que quieren creer en un mundo justo, honesto, habitable. Cuestionan la bondad, la benevolencia, y aun la propia existencia de Dios.

Yo ejerzo como rabino de unacongregación de seiscientas familias, unas dos mil quinientas personas. Los visito en los hospitales, oficio sus funerales, trato de ayudarles en el trámite doloroso de sus divorcios, en sus fracasos financieros, en su infeliz relación con sus propios hijos. Me siento y escucho lo que tienen que contarme sobre sus maridos o esposas que se están muriendo, sobre sus padres seniles cuya longevidad es más una maldición que una bendición, sobre lo que significa ver a sus seres queridos retorcerse de dolor y sentirse sumidos en la frustración. Y me resulta muy difícil decirles que la vida juega limpio, que Dios da a la gente lo que se merece y necesita. Una y otra vez, he visto a familias e incluso a una comunidad entera unirse para rezar pidiendo la recuperación de una persona enferma, sólo para ver que sus esperanzas eran burladas y sus oraciones desatendidas. He visto enfermar a las personas equivocadas, he visto sufrir daño a los que menos lo merecían, he visto morir a los más jóvenes.

Como cada uno de los lectores de este libro, cuando abro el periódico me resulta difícil creer en la bondad de este mundo: asesinatos sin sentido, bromas fatales, jóvenes muertos en accidentes de tráfico cuando se dirigían a su boda o volvían de la entrega de diplomas de su lico. Sumo estas historias a las tragedias personales que he vivido y tengo que preguntarme si puedo, en buena fe, seguir diciendo a la gente que el mundo es bueno y que hay una especie de Dios amoroso y responsable de todo lo que sucede en el mismo.

No es preciso que se trate de personas excepcionales o muy santas para que nos enfrentemos a esta cuestión. No solemos plantearnos por qué sufren las personas que carecen por completo de egoísmo, personas que nunca han hecho el menor daño a alguien, porque conocemos muy pocas personas de ese estilo. Pero nos preguntamos con frecuencia por qué las personas normales, vecinos encantadores y amistosos, que no son extraordinariamente buenas ni extraordinariamente malas, por qué esas personas tienen que enfrentarse de repente a la agonía del dolor y de la tragedia. Si el mundo jugara limpio, seguro que no se lo merecerían. No son mucho mejores ni mucho peores que la mayor parte de la gente que conocemos. ¿Por qué entonces son sus vidas tan duras? Preguntarnos por qué sufren los justos o por qué a la gente buena le pasan cosas malas, no supone en modo alguno limitar nuestra preocupación al conjunto de mártires, santos y sabios, sino tratar de comprender por qué las personas normales --nosotros y la gente que nos rodea-- tienen que soportar esas cargas tan extraordinarias de dolor y de pena.

Cuando yo era un joven rabino y acababa de comenzar en mi profesión, fui llamado para que tratara de ayudar a una familia que hacía frente a una inesperada y casi insoportable tragedia. Esta pareja de mediana edad tenía una hija única, de 19 años, que empezaba la universidad. Una mañana, mientras desayunaban tranquilamente, recibieron la llamada telefónica de la enfermera de la universidad:

--Tenemos malas noticias para ustedes. Su hija sufrió un colapso caminando hacia la clase esta mañana. Parece que se le reventó una vena en el cerebro. Murió antes de que pudiéramos hacer nada. Lo lamentamos profundamente.

Confusos y desorientados, preguntaron a un vecino qué podían hacer. El vecino llamó a la sinagoga y yo fui a visitarles el mismo día. Llegué a la casa y me acerqué a ellos con la zozobra de no saber qué decirles o hacer para aliviarles el dolor. Había previsto enfrentarme a un estado traumático, de angustia, de dolor y lamentos pero no esperaba que la primera frase que me dijeran fuera:

--Sabe, rabí, no ayunamos el último Yom Kippur*.

¿Por qué me dijeron eso? ¿Por qué esa tendencia a suponer que fueran responsables por la tragedia? ¿Quién les enseñó a creer en un Dios tan cruel que castigaría a una joven bella e inteligente por la mera infracción de un rito por parte de un tercero?

Una de las maneras que ha tenido la gente de encontrar un sentido al sufrimiento del mundo en cada generación ha sido figurándose que merecemos lo que recibimos, que de algún modo nuestras desgracias provienen de castigos a nuestros pecados:

Decid al justo que le irá bien, porque comerá de los frutos de sus manos. ¡Ay del impío! Mal le irá, porque según las obras de sus manos le será pagado. (Isaías 3:10--11)

*El Yom Kippur (Día del Gran Perdón), es la más importante de las festividades judías. Es una fiesta de arrepentimiento, ayuno y oración. (Nota del Traductor).

Y Er, el primogénito de Judá, fue malo ante los ojos de Jehová, y le quitó Jehová la vida. (Génesis 38:7)

Ninguna adversidad acontecerá al justo; Mas los impíos serán colmados de males. (Proverbios 12:21)

Recapacita ahora; ¿qué inocente se ha perdido? Y ¿en dónde han sido destruidos los rectos? (Job 4:7)

Ésta es una actitud con la que nos encontraremos más adelante en el libro cuando discutamos la cuestión general de la culpa. Resulta tentador creer que a la gente, a los otros, le pasan cosas malas porque Dios es un juez recto que da lo que cada uno merece. Creyendo esto, nuestro mundo sigue siendo comprensible y ordenado. Así damos a la gente la mejor razón posible para ser buenos y evitar el pecado. Y creyendo esto, mantenemos una imagen de un Dios lleno de amor y todopoderoso, que mantiene todo bajo control. Dada la realidad de la naturaleza humana, dado el hecho de que ninguno de nosotros es perfecto y que cada uno puede, sin demasiada dificultad, pensar en acciones cometidas que no debería haber hecho, siempre podemos encontrar argumentos para justificar las desgracias que nos pasan. Pero, ¿aporta algún consuelo dicha respuesta? ¿Es religiosamente adecuada?

La pareja a la que traté de consolar, los padres que perdieron a su única hija, de 19 años, de forma inesperada, no eran personas muy religiosas. No eran miembros activos de la sinagoga y ni siquiera habían ayunado en Yom Kippur, una tradición que mantienen incluso muchos judíos que no observan los preceptos. Pero al ser acosados por la tragedia, volvieron a la creencia básica de que Dios castiga a los hombres por sus pecados. Sentían que su desgracia era efecto de una falta cometida por ellos mismos, que si hubieran sido menos perezosos y soberbios y hubieran ayunado seis meses antes en el Día del Perdón, su hija estaría viva. Estaban allí, enojados con Dios por haberse cobrado su deuda con tanto rigor, pero se resistían a admitir su enojo por temor a que pudiera volver a castigarles. La vida les había doblegado pero la religión no podía consolarles, sino que les hacía sentirse aún peor.

La idea de que Dios da a los hombres lo que se merecen, de que nuestras faltas ocasionan nuestras propias desgracias, es una solución atractiva y adecuada a varios niveles, pero posee serias limitaciones. Como ya hemos dicho, enseña a la gente a autoculparse. Lleva a que la gente odie a Dios, aunque para ello sea preciso que se odie a sí misma. Y lo más molesto de todo es que no se ajusta a los hechos.

Si viviéramos en otra época, y no en la era de las comunicaciones de masas, podríamos creer en esa tesis, como antaño lo creía mucha gente inteligente. Era más fácil creer en esa manera de ver las cosas. Bastaba con ignorar los pocos casos de desgracias que habían tenido lugar en la vida de la gente buena. Sin periódicos y sin televisión, sin libros de historia, podía uno abstenerse de la muerte circunstancial de un niño o de un vecino digno. Conocemos demasiado acerca del mundo como para poder hacer eso hoy. ¿Cómo puede alguien que ha oído hablar de Auschwitz o de My Lai, o que ha recorrido los pasillos de un hospital o de un asilo, plantear como respuesta a la pregunta en torno al sufrimiento en el mundo, la célebre cita de Isaías: "Dile al justo que nada malo le ocurrirá"? Para creer en esto hoy, una persona debe negar los hechos que la acosan por todos los lados o definir lo que es un hombre justo de modo que pueda acomodarse a los hechos ineludibles. Tendríamos que llegar a definir como hombre justo a alguien que vive largos años y bien sin importar si fue o no honesto y bondadoso, mientras que un hombre ímprobo sería aquel que sufre, aunque su vida pudiera ser ejemplar en otro sentido.

Una historia real: un niño de 11 años, conocido mío, tuvo que pasar un examen rutinario de ojos en la escuela y le encontraron suficientemente corto de vista como para usar lentes. No debería haber sido una sorpresa para nadie. Sus padres y su hermano usaban lentes. Pero, por alguna razón, el niño quedó muy alterado con el diagnóstico y la perspectiva de usar lentes. Fue víctima de la depresión y no se lo contó a nadie. Una noche que su madre le llevó a la cama para darle las buenas noches, el asunto salió a la luz. Una semana antes del examen óptico, había estado hojeando una revista Playboy con algunos amigos. Con la sensación de que estaban haciendo algo asqueroso, se quedaron varios minutos mirando las fotos de mujeres desnudas. Cuando, unos días después, se examinó la vista del niño y le obligaron a llevar lentes, llegó a la conclusión de que Dios había comenzado a castigarle y dejarle ciego por mirar dichas fotos.

A veces queremos encontrar un sentido a las pruebas de la vida diciéndonos que la gente recibe lo que merece, pero sólo con el curso del tiempo. En un momento determinado, la vida puede parecer injusta y castigar a alguien inocente. Pero si esperamos lo suficiente descubriremos la justicia del Plan Divino.

En ese sentido, el Salmo 92 ensalza a Dios por el mundo maravilloso y justo que nos ha entregado, y critica a la gente boba que encuentra imperfecciones porque es impaciente y no da a Dios el tiempo necesario para que vuelva notoria la vigencia de su justicia.

¡Cuán grandes son tus obras, oh Jehová!
Muy profundos son tus pensamientos.
El hombre necio no sabe,
Y el insensato no entiende esto.
Cuando brotan los impíos como la hierba,
Y florecen todos los que hacen iniquidad,
Es para ser destruidos eternamente...
El justo florecerá como la palmera;
Crecerá como cedro en el Líbano...
Para anunciar que Jehová mi fortaleza es recto,
Y que en él no hay injusticia.
(Salmo 92:5--7, 12, 15)

El salmista quiere explicar el mal aparente en el mundo sin comprometer la justicia y la rectitud de Dios. Y lo hace comparando a los malvados con el pasto y a los justos con palmeras o cedros. Si se planta hierba y palmeras, la hierba crece primero. De tal modo, los que no saben nada pueden pensar que la hierba crece más alto y fuerte que la palmera, ya que crece más rápido. Pero el observador experimentado sabe que el crecimiento rápido de la hierba es efímero, puesto que se debilitará y morirá en pocos meses, mientras que el árbol crecerá lentamente pero llegará a ser alto, erguido y durará más de una generación.

Del mismo modo, el salmista sugiere que la gente torpe e impaciente compara la prosperidad de los pecadores y el sufrimiento de los virtuosos y llega a la conclusión precipitada de que vale la pena ser deshonesto. Si observaran durante más tiempo, descubrirían que a los deshonestos les pasa lo mismo que a la hierba mientras la prosperidad de los justos es lenta pero segura, así como el cedro y la palmera.

Si me encontrara con el autor del Salmo 92, ante todo le felicitaría por haber compuesto una obra maestra de li- teratura devocional o apologética. Le agradecería que haya dicho algo importante y significativo sobre el mundo en el que vivimos, donde ser deshonesto y falto de escrúpulos permite frutos prematuros pero donde a la larga adviene la justicia. Como escribiera el rabino Milton Steinberg en su libro Anatomía de la fe: "Considere las pautas de los asuntos humanos: cómo la falsedad, careciendo de base, no se sostiene más que precariamente; cómo la maldad tiende a destruirse a sí misma; cómo cada tiranía atrae su propio fin. Compárese a la solidez y continuidad de la virtud y de la verdad. ¿Sería tan agudo el contraste de no haber en la naturaleza de las cosas algo que nos induce a la virtud y nos desalienta a seguir el mal camino?"

Debo señalar que hay mucho de deseos de que las cosas sean así en esta teología de Steinberg.

Continues...


Excerpted from Cuando a la gente buena le pasan cosas malas by Harold S. Kushner Excerpted by permission.
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