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Overview

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Product Details

BN ID: 2940169858334
Publisher: Harlequin Love Inspired
Publication date: 09/25/2017
Edition description: Unabridged
Sales rank: 974,040

Read an Excerpt

Dalia y los perros


By Alonso Cueto

Barcelona Digital Editions, S.L.

Copyright © 2002 Alonso Cueto
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4804-9151-9


CHAPTER 1

Mi biografía es, como la de casi cualquier hombre, una suma de incidentes desconectados y banales. No hay un centro ni un propósito ni una pasión que hilvane los episodios a lo largo de mis cuarenta años. En cierto modo, he aprovechado las oportunidades que he encontrado, en vez de buscarlas. Mi matrimonio ha sido el evento más memorable, lo que no es mucho decir. Pero incluso ese evento me fue dado, hasta que busqué que mi esposa lo anulara. Mi matrimonio, un dato funerario: fecha de boda, guión, fecha de separación. Era de esperarse en un tipo tan aislado y extraño como yo.

La convivencia —administrar un conjunto de rutinas tomando en cuenta los deseos, necesidades y caprichos de otra persona— me parece una hazaña. Me aterra del matrimonio el hecho de que se convierte en una oficina de trámites donde la pareja se habitúa a despachar expedientes todos los días: los horarios, las cuentas de la casa, las salidas con amigos comunes, las visitas familiares, el sexo periódico. Puesto que es imprescindible fingir y representar, los simulacros de toda convivencia requieren de esfuerzos sobrehumanos. No tengo fuerzas para intentarlo otra vez. Pero, por algún motivo, hace poco quise volver con mi exesposa, Roxana.

Fuera de mi matrimonio, mi vida ha sido una sucesión de incidentes secundarios. No he tenido ningún impulso o proyecto personal que me involucre, o al menos así pensaba yo hasta hace un tiempo.

He sido un vividor en el sentido más puro de esa mala palabra. Los bares, las discotecas, los viajes, las mujeres, los amigos, puertas que se abrían todas las noches. Las obligaciones de la decencia, del orden, incluso las sugerencias que el cuerpo nos hace para sobrevivir, me parecían artificiales y frustrantes. Aún en los tiempos de mi matrimonio, buena parte de mis horas estaban consagradas a las noches de bares y reuniones con mis amigos. Salía dos o tres noches por semana. Iba a los bares como a las nueve. Tomaba una copa, escuchaba música y buscaba conversación. Salía de allí a las once o doce, generalmente bien acompañado y con la espalda marcada por caras de envidia.

A lo largo de mi juventud perdí el tiempo y me gané la vida en trabajos circunstanciales. Una época estuve en un banco organizando actividades culturales. Llamaba a profesores para que dieran charlas, organizaba exposiciones de pintura, asumía antologías de poesía dispuestas por algún académico que tenía siempre a mano. Era un trabajo fácil y me daba mi prestigio ante los otros y yo me detestaba mirándome pero me embolsaba mi sueldo y salía de la oficina y me iba al cine.

Ahora hago algo distinto que quizá es lo mismo. Opero de redactor en una revista deportiva, la rama de un canal de televisión. No niego que el periodismo (en especial el periodismo deportivo) es una forma entretenida de pasar por la vida, en este caso acercarse a la única actividad que mantiene un sentido épico. Me gusta ver a los futbolistas, su astucia de animales rápidos. A veces me emociona la batalla con reglas que puede ser un partido de fútbol.

A diferencia del trabajo, la paga es humillante. A veces el sueldo de una quincena dura dos noches en el bar. Pero yo no busco el dinero. No vivo de eso. Mis aficiones de soltero ordeñan en realidad una pensión familiar, los intereses de la herencia de mis difuntos padres. Eso me permite comer bien y salir algunas noches y en suma ser feliz excepto que ...

* * *

Pocos sitios, muchas mujeres, varios amigos. La revista. Mi apartamento en la avenida Pardo. Los bares a los que voy, en especial el Whisky Jazz. Las escalas del viaje en círculos de mi vida.

El Whisky Jazz es un sótano en forma de manzana: luces celestes, paredes negras, una catedral de botellas; la pianola, los tambores y el bajo en el estrado. El local queda en la esquina de mi casa. Voy allí por comodidad.

En realidad, me he hecho un adicto al Whisky Jazz. Uno peregrina a ciertos lugares que detesta, se integra a sus paredes y sus decorados, convierte sus formas y colores en una geografía espiritual. El sitio me repugna y creo que por eso me siento bien allí.

El Whisky Jazz, tengo que describirlo otra vez. Un salón iluminado y ruinoso. Luces multicolores que iluminan mesas exhaustas. Sillas parchadas, aspas de ventiladores. Las losetas del piso, atravesadas de rajaduras y montículos, la superficie de la luna. Una cinta metálica, en realidad una cartulina pintada, emerge de la puerta del local, cruza la pared, y fallece moteada de huecos en el escenario.

Es así. Apenas uno entra al Whisky Jazz, se siente degradado. Alguna vez he pensado que el polvo inmóvil del local torna automáticamente mediocres y viles a las personas que lo respiran. Los movimientos de la genteentre sus reflectores parecen más lentos que los de quienes viven afuera. Un grupo escaso pero constante de parejas llega todas las noches allí a bailar, a besarse, a beber, en suma a esconderse. Hombres de treinta o cuarenta años con camisas fosforescentes, mujeres con la piel inflamada de polvos en los doscientos metros cuadrados de la sala. Por lo general todos los parroquianos son sobrevivientes de unos sueldos discretos pero de vez en cuando también aparece algún cincuentón bien decorado con un terno y corbata y reloj brilloso y varios dedos ensortijados, en una cita clandestina, siempre con una chica treinta años menor. Toda la gente que se congrega entre esas paredes negras parece un festival de cadáveres soñolientos invitados a su morgue, un montón de fantasmas casuales brindando en voz baja.

Apenas me veían entrar, dos mozos del Whisky Jazz se disputaban sentarme en sus mesas. Me acostumbré a los rostros de ambos estirados en una máscara de cortesía. Eran muy parecidos, estaban como hermanados por su apariencia: bajos, de nariz ancha, pelo corto a modo de casco, chaleco blanco, los brazos gruesos y enérgicos señalando un asiento, la voz atenta: ¿se sirve, señor Lalo?, ¿otro vodkita?, ¿o se toma un whisky?, ¿un etiqueta negra le traigo? Aunque a veces me abrumaban, sentía buena voluntad por ellos. Nunca les dejaba menos de diez dólares de propina. Al salir del local, aún los escuchaba: «Buenas noches, señor Lalo. Gracias, señor».

El grupo de los músicos también era singular. Un pianista de cara alargada, que tocaba con parsimonia; un trompetista gordo y joven que resoplaba con esfuerzo, iluminado por el sudor; un baterista esmirriado discurriendo con sus golpes al fondo, envuelto en su melancolía de ojos cerrados. Los viernes y sábados, como a las diez, los tres subían al estrado con sus instrumentos al hombro. Allí organizaban sus sillas, sus parlantes y sus atriles, y se presentaban ante el «distinguido auditorio que esta noche nos acompaña». Durante hora y media sus voces intoxicaban alegremente el aire. Los boleros y baladas tenían un efecto positivo para el consumo. Hacían a los parroquianos apurar los vasos.

Los músicos llegaban al local con la garganta ronca, solo para agregar un par de billetes a los que ya habían acumulado tras la ventanilla de un banco o frente a un escritorio. A veces, uno de ellos se acercaba a tomar una copa en la barra.

Cerca de la puerta de entrada del Whisky Jazz quedaba la oficina de Tato, el administrador. Tato es un cincuentón diseñado a imagen y semejanza de su local: la cabeza cuadrada, el pelo domesticado por la gomina, la frente carnosa deshonrada por una cicatriz en forma de «U». Sonríe con frecuencia pero rara vez habla. Economiza las palabras porque le parece que alguna lo puede traicionar, revelando su identidad. Es astuto, inescrupuloso y trabajador. Está al tanto de todo desde sus ojos grises que parecen ranuras esculpidas con una euforia malévola. A diferencia de los rostros planos y derrotados de sus camareros, el de Tato es una estructura de jerarquías. Su nariz brota pletórica, como un cuerno invertido, y al llegar a la punta se enfila ligeramente hacia abajo, eclipsando su mentón. Sus pestañas cortas parecen sometidos por unas mejillas carnosas que sobresalen como bultos. Tiene una cabeza enorme, dura, como si alguien la hubiera atornillado furiosamente en sus hombros; sus dedos gruesos, de nudillos macizos, parecen hechos para dar puñetazos y para contar billetes.

Tato es un triunfador. Le roba metódicamente al dueño del local pero en las reuniones que tiene con él, nunca deja de contarle chistes que siempre lo hacen reír. Maneja un pequeño prostíbulo en el edificio de al lado. Alguna vez ha ofrecido mandarme mujeres pero yo siempre le contesto lo mismo: «Una noche conmigo y cualquiera de tus mujeres me entrega todos sus ahorros y se viene a vivir conmigo, compadre». Me daba risa decirle eso. Y vergüenza.

* * *

Fue en la barra del Whisky Jazz donde conocí al personaje de esta historia. Ahora que recuerdo la cara, la expresión serena y vagamente distraída, sentada en una banca, con las piernas en forma de tijera, la falda corta y el traje plateado, el vaso de vodka entre las uñas, me pregunto otra vez si puedo describirla y contar lo que pasó.

Tenía un cuerpo sólido de piernas largas que formaban una sola curva, y labios delgados y tristes. Sus párpados nocturnos alzaban ojos que miraban a lo lejos, como exonerados de sus inmediaciones. El pelo le caía con una violencia de lineas rectas, terminados en agujas negras sobre el traje. La larga línea de su cintura estaba desmentida por las ondulaciones de las columnas de tela. Me alejé un poco de la barra para mirarla sin disimulo. Le calculé treinta y cinco años y se me ocurrió pensar en el sabio esplendor de esa edad, cuando el cuerpo aún mantiene la energía y el control, y a la vez ya ha adquirido un repertorio de estrategias diseminadas. Se llevaba el cigarrillo a la boca de vez en cuando. Tenía una mirada a la vez concentrada y distante, como la de un gato. La primera vez que desvió un brillo paralelo en mi dirección, sentí que todo en ella me esperaba.

Me acerqué con una frase cualquiera y una sonrisa, «¿Qué tomas?» o «¿Qué tal está tu trago?" o, «Perdón, ¿no te he visto antes?», una frase dicha con la programada naturalidad de otras veces. Son las contraseñas normales, la lanza y el escudo de un caballero, una audacia protegida por la sonrisa y los modales. Lo que cuenta en esos casos es el contacto, una mano sobre la barra que se convierte en un mensaje.

La mujer me dijo que había vivido en varias ciudades: Praga, Munich, Berlín. Se refirió a un pueblo en Republica Checa: árboles, prados, y casas de techos a dos aguas, un castillo, un valle verde cortado por un río. La verdad es que mi interés crecía con cada confesión. Mientras más la escuchaba, yo parecía saber menos de ella. De pronto miró hacia otro lado, como si dejara de prestarme atención. Hubo un silencio.

Ella reanudó la conversación. Hablaba con un castellano retardado, que abría las vocales y dilataba las «eses» y las «enes». Parecía gozar de su extraña, inubicable pronunciación.

Había venido a este país para hacer un trabajo, me dijo, y luego se iba. Me habló de su infancia. Su padre había desaparecido de la casa, su madre se había dedicado a trabajar el doble para mantener a las hijas. Ella y su hermana pasaban mucho tiempo solas. «Pero una se acostumbra a todo», susurró antes de beber un nuevo sorbo.

Sacó un cigarrillo que le encendí sin apuro. Fumamos. Los boleros de la orquesta parecían más afinados que de costumbre. Ella volteó a escuchar la música. Dio un nuevo sorbo. Todo en sus movimientos parecía natural y sincronizado, excepto la manera como manipulaba el cigarrillo. Echaba ceniza con golpes rápidos. Lo movía como una varita, rápidamente del cenicero a la boca y al cenicero.

Hubo un intercambio de sonrisas y una pausa.

—¿Te gustan las pastas? —dije.

—Claro.

—Vamos a comer a un sitio aquí cerca. Te invito.

No me contestó. Apagó el cigarrillo y pidió la cuenta mientras exhalaba un suspiro de humo.

* * *

Los tallarines con albóndigas es mi plato preferido. La integración de la suavidad firme de los fideos y la dureza blanda de las bolas de la carne, es un ejemplo exitoso de la mezcla armónica de los contrarios (para mí el principio del arte de la cocina, ¿qué te parece?).

—La verdad, me parece una estupidez —dijo ella tomando de su vaso de vino.

Me sorprendí pero disimulé al máximo.

—¿Por qué? —fingí.

—Porque todos las pastas son ricas, hombre. No digas tonterías.

—Bueno, a mí me parece que los tallarines con albóndigas es la mejor mezcla, pues.

—¿Un poco más de vino? —preguntó, alzando la botella.

Ella había pedido una corvina con una ensalada de lechuga, tomate y palta. Era normal que las mujeres pidieran ensaladas en mi presencia. Yo lo tomaba como una coquetería de su parte.

—¿Te gusta el cine? —dijo.

—Sí, claro. ¿A ti?

—Sí, pero solo veo películas viejas. Las películas de Ingrid Bergman y Audrey Hepburn y Carole Lombard. No me gustan las de ahora.

—¿Por qué?

—Porque el amor parece un juego de niños ahora. O una calistenia sexual. Ningún adulto se enamora de verdad en las películas. Todos los amores quedan a medias. Y los personajes de ahora son unos neuróticos o unos imbéciles. No sé.

—Sí, tienes razón —le mentí.

Después de los postres (ella apenas una ensalada de frutas), ambos estrellamos nuestras copas de vino en un brindis.

—¿Un brindis? ¿Por qué? —comentó.

—Por ti.

Ella miraba hacia un punto distante.

—Una vez una persona me hizo mucho daño, sabes —dijo de pronto.

—¿Y?

—Nada. Fue hace tiempo.

El mozo preguntó si nos servíamos una copita de anís o de Cointreau. «También tenemos Amaretto, señor, si lo desea.»

Cuando se lo propuse, de la manera más caballerosa posible, sonrió.

—Vamos a mi casa —dijo.

* * *

Su casa quedaba en una calle de postes seguidos, cerca de la Avenida Aviación. Era un barrio típico de San Borja: techos bajos, fachadas moradas y azules, jardines cortos, rejas en las ventanas, tanques de agua, muros coronados de alambres. Abrió una puerta de rejas, y entramos por un camino. A nuestra derecha, esto iba a verlo claramente después, había una enredadera de jazmines, una ventana con cuadrados de fierros, una franja de geranios y un pequeño árbol.

Empujó la puerta de la casa. De pronto me encontraba en un espacio enorme. A mi alrededor había paredes altas y vacías, en una penumbra.

Recuerdo haber pensado que el lugar era demasiado grande para una sola persona.

Me llevó hacia la izquierda. Pasamos junto a unas escaleras. No había cuadros, ni muebles, ni alfombra. Parecía una casa en alquiler o a la venta.

Vi una mesa grande de comedor. Detrás de unos ventanales cruzados de fierros había un patio grande, salpicado de flores con tallos largos como brazos.

Entramos a la cocina. En la oscuridad, se veía una superficie de fórmica.

Abrió el frigidaire. Una franja plateada la iluminó de perfil. Parecía un espectro moviendo los envases, haciendo sonar los vidrios de las botellas, buscando algo que por fin sacó del fondo: una botella de un líquido color cereza.

Me sirvió. El líquido tenía un sabor agridulce.

Regresamos por la sala, pasamos frente a la puerta y entramos a un dormitorio rectangular. Tenía una ventana que daba al jardín y un baño. Había una cama de dos plazas.

Nos besamos y nos quitamos la ropa.

Me arrodillé sobre el colchón para recibirla. Sentí las puntas de su pelo enredándose en mi pecho, luego la suave caída de sus brazos.

Tuve una sensación curiosa. Que en medio de sus caricias, quería hacerme daño. Dijo unas palabras que yo supuse eran de placer. ¿En qué idioma hablaba?

* * *

Tengo la costumbre de quitarme el reloj cuando hago el amor. Puede sonar absurdo pero pienso que la correa en la muñeca me incomoda la erección. Además, con el reloj en la mesa de noche puedo hacer el ademán de ver la hora con disimulo. Basta un movimiento solapado hacia arriba y hacia el costado, como estirando los músculos.

Eran casi las dos cuando decidí dejarla. No es que me preocupara la hora.

La secuencia que había empezado al extremo de la barra del Whisky Jazz, estaba llegando a su fin con toda normalidad. Tenía una sensación simultánea de plenitud y de hartazgo.

Me paré y la vi: el pecho rociado por las barras paralelas, la hilera de costillas, las pantorrillas dibujadas contra el colchón. Su cuerpo ocurría como a una gran distancia. Mientras me vestía le sugerí vernos otra noche. «Podemos ir al cine —le dije—, a la filmoteca a ver una película de las de antes.»


(Continues...)

Excerpted from Dalia y los perros by Alonso Cueto. Copyright © 2002 Alonso Cueto. Excerpted by permission of Barcelona Digital Editions, S.L..
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