LA VIDA QUE reconocemos como singularmente propia comienza con nuestro primer recuerdo. Seguramente este recuerdo no es casual. Tiene que haber una razón para que nuestras mentes, muchos años después, recuperen este momento particular y nos lo presenten como la escena inicial de nuestras vidas. Constituye el punto de referencia desde el que medimos todo lo demás.Este es mi primer recuerdo.
Tengo cuatro o cinco años. Mi padre juega segunda base de un equipo de béisbol semiprofesional en el pueblo de Utuado. Lo llamo Pai, una versión corta de Papi. Su estatura es más bien pequeña comparada con la de los otros jugadores, pero para mí es como un gigante. Usa ropa de superhéroes como los que veo en mis libros de historietas ilustradas: camisa apretada y pantalones que muestran sus músculos. Usa zapatos especiales que dejan marcas en el terreno cuando camina. Sus brazos y hombros parecen capaces de arrancar una palma de raíz. Su cara es tan dura como los ladrillos que sostienen nuestra casa.
Estoy en el banco de los jugadores. Estoy seguro de que es la primera vez que Pai me deja estar con él y los otros hombres. Me gusta cómo huelen los hombres en el banco. Muy diferente de Mai —mi madre— que huele a jabón y a aceite de cocinar. Es incluso diferente del olor rancio y metálico que trae Pai de la fábrica. Los hombres en el banco huelen a hierba, a Winston y a sudor. Me gusta también cómo hablan unos con otros, como si todo fuera un chiste, y me gusta cómo se ponen serios cuando se calzan el casco en la cabeza y sacan un bate del estante al final del banco.
Estoy agarrado de la cerca de alambre que separa el banco de los jugadores del terreno, mirándolo todo. El juego está extendiéndose a la décima entrada. Los hombres han dejado de hacer chistes. Todos están exhaustos y enojados.
Pai escoge un bate. Es su turno.
—Voy a batear un jonrón hacia el jardín izquierdo —dice—. Y nos vamos, cada uno a su casa. Estoy cansado de este juego.
Miro hacia el jardín izquierdo. La cerca parece estar a un millón de millas de distancia.
—No, no —dice uno de los hombres—. ¡Batea por la derecha! Es más corto el tramo.
La cerca del jardín derecho está más cerca. Hasta yo puedo verla.
—Me está lanzando afuera —dice mi padre—. Tengo que batear por la izquierda.
Se acerca al plato y escarba con los pies en el cajón de bateo. Oigo al público aplaudiendo y gritando el nombre de mi padre, que es también el mío: “¡Bengie! ¡Vamos, Bengie!” El lanzador hace sus movimientos y lanza. Pai le hace swing.
La pelota navega hacia el jardín izquierdo. Sigue elevándose. El jardinero izquierdo corre hacia atrás. La pelota comienza a caer mientras el jardinero izquierdo acelera. Estira el brazo y tal parece que va a atrapar la pelota. Entonces la ve golpear el borde de la cerca y caer del otro lado.
Un jonrón.
Veo a Pai corriendo las bases con una enorme sonrisa en el rostro. Los hombres corren del banco hacia el home para recibirlo. Van gritando y saltando. Yo corro con ellos, también gritando y saltando.
—¡Agárrenlo! ¡Que alguien lo agarre! —oigo a Mai gritando desde las gradas refiriéndose a mí, horrorizada de que me atropellen.
Pai atraviesa el plato y, en medio de la celebración, grita: ¿Dónde está? Finalmente me ve y se le ilumina el rostro. Me alza en sus brazos y de un tirón me encarama sobre sus anchos hombros. Oigo a la gente coreando: “¡Bengie!, ¡Bengie!” Pienso que los hurras son para mí. Siento los hombros de Pai bajo mis piernas. Me agarra por los tobillos con una fuerte mano de obrero. Los hombres lo abrazan a él y a mí, a sus hombros y mis piernas.
Somos como una sola persona.
Un solo gran pelotero.
Estoy muy contento. Quisiera quedarme allí para siempre.
Esa es la primera escena de mi vida. Un estadio de béisbol. Un banco de jugadores. Y mi padre.
No sé si alguien es capaz de decidir el curso de su vida a la edad de cuatro o cinco años. Pero creo que yo lo hice. Quería vestir esos uniformes. Jugar en un terreno como ése. Saber lo que esos hombres sabían. Quería oír a Pai hablar conmigo como lo hacía con ellos.
Oí historias de que Pai había soñado con llegar a las Grandes Ligas. En su tiempo, había sido un gran jugador de béisbol. Uno de los mejores en Puerto Rico. Famoso incluso. La gente contaba que jugaba segunda base como un alacrán, moviéndose de un lado a otro en un pestañar. Contaban que agarraba el bate en una posición tan alta que uno pensaba que el extremo del bate le golpearía el estómago cuando bateara, y cómo aun con este agarre bateaba jonrones. Nuestra casa estaba llena de sus trofeos.
Todos pensaban que llegaría a las Grandes Ligas como Roberto Clemente, el héroe nacional de Puerto Rico. Pero nunca llegó. Ni siquiera llegó a las ligas menores.
Lo que hizo fue pasarse casi cuarenta años trabajando en una fábrica.
No recuerdo exactamente cuando, pero yo decidí llegar a las Grandes Ligas. Como el hijo mayor que llevaba su mismo nombre, yo haría realidad el sueño de Pai. Con mi triunfo, yo borraría su fracaso.
Yo era un niño, con pensamientos mágicos propios de un niño. No sabía que millones de niños sueñan con llegar a las Grandes Ligas y casi nadie lo logra. Piensa cuántos de tus amigos de la infancia llegaron a vestir un uniforme de Grandes Ligas. Probablemente ninguno. Las probabilidades de llegar son astronómicas.
Y mis probabilidades resultaron ser particularmente escasas. Yo no era un atleta natural como mi padre. Él era puro y flexible y estaba lleno de confianza en sí mismo. Mientras que yo tenía un talento natural mínimo; apenas una caja de piezas que necesitaban armarse. Tampoco era fuerte como Pai. Era pequeño, flaco y, al menos en esa época, carecía de sus agallas. Cualquier crítica me molestaba.
Así y todo, seguí imaginando que un día Pai se lanzaría al campo de algún estadio de Grandes Ligas después de yo batear un jonrón que ganara el juego. En mi mente, sería un momento en home muy parecido al día en que Pai me alzó y me encaramó sobre sus hombros. Un pelotero grande. Me pasé la vida tratando de captar otra vez ese momento, la perfecta conexión con mi padre. Era lo que me impulsaba.
Quizá sea la necesidad que cada hijo tiene de ganarse el respeto de su padre. Para mí, creo que era más que eso. Mi padre era el mejor hombre que yo conocía. A veces no me parecía real. Era algo más. Pregúntenle a cualquiera en el barrio. Le dirán muchísimas cosas sobre lo que él era en un terreno de béisbol.
Le dirán también que tenía tres hijos. Y que él les enseñó a esos hijos todo lo que sabía de béisbol.
Le dirán que José, Yadier y yo, los tres, fuimos receptores.
Y que contra toda lógica, los tres llegamos a las Grandes Ligas.
Y que contra una lógica aún mayor —nunca tres hermanos han logrado esto en la historia del béisbol— cada uno de los hijos de Benjamín ganó dos anillos de Serie Mundial.
También le dirán que nuestro padre era un mejor pelotero que cualquiera de nosotros tres.
Cada vecino del barrio tiene una historia que contar acerca de Benjamín Molina Santana.
Ahora les contaré la mía.
Y comenzaré con el final.
Mi padre murió a la edad de cincuenta y ocho años en el terreno de béisbol junto a las matas de tamarindo frente a nuestra casa. Ese era su terreno. Medía la distancia de una base a otra y las alineaba con puñados de cal blanca que sacaba de una bolsa que mantenía en el estacionamiento de su automóvil. Rastrillaba la tierra del diamante. Echaba arena en los charcos de fango cuando llovía.
Mis hermanos y yo crecimos en ese terreno. Nuestras vidas están enmarcadas por las líneas entre las bases. Hasta años después yo era capaz de caminar cada pulgada de ese terreno en la oscuridad y saber exactamente en qué punto estaba. Sabía cuántos pasos había desde el borde del terreno hasta el poste de luz en el jardín izquierdo, que si uno se descuidaba podía frenar dolorosa y súbitamente una corrida para atrapar un batazo elevado. Sabía cómo deslizarme en home asegurándome de no lastimarme las piernas con las puntas expuestas de la cerca detrás del home.
La historia de mi padre es, en muchas maneras, la historia del béisbol puertorriqueño. Nuestros mejores jugadores surgieron de terrenos surcados donde se había cultivado caña de azúcar. Fabricaban bates con ramas de árbol y en su niñez habían usado bolsas de papel en lugar de guantes. Agudizaban la vista bateando semillas secas. Escuchaban en la radio las trasmisiones de los juegos de Grandes Ligas y la mención de Hiram Bithorn y El Divino Loco y Roberto Clemente.
El amor de mi padre por el béisbol creció también de esas raíces profundas. Nuestro amor por el juego creció del suyo. Pero para nosotros el béisbol era mucho más que un juego, aunque no comprendí esto hasta algún tiempo después. El béisbol era el medio que utilizaba mi callado, tímido y macho padre para demostrarnos lo profundo que era su amor hacia nosotros.
Si alguien hubiera tropezado con el funeral de mi padre en el pequeñísimo pueblo de Kuilan, habría pensado que había muerto un gobernador, no el obrero de una fábrica. Miles de personas acudieron. Se clausuraron calles. Las demostraciones de afecto y duelo y respeto ese día fueron lo más increíble que yo he visto en mi vida.
Después del funeral, cuando los amigos de mi padre recordaban su extraordinario talento, me contaron sus aspiraciones de Grandes Ligas y la impactante decisión que había tomado, algo que ni Mai ni él nos había contado a mis hermanos y a mí. Me di cuenta entonces que no conocía a mi padre. Al menos, no lo conocía más allá del hecho de que era mi padre. En el funeral y durante muchos meses y años más tarde, hablé con mis tías y tíos, con sus viejos compañeros de equipo, con los jóvenes que entrenaba y con sus compañeros de la fábrica donde trabajó durante más de treinta años.
Supe entonces lo que le había impedido jugar en Estados Unidos. Supe lo que realmente nos había estado enseñando a mis hermanos y a mí todas esas horas y años en el terreno de béisbol. Y finalmente comprendí que haber logrado que sus tres hijos jugaran en las Grandes Ligas fue el menor de los legados de mi padre.
En una de mis visitas a Puerto Rico después de la muerte de Pai, su amigo Vitín me dijo que a él le habían asignado la tarea de recoger las pertenencias del cuerpo de mi padre en el hospital. En los bolsillos encontró tres cosas.
Un reglamento de las Pequeñas Ligas.
Una cinta de medir.
Y un boleto de la lotería.
No lo sabía entonces, pero estas cosas se convertirían en mi guía para contarles la historia del pobre obrero de fábrica responsable por la más improbable dinastía del béisbol.