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El misterio de los hermanos siameses
By Ellery Queen, Ignacio Ballesteros, Miguel Giménez Sales Barcelona Digital Editions, S.L.
Copyright © 1933 Ellery Queen
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4804-9074-1
CHAPTER 1
La flecha ardiente
La carretera parecía haberse cocido en un horno gigantesco, en toda su longitud, en las curvas que rodeaban la montaña dejándola como una masa de harina, cuya costra, hervida al sol, se hubiese levantado, como si uno de sus ingredientes fuese un fermento; durante cincuenta metros se había levantado como el pan de maíz recién cocido, y luego, sin motivo alguno, al menos aparente, se hundía en una especie de enormes rodadas durante cincuenta metros más. Para hacer la vida excitante al desdichado conductor que, por casualidad, se internara en aquella carretera, esta había sido moldeada en giros, curvas, baches, revueltas, tortuosidades, subidas, ensanchamientos y estrecheces, hasta convertirla en una maravillosa locura. Y levantaba nubes de polvo, siendo cada molécula del mismo como una voraz langosta dispuesta a morder cada átomo de carne humana puesto a su alcance.
Ellery Queen, completamente irreconocible en virtud de las gafas de sol que protegían sus doloridos ojos, con una gorra de paño casi sobre la frente, con las arrugas de su chaqueta de lana llenas del polvo de tres condados, y su piel enrojecida por la irritación del polvo y el sol, hundía sus hombros sobre el volante de su maltratado Duesenberg, conduciendo con una determinación desesperada. Había maldecido cada curva de la carretera desde Tuckesas, a sesenta kilómetros del valle, donde oficialmente había empezado a conducir, hasta el lugar donde estaba; y en este instante había agotado su repertorio de maldiciones.
—Es culpa tuya —le dijo su padre—. Diantre, pensaste que haría frío en las montañas. Me siento como si estuvieran rascándome el pellejo con papel de lija.
El inspector, como un pequeño árabe gris, se protegía los ojos con una bufanda de seda, y alimentaba un encono que, igual que la carretera, se elevaba hacia el cielo a cada cincuenta metros. Se retorcía, gruñía, en el asiento al lado de Ellery, y miraba, por encima del montón de equipaje atado detrás con correas, la extensión de carretera que iba quedando atrás.
De pronto, se hundió en su asiento.
—Te dije que te quedaras en el valle, ¿eh? Y que siguieses por aquella ruta, ¿no es cierto? —El inspector blandió el índice bajo el caliente aire de los montes—. «El, créeme a mí. En esas malditas montañas nunca se sabe con qué clase de carretera tropezarás», te dije. Pero no, tú quisiste explorar este paraje cuando ya caía la noche, como ... ¡como un maldito Cristóbal Colón! —El inspector hizo una pausa para gruñirle de nuevo al cielo—. Testarudo. Como tu madre ... ¡en paz descanse! —añadió apresuradamente, ya que era un policía temeroso de Dios—. Bien, supongo que ya estarás satisfecho.
Ellery suspiró y miró hacia el zigzagueante camino que se extendía ante él. Todo el arco del firmamento se tornaba rápidamente de color púrpura suave ... visión que habría despertado la admiración del poeta que todos llevamos dentro, pensó Ellery, salvo a un pobre ser humano asqueado, sudoroso y hambriento, que para más castigo llevaba a su lado a un caballero gruñón que no solo rezongaba, sino que lo hacía con lógica. La carretera, que bordeaba la montaña desde el valle, había parecido invitadora; allí había un poco de frescor, solo por anticipación, a la vista de los verdes árboles.
El Duesenberg seguía en medio de la penumbra, traqueteando y quejándose.
—Y no solo esto —prosiguió el inspector, echando una irritada mirada a la carretera, por encima de la bufanda de seda—, sino que es un modo muy bonito de coronar unas vacaciones. ¡Líos y líos! Y ya estoy harto de tanto calor ... y tantas molestias. Maldita sea, El, estas cosas me angustian. ¡Me quitan el apetito!
—El mío no —repuso Ellery, suspirando—. Podría comerme un bistec grande como una catedral, hecho de llanta de neumático, rociado con gasolina. Tanta es mi hambre. Y ¿dónde diablos estamos?
—En las Tepee, en algún lugar de Estados Unidos. Es todo lo que sé.
—Estupendo ... Las Tepee ... ¡Justicia poética! Esto me hace pensar en la carne de venado asándose sobre una buena fogata ... ¡Eh, Duese! Esto no era una margarita, ¿eh?
El inspector, que en lo más alto del salto casi había chocado de cabeza con la techumbre del coche, miró enojado a su hijo. Era evidente que aquella «margarita» no le había complacido en absoluto.
—Vamos, vamos, papá, no des importancia a una nimiedad como esta. Es uno de los azares de la conducción. Lo que echas a faltar es el whisky de Montreal, maldito irlandés ... Mira esto, ¿quieres?
Habían llegado a una eminencia de la carretera, después de doblar una de las innumerables curvas. Ellery detuvo el coche. A docenas de metros más abajo y a la izquierda se extendía el valle Tomahawk, ya arropado en el manto púrpura que había descendido tan rápidamente desde los contrafuertes verdes que se elevaban hacia el firmamento. El manto se ondulaba como si un inmenso, suave y cálido animal se agitase debajo. La carretera, como una larga lombriz solitaria, se extendía al frente, ya medio asfixiado por el manto púrpura. No había luces, ni señales de seres humanos o viviendas. Todo el cielo se hallaba cubierto, y la última raja de sol se hundía ya detrás de la distante cordillera que atravesaba y partía el valle. El borde de la carretera se hallaba a tres metros de distancia, hundiéndose agudamente, formando como una cascada de olas verdes hacia el suelo del valle.
Ellery se volvió a contemplar el paisaje. El monte de la Flecha se erguía ante ellos, como un tapiz de color esmeralda formado por pinos y robles, todos entrelazados con espesa maleza. El tejido del follaje, verde, tupido, se elevaba ante ellos, al parecer, durante varios kilómetros por encima de sus cabezas.
Ellery volvió a poner el Duesenberg en marcha.
—Casi valía la tortura —sonrió—. Ya me siento mejor. ¡Vamos, inspector, anímate! Esto es lo bueno, lo real ... La Naturaleza al desnudo ...
—¡Demasiado al desnudo para mí!
De repente, la noche les atacó y Ellery encendió los faros del auto. Continuaron saltando en silencio. Los dos miraban al frente, Ellery soñadoramente y el viejo policía con irritación. Una peculiar bruma empezaba a bailotear entre los haces de luz que aclaraban el camino, una bruma que se retorcía como mil demonios.
—Creo que ya deberíamos llegar, ¿no? —gruñó el inspector, parpadeando en la oscuridad—. La carretera desciende ... ¿O es imaginación mía?
—Lleva algún tiempo descendiendo —murmuró Ellery—. Y hace más calor, ¿eh? ¿A qué distancia dijo aquel individuo que ceceaba, el operario del garaje de Tuckesas, que se hallaba Osquewa?
—A ochenta kilómetros. ¡Tuckesas! ¡Osquewa! Diantre, este país es suficiente para que un hombre pierda la razón.
—No eres poeta —sonrió Ellery—. ¿No reconoces la belleza de la antigua etimología india? En realidad, es irónico. Nuestros compatriotas que van al extranjero se quejan amargamente de los nombres «extranjeros»: Lwow, Praga (ahora ¿por qué Pra-ja, en nombre del clemente cielo?), Brescia, Valdepeñas, e incluso del buen inglés Harwich y Leicestershire. Y, no obstante, son palabras fáciles de pronunciar ...
—Hum ... —gruñó el inspector con tono raro. Volvió a parpadear.
—... comparadas con nuestras ciudades de Arkansas y Winnebago, Schoharie, Otsego y Sioux City, Susquehanna y Dios sabe qué más. ¡Y hablan de la herencia! Sí, señor, los indios pintados recorrían sus montañas y sus valles, y todo esto ha recaído sobre nuestras cabezas. Los indios con sus chaquetas de piel de ante, sus mocasines y sus plumas de pavo. Y las señales de humo de sus hogueras ...
—Hum ... —repitió el inspector, irguiéndose súbitamente—. ¡Parece como si ahora estuviesen terriblemente cerca!
—¿Eh?
—¡Humo, humo, hijo mío! ¿Lo ves? —El inspector se puso de pie, señalando al frente—. ¡Allí! —gritó—. ¡Delante de nosotros!
—Tonterías ... —rezongó Ellery con tono seco—. ¿Cómo quieres que aquí haya humo? Probablemente es la bruma nocturna. A veces, estas montañas juegan trucos estupendos.
—Este es auténtico —replicó el inspector Queen.
La bufanda de seda cayó sobre sus rodillas y sus ojillos ya no se vieron obstaculizados por la tela. Alargó el cuello y se dedicó a vigilar intensamente. Ellery frunció el ceño, mirando por el retrovisor, y luego volvió a mirar al frente. La carretera descendía decididamente hacia el valle, y la peculiar bruma se espesaba a cada metro.
—¿Qué pasa, papá? —inquirió Ellery, mohíno.
Le palpitaban las aletas de la nariz y en el aire había un olor acre muy familiar.
—Creo ... —suspiró el inspector, volviendo a sentarse—, creo, El, que será mejor que te convenzas.
—¿De qué? —Ellery tragó saliva.
—Es lo que parece.
—¿El bosque incendiado?
—El bosque incendiado.
El pie derecho de Ellery pisó el acelerador. El Duesenberg saltó adelante. El inspector, ya alerta y vivaracho, se arrimó al costado del coche y encendió una poderosa lámpara lateral que barrió la ladera de la montaña como una escoba de luz.
Ellery apretó los labios. Ninguno de los dos hablaba ya.
A pesar de la altitud y el frío de la noche, un extrañó calor enrarecía el aire. La revoloteante niebla a través de la que avanzaba el Duesenberg era ya de color amarillento, y tan espesa como algodón. Era humo, el humo de madera quemada, de follaje ardiendo. Sus acres moléculas invadían las membranas olfativas del padre y el hijo, quemando sus pulmones, haciéndoles toser y llevando lágrimas a sus ojos.
A la izquierda, donde se extendía el valle, solamente podía distinguirse una especie de mar de humo negro.
—Será mejor que te detengas, hijo —aconsejó el inspector.
—Sí —musitó Ellery—. Pensaba lo mismo.
El Duesenberg hizo alto, jadeando. Al frente, el humo azotaba furiosamente el ambiente en oscuras oleadas. Y más allá, solo a unos treinta metros, los dientes anaranjados empezaban a dejarse ver, mordiendo el humo. Hacia el valle, también se veían lenguas de fuego, miles de ellas; lenguas y dientes anaranjados, en todas direcciones.
— El fuego está directamente en nuestro camino —se quejó Ellery con el mismo tono extraño—. Será mejor que demos media vuelta y regresemos.
—¿Puedes girar aquí?
—Lo intentaré.
Era una labor de nervios, delicada, en las ardientes tinieblas. El Duesenberg, una antigua reliquia que Ellery había salvado del naufragio de los años, y había reconstruido para su uso privado, nunca había parecido tan quejicoso, tan maltrecho. Ellery empezó a sudar y a maldecir en voz baja, tratando de llevar el coche atrás, adelante, atrás, adelante ... abriéndose paso pulgada a pulgada por grados imperceptibles, mientras la mano gris del inspector asía el parabrisas y las guías de su bigote se erguían bajo el cálido viento.
—Será mejor que te apresures, hijo —le dijo el inspector a Ellery. Sus ojillos se dirigieron a la ladera oscura y silenciosa del monte de la Flecha—. Creo ...
—¿Sí? —jadeó Ellery, haciendo dar la última vuelta al volante.
—Creo que el fuego está subiendo por la carretera, por detrás.
—¡Oh, no, papá!
El Duesenberg se estremeció mientras Ellery miraba penetrantemente el humo. Sintió impulsos de echarse a reír. Todo resultaba demasiado tonto. ¡Una trampa de fuego! El inspector estaba inclinado hacia delante, alerta y tan quieto como un ratón. De pronto, Ellery gritó y bajó fuertemente el pie sobre el acelerador. Saltaron al frente.
Bajo ellos, toda la ladera estaba ardiendo. El manto se hallaba roto por miles de sitios y las lenguas y los dientes anaranjados mordían y lamían la montaña, hostiles y palpables con su propia luz. Todo un paraje de varios kilómetros de longitud, visto en miniatura desde su lugar elevado, había de pronto estallado en llamas. En aquel momento de locura en que corrían por la carretera, los dos comprendieron lo ocurrido. Estaban a finales de julio, y aquel mes había sido el más caluroso y seco del año. El bosque estaba lleno de madera casi virgen ... una masa entrelazada de árboles y malezas maltratados por el sol y el viento. Sí, era una madera que invitaba al fuego. Una hoguera mal apagada, un cigarrillo arrojado al suelo sin apagar, incluso la fricción de dos pedazos de madera seca frotados por la brisa, podía haber iniciado el incendio. Luego se arrastró por debajo de los árboles, abriéndose paso por toda la ladera montañosa, y de repente habían surgido espontáneamente las llamas, avivadas por la sequedad del ambiente.
El Dusenberg aflojó la marcha, vaciló, avanzó y por fin se detuvo con un chirrido de frenos.
—¡Estamos atrapados! —anunció Ellery, irguiéndose detrás del volante—. ¡Hay fuego detrás y delante! —De pronto se calmó, apoyó la espalda en el respaldo del asiento, y buscó un cigarrillo. Su risa casi fue fantasmal—. Ridículo, ¿eh? ¡Atrapados por el fuego! ¿Qué pecados hemos cometido?
—No digas tonterías —gruñó el inspector.
Se levantó y miró a derecha e izquierda. Bajo el reborde de la carretera las llamas seguían avanzando.
—Lo más raro —murmuró Ellery, inhalando una bocanada de humo del cigarrillo y expeliéndolo acto seguido—, es que yo te haya metido a ti en esto, papá. Por lo visto, es mi última estupidez ... No, no sirve de nada lamentarse, lo sé. No existe ninguna solución, aparte de avanzar por entre el fuego. La carretera es estrecha y el fuego se extiende por todas partes. Nos quedan unos veinte metros ... —rio de nuevo, pero sus ojos estaban ardiendo detrás de las gafas y su rostro tenía el color de la tiza—. La carretera se retuerce y gira ... Bien, si el fuego no puede con nosotros, siempre queda la posibilidad de que nos precipitemos al abismo.
El inspector, con las aletas de la nariz palpitantes, miraba sin contestar.
—Es tan tremendamente melodramático ... —musitó Ellery, con cierto esfuerzo, mirando con el ceño fruncido al valle—. No era esta mi noción de la muerte. Esto suena a ... charlatanería —tosió y arrojó el cigarrillo con una mueca—. Bien, ¿qué decidimos? ¿Nos quedamos aquí para freírnos, o nos arriesgamos por la carretera, o bien tratamos de escalar a pie la ladera? Rápido ... el fuego se impacienta.
El inspector se hundió en su asiento.
—Por mi parte, voto por seguir adelante. ¡Ánimo!
—De acuerdo, padre —asintió Ellery, con los ojos doloridos por algo que no era el humo. El Duesenberg se estremeció—. No sirve de mucho mirar, papá —dijo con cierta compasión en el tono de voz—. No hay escapatoria. Se trata de una carretera sola, sin caminos laterales ... ¡Papá, no vuelvas a incorporarte! ¡Ponte el pañuelo sobre la boca y la nariz!
—¡Vamos, repito que adelante! —gritó el viejo con exasperación.
Tenía los ojillos enrojecidos y lacrimosos; parecían dos pequeñas brasas.
El Duesenberg empezó a avanzar trabajosamente. El brillo combinado de las tres lámparas solo servía para dejar ver con mayor resalte las lenguas de fuego que trataban de enroscarse en torno al auto. Ellery conducía más por instinto que por voluntad. Trataba desesperadamente, por debajo de su exterior rígido, de recordar los vericuetos de la carretera. Había una curva ... Tosían ya constantemente, y los ojos de Ellery, protegidos por las gafas, empezaban no obstante a dolerle mucho. A su torturado olfato, llegó de pronto otro hedor ... el del caucho quemado. Los neumáticos ...
Las chispas deseaban incendiar sus ropas, muriendo suavemente en su intento.
Desde abajo, y muy lejos, llegó de pronto el persistente ulular de una sirena. Un aviso, pensó Ellery, desde Osquewa. Habían visto el fuego y estaban reuniendo a los hombres. Pronto habría enjambres de seres humanos en el monte, como hormigas, con baldes y cubos. Aquella gente estaba acostumbrada a luchar contra el fuego. Sin duda, también dominarían este, o se dominaría por sí solo, o providencialmente llovería y el agua acabaría con la tragedia. Pero una cosa parecía segura, continuó pensando Ellery, al tiempo que esforzaba la vista y tosía en jadeantes espasmos: dos caballeros apellidados Queen estaban destinados a encontrar su destino final en la carretera de una solitaria montaña, a muchos kilómetros de Centre Street y Broadway, y nadie contemplaría su salida de este mundo, un mundo que de repente parecía estupendo, dulce y precioso ...
—¡Allí —gritó de pronto el inspector, dando un brinco—. ¡Allí, El! ¡Lo sabía, lo sabía!
El viejo estaba ya saltando y bailando en su asiento, señalando a la izquierda, con la voz ensombrecida por las lágrimas de alivio y satisfacción.
—Me parecía recordar un camino lateral. ¡Para el coche!
Con el corazón latiéndole fuertemente, Ellery frenó. Por entre las espesas volutas de humo, aparecía una especie de grieta negra. Aparentemente, era un camino vecinal que pasaba por el bosque que componía el pecho del monte de la Flecha, como el pelo de un gigante.
(Continues...)
Excerpted from El misterio de los hermanos siameses by Ellery Queen, Ignacio Ballesteros, Miguel Giménez Sales. Copyright © 1933 Ellery Queen. Excerpted by permission of Barcelona Digital Editions, S.L..
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