American Gods
À peine sorti de prison, Ombre apprend que sa femme et son meilleur ami viennent de mourir dans un accident de voiture et qu'ils étaient amants. Seul et désemparé, il accepte de travailler pour l'énigmatique Voyageur qui se prétend Roi de l'Amérique. Entraîné dans une aventure où ceux qu'il rencontre semblent en savoir plus sur ses origines que lui-même, Ombre va découvrir que son rôle dans les desseins de Voyageur est bien plus dangereux qu'il aurait pu l'imaginer. Car, alors que menace un orage d'apocalypse, se prépare une guerre sans merci entre les anciens dieux saxons des premiers migrants, passés à la postérité sous les traits des super-héros de comics, et les nouveaux dieux barbares de la technologie et du consumérisme qui prospèrent aujourd'hui en Amérique...
Un roman fantastique culte, lu par le doubleur en français d'Ombre dans la série télé produite en 2017.
1301449138
American Gods
À peine sorti de prison, Ombre apprend que sa femme et son meilleur ami viennent de mourir dans un accident de voiture et qu'ils étaient amants. Seul et désemparé, il accepte de travailler pour l'énigmatique Voyageur qui se prétend Roi de l'Amérique. Entraîné dans une aventure où ceux qu'il rencontre semblent en savoir plus sur ses origines que lui-même, Ombre va découvrir que son rôle dans les desseins de Voyageur est bien plus dangereux qu'il aurait pu l'imaginer. Car, alors que menace un orage d'apocalypse, se prépare une guerre sans merci entre les anciens dieux saxons des premiers migrants, passés à la postérité sous les traits des super-héros de comics, et les nouveaux dieux barbares de la technologie et du consumérisme qui prospèrent aujourd'hui en Amérique...
Un roman fantastique culte, lu par le doubleur en français d'Ombre dans la série télé produite en 2017.
26.07 In Stock
American Gods

American Gods

by Neil Gaiman, Michel Pagel

Narrated by Valentin Merlet

Unabridged — 19 hours, 11 minutes

American Gods

American Gods

by Neil Gaiman, Michel Pagel

Narrated by Valentin Merlet

Unabridged — 19 hours, 11 minutes

Audiobook (Digital)

$26.07
FREE With a B&N Audiobooks Subscription | Cancel Anytime
$0.00

Free with a B&N Audiobooks Subscription | Cancel Anytime

START FREE TRIAL

Already Subscribed? 

Sign in to Your BN.com Account


Listen on the free Barnes & Noble NOOK app


Related collections and offers

FREE

with a B&N Audiobooks Subscription

Or Pay $26.07

Overview

À peine sorti de prison, Ombre apprend que sa femme et son meilleur ami viennent de mourir dans un accident de voiture et qu'ils étaient amants. Seul et désemparé, il accepte de travailler pour l'énigmatique Voyageur qui se prétend Roi de l'Amérique. Entraîné dans une aventure où ceux qu'il rencontre semblent en savoir plus sur ses origines que lui-même, Ombre va découvrir que son rôle dans les desseins de Voyageur est bien plus dangereux qu'il aurait pu l'imaginer. Car, alors que menace un orage d'apocalypse, se prépare une guerre sans merci entre les anciens dieux saxons des premiers migrants, passés à la postérité sous les traits des super-héros de comics, et les nouveaux dieux barbares de la technologie et du consumérisme qui prospèrent aujourd'hui en Amérique...
Un roman fantastique culte, lu par le doubleur en français d'Ombre dans la série télé produite en 2017.

Editorial Reviews

Jane Lindskold

"American Gods is like a fast run downhill through a maze — both exhilarating and twisted."

of Penn & Teller Teller

American Gods is sexy, thrilling, dark, funny and poetic."

George R. R. Martin

Original, engrossing, and endlessly inventive.

Patrick Rothfuss

Gaiman understands the shape of stories.

George R.R. Martin

"Original, engrossing, and endlessly inventive; a picaresque journey across America where the travelers are even stranger than the roadside attractions."

of Penn & Teller - Teller

American Gods is sexy, thrilling, dark, funny and poetic."

St. Louis Post-Dispatch

A fascinating tale . . . by turns thoughtful, hilarious, disturbing, uplifting, horrifying and enjoyable -- and sometimes all at once, in a curious sort of way. Those who are familiar with Gaiman’s earlier work will find a satisfying yarn by a familiar master storyteller. Those who are meeting him for the first time may be surprised at just how good he is.

Product Details

BN ID: 2940171664008
Publisher: Audiolib
Publication date: 11/15/2019
Edition description: Unabridged
Language: French

Read an Excerpt

American Gods


By Neil Gaiman, Mónica Faerna

Roca Editorial

Copyright © 2011 Neil Gaiman
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4976-9870-3



CHAPTER 1

¿Los límites de nuestro país, señor? Pues al norte limita con la aurora boreal, al este con el sol naciente, al sur limita con la procesión de los equinoccios, y al oeste con el día del Juicio Final. The American Joe Miller's Jest Book


Sombra llevaba tres años en la cárcel. Como era un tipo bastante grande y tenía pinta de no andarse con gilipolleces, su mayor problema consistía en encontrar maneras de matar el tiempo. Se dedicaba a entrenar para mantenerse en forma, a practicar juegos de manos con monedas y, sobre todo, a pensar en lo mucho que quería a su mujer.

Lo mejor de estar en la cárcel —quizá lo único bueno, en opinión de Sombra— era aquella sensación de alivio: el alivio que produce sentir que uno ha caído ya lo más bajo que se puede caer y ha tocado fondo. No le preocupaba que pudieran cogerle, porque ya le habían pillado. En la cárcel no se despertaba con temor; no le asustaba lo que el mañana pudiera traerle, porque ya se lo había traído el ayer.

Nada importaba, decidió Sombra, si eras culpable del delito por el que te habían condenado o no. Según su experiencia, allí todo el mundo se quejaba de alguna cosa: siempre había algo que las autoridades habían interpretado mal, o algo que decían que habías hecho cuando no era así, o no lo habías hecho exactamente como ellos decían. Lo único importante era que te habían pillado.

Se había dado cuenta durante los primeros días, cuando todo, desde la jerga carcelaria hasta la bazofia que les daban de comer, era nuevo para él. Pese a la amargura y al terrible resquemor que le producía estar encarcelado, respiraba con alivio.

Sombra procuraba no hablar demasiado. Hacia la mitad del segundo año le contó su teoría a Low Key Lyesmith, su compañero de celda.

Low Key, un timador de Minnesota con el rostro marcado por una cicatriz, había sonreído.

—Sí, es verdad —le dijo—. Y no te digo ya si te condenan a muerte. Entonces te acuerdas de esos chistes que cuentan que algunos se quitan las botas de una patada cuando les ponen la soga al cuello, para no dar la razón a los amigos que les decían que morirían con las botas puestas.

—¿Eso es un chiste? —le preguntó Sombra.

—Claro que sí. Humor negro. No hay nada más gracioso: ¡Zas!, lo peor ha sucedido. Tardas unos días en digerirlo y, antes de que te des cuenta, te llevan de camino al patíbulo para tu último baile.

—¿Cuándo fue la última vez que ahorcaron a alguien en este estado? —preguntó Sombra.

—¿Y cómo coño voy a saberlo? —Lyesmith llevaba su cobrizo cabello cortado al rape, de modo que se podía distinguir perfectamente la estructura de su cráneo —. Pero te voy a decir una cosa: este país empezó a irse al carajo cuando dejaron de ahorcar a la gente. Se acabaron las delaciones de última hora a cambio de un buen trato.

Sombra se encogió de hombros. No veía nada romántico en una sentencia de muerte.

Si no estabas condenado a muerte, decidió, la cárcel no era más que un aplazamiento temporal de tu vida, por dos razones. La primera, que la vida se abre camino en la cárcel. Hay sitios mucho peores, por malo que sea estar encerrado; la vida continúa, aunque estés permanentemente observado o encerrado en una jaula. Y la segunda razón es que, si resistes, tarde o temprano tendrán que soltarte.

Al principio, a Sombra le parecía algo demasiado lejano como para poder agarrarse a ello. Con el tiempo, se había convertido en una especie de luz al final del túnel, y había aprendido a decirse a sí mismo «esto también pasará» cuando la cárcel se le venía encima, y la cárcel siempre se venía encima de uno. Algún día se abriría la puerta mágica y él saldría por ella. Así que empezó a tachar los días en su calendario de «Las aves cantoras de Norteamérica», que era el único calendario que se podía comprar en el economato, y el sol se ponía y volvía a salir sin que él pudiera verlo. Mientras tanto, ensayaba trucos con monedas aprendidos gracias a un libro que había encontrado en la desolada biblioteca del penal, se entrenaba y, mentalmente, iba haciendo una lista de las cosas que quería hacer cuando saliera de la cárcel.

La lista de Sombra se había ido reduciendo cada vez más. Después de dos años se había reducido a tres cosas.

En primer lugar se daría un baño, un largo y relajante baño de espuma. Quizá leyendo el periódico, quizá no; no terminaba de decidirse.

En segundo lugar, se secaría y se pondría un albornoz. Y unas pantuflas. Le gustaba lo de las pantuflas. Y de haber sido fumador, lo siguiente habría sido fumarse una pipa, pero no fumaba. Cogería a su mujer en volandas («Cachorrito —chillaría ella contenta, fingiéndose horrorizad —, ¿se puede saber qué haces?»), la llevaría hasta el dormitorio y cerraría la puerta. Y si después les entraba hambre, pedirían unas pizzas.

En tercer lugar, cuando salieran del dormitorio, quizás un par de días más tarde, intentaría pasar desapercibido y no volver a meterse en líos nunca más.

—¿Y entonces serás feliz? —le preguntó Low Key Lyesmith. Aquel día les tocaba trabajar en el taller del penal ensamblando comederos para pájaros, una tarea algo más entretenida que estampar matrículas de coche.

—De ningún hombre cabe decir que ha sido feliz —respondió Sombra— hasta que ha muerto.

—Herodoto —replicó Low Key—. Eh, chaval, estás aprendiendo.

—¿Y quién coño es Herodoto? —preguntó Iceman mientras ensamblaba los laterales de un comedero y se lo pasaba a Sombra para que los fijase con tornillos.

—Un griego muerto —dijo Sombra.

—La última novia que tuve era griega —replicó Iceman —. No os imagináis la clase de mierda que comía su familia. Arroz envuelto en hojas y porquerías por el estilo.

Iceman tenía el tamaño y la forma de una máquina de Coca-Cola, los ojos azules y el cabello tan rubio que parecía blanco. Le había dado una paliza a un tipo que había cometido el error de tirarle los trastos a su chica en el bar donde ella bailaba, y los amigos del tipo habían llamado a la policía. Fue arrestado y, al comprobar sus antecedentes, descubrieron que había abandonado un programa de reinserción dieciocho meses antes.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? —preguntó Iceman, en tono ofendido, cuando le contó a Sombra su triste historia—. Le dije que era mi novia. ¿Qué iba a hacer? ¿Permitir que me faltara al respeto de esa manera? Ese tío le estaba metiendo mano.

Sombra respondió de forma algo absurda, con un «Y que lo digas». Había algo que había aprendido muy pronto: en la cárcel cada cual cumple su propia condena. No puedes cumplir condena por otro.

Agacha la cabeza. Cumple tu propia condena.

Lyesmith le había prestado a Sombra un maltrecho ejemplar editado en rústica de la Historia de Herodoto varios meses antes.

—No es un truño. Mola —le dijo cuando Sombra intentó alegar que no leía libros —. Tú léelo, ya verás como al final te gusta.

Sombra lo aceptó con una mueca de disgusto, pero se puso a leer y se quedó enganchado sin poder evitarlo.

—Griegos —dijo Iceman, en tono despectivo—. Y ni siquiera es verdad lo que dicen de ellos. Intenté darle a mi novia por el culo y casi me arranca los ojos.

Un día, sin previo aviso, trasladaron a Lyesmith. Le dejó a Sombra su libro de Herodoto con varias monedas auténticas ocultas entre las páginas: dos de veinticinco centavos, una de cinco y un penique. Las monedas estaban prohibidas: los bordes pueden afilarse frotándolos contra la piedra y rajarle la cara a alguien durante una pelea. Pero Sombra no quería un arma, simplemente mantener las manos ocupadas en algo.

Sombra no era supersticioso, y no creía en nada que no pudiera ver. Sin embargo, en aquellas últimas semanas había presentido que el desastre se cernía sobre el penal, del mismo modo que lo había presentido en los días que precedieron al robo.

Tenía una sensación de vacío en la boca del estómago, si bien intentaba convencerse de que no era más que el temor ante la perspectiva de volver al mundo exterior. Pero no estaba seguro. Estaba más paranoico de lo habitual, y en la cárcel lo habitual es mucho, y además te permite sobrevivir. Se volvió más taciturno y circunspecto que nunca. Se encontró observando el lenguaje corporal de los guardias, de los demás reclusos, buscando una pista que le permitiera adelantarse a la tragedia que estaba a punto de ocurrir, porque algo malo iba a suceder seguro.

Faltaba un mes para que lo dejaran en libertad. Sombra estaba en un despacho, hacía fresco y tenía delante a un hombre de baja estatura que presentaba en la frente una mancha de nacimiento del color del oporto. Estaban sentados frente a frente, con el escritorio de por medio; el hombre tenía un bolígrafo en la mano y el expediente de Sombra abierto sobre la mesa. El extremo del bolígrafo estaba todo mordisqueado.

—¿Tienes frío, Sombra?

—Sí—respondió este—, un poco.

El hombre se encogió de hombros.

—Así funciona el sistema. Las calderas no se encienden hasta el día 1 de diciembre. Y se apagan el 1 de marzo. No soy yo quien dicta las normas. —Dejando a un lado las cuestiones de cortesía, deslizó el dedo índice por el folio, que estaba grapado a la carpeta por la esquina superior izquierda —. ¿Tienes treinta y dos años?

—Sí, señor.

—Pareces más joven.

—Vida sana.

—Aquí dice que has sido un recluso ejemplar.

—He aprendido la lección, señor.

—¿Ah, sí? ¿En serio?—Miró fijamente a Sombra, y su marca de nacimiento parecía ahora más cerca de los ojos.

Sombra sintió la tentación de contarle a aquel hombre algunas de sus teorías sobre la cárcel, pero finalmente guardó silencio. Se limitó a asentir con la cabeza y se concentró en aparentar el requerido arrepentimiento.

—Según el expediente, tienes esposa.

—Se llama Laura.

—¿Y cómo lo lleva?

—Bastante bien. Se puso como loca cuando me detuvieron. Pero viene a verme siempre que puede, es un viaje muy largo. Yo le escribo y la llamo por teléfono cuando puedo.

—¿A qué se dedica?

—Trabaja en una agencia de viajes. Organiza viajes por todo el mundo.

—¿Cómo la conociste?

Sombra no estaba muy seguro del porqué de aquellas preguntas. Por un momento sintió la tentación de decirle que no era asunto suyo, pero se lo pensó mejor y respondió:

—Era la mejor amiga de la mujer de mi mejor amigo. Nos organizaron una cita a ciegas. Conectamos perfectamente desde el principio.

—¿Y tendrás trabajo cuando salgas en libertad?

—Sí, señor. Mi amigo, Robbie, ese que he mencionado antes, es el dueño del Muscle Farm, el gimnasio al que yo iba. Dice que me puedo reincorporar cuando salga.

El hombre alzó una ceja.

—¿En serio?

—Dice que seré un buen gancho. Cree que si vuelvo volverán también algunos de los antiguos clientes, y que podré ocuparme de los tipos duros que quieren ser más duros todavía.

El hombre parecía satisfecho. Mordisqueó el extremo de su bolígrafo y volvió a concentrarse en el expediente.

—¿Qué piensas ahora del delito que cometiste?

Sombra se encogió de hombros.

—Fui un idiota —dijo, y era exactamente lo que pensaba.

El hombre de la mancha de nacimiento suspiró. Marcó varios puntos de la lista que iba siguiendo. A continuación, hojeó los documentos incluidos en el expediente de Sombra.

—¿Cómo volverás a casa desde aquí? ¿En autobús?

—En avión. Es una suerte que mi mujer trabaje en una agencia de viajes.

El hombre frunció el ceño y la mancha de nacimiento se arrugó.

—¿Te ha hecho llegar un billete?

—No ha hecho falta. Me envió el número de reserva de un billete electrónico. No tengo más que ir al aeropuerto dentro de un mes, enseñarles mi documento de identidad y subirme al avión.

El hombre asintió, hizo una última anotación, cerró el expediente y dejó el bolígrafo. Sus dos pálidas manos reposaban ahora sobre el escritorio gris como dos rosados animales. Juntó las manos, apoyando el dedo índice de una mano contra el de la otra, y miró a Sombra con sus acuosos ojos de color avellana.

—Eres un hombre afortunado —le dijo —. Tienes a alguien esperándote en casa y además un trabajo. Podrás dejar atrás todo esto. Tienes una segunda oportunidad. Aprovéchala bien.

El hombre no le tendió la mano cuando se levantó para irse, pero Sombra tampoco lo esperaba.

La última semana fue la peor. En cierto modo, fue aún peor que aquellos tres años juntos. Sombra se preguntaba si sería cosa del tiempo: opresivo, estable y frío. Parecía como si estuviera a punto de estallar una tormenta, pero esta no llegaba. Estaba de los nervios, y tenía una sensación extraña en lo más profundo del estómago que le decía que algo iba muy mal. Ráfagas de viento azotaban el patio de ejercicios, y Sombra creía oler la nieve en el aire.

Llamó a su mujer a cobro revertido. Sabía que las operadoras telefónicas cargaban un suplemento adicional de tres dólares a todas las llamadas efectuadas desde la cárcel, y por eso eran siempre muy amables con los que llamaban desde allí; sabían que eran ellos quienes pagaban su sueldo.

—Tengo una sensación extraña —le comentó a Laura. (Pero no fue eso lo primero que le dijo. Lo primero que le dijo fue «te quiero», porque está bien decirlo cuando es eso lo que sientes, y Sombra así lo sentía.)

—Hola —dijo Laura —. Yo también te quiero. ¿Una sensación extraña con respecto a qué?

—No lo sé. Puede que sea por el tiempo. Tengo la sensación de que hace falta que se desate una buena tormenta para que todo vuelva a la normalidad.

—Aquí hace bueno. Aún no han terminado de caer las hojas. Si no hay tormenta, podrás verlas cuando vuelvas a casa.

—Cinco días —dijo Sombra.

—Solo ciento veinte horas más, y estarás en casa.

—¿Todo bien por ahí? ¿Algún problema?

—Todo en orden. Esta noche he quedado con Robbie. Estamos preparándote una fiesta sorpresa de bienvenida.

—¿Una fiesta sorpresa?

—Eso es. Y tú no sabes absolutamente nada, ¿verdad que no?

—Nada de nada.

—Ese es mi marido.

Sombra se percató de que estaba sonriendo. Llevaba tres años encerrado, pero su mujer aún sabía cómo hacerle sonreír.

—Te quiero, churri —dijo Sombra.

—Te quiero, cachorrito —se despidió Laura.

Sombra colgó el teléfono.

Cuando se casaron, Laura le dijo a Sombra que quería un cachorrito, pero el casero les recordó que su contrato especificaba que no se admitían animales. «Qué más da —le dijo Sombra—, yo seré tu cachorrito. ¿Qué quieres que haga? ¿Que mordisquee tus zapatillas? ¿Que me haga pis en la cocina? ¿Que te dé un lametón en la nariz? ¿Que te olisquee la entrepierna? Te apuesto lo que quieras a que no hay nada que pueda hacer un cachorrito que yo no pueda hacer.» Y la cogió en brazos como si fuera una pluma, y se puso a lamerle la nariz mientras ella reía y chillaba, y acto seguido se la llevó a la cama.

En el comedor, Sam Fetisher se acercó sigilosamente a Sombra y le sonrió, mostrando sus viejos dientes. Se sentó a su lado y empezó a comerse los macarrones con queso.

—Tenemos que hablar —le dijo.

Sam Fetisher era uno de los hombres más negros que Sombra había visto en su vida. Lo mismo podía tener sesenta años que ochenta. No obstante, Sombra había conocido a varios adictos al crack que con treinta años parecían todavía más viejos que Sam Fetisher.

—¿Mm?

—Se avecina una tormenta —dijo Sam.

—Eso parece —replicó Sombra —. Puede que incluso traiga algo de nieve.

—No me refiero a esa clase de tormenta. Se avecinan tormentas mucho más grandes. Y te advierto una cosa, chico: más vale que te pille aquí que ahí afuera.

—Ya he cumplido mi condena—le dijo Sombra—. El viernes estaré fuera.

Sam Fetisher miró fijamente a Sombra.

—¿De dónde eres? —le preguntó.

—De Eagle Point, Indiana.

—Eres un mentiroso de mierda —exclamó Sam—. No te estoy preguntando dónde vives. ¿De dónde son tus viejos?

—De Chicago —respondió Sombra. Su madre se había criado en Chicago y había muerto también allí, aunque hacía ya muchos años de eso.

—A lo que íbamos: se avecina una gran tormenta. Tú mantén la cabeza gacha, Sombra. Es como ... ¿cómo se llaman esas cosas sobre las que se mueven los continentes? Es algo de placas.

—¿Placas tectónicas? —aventuró Sombra.

—Eso es, placas tectónicas. Es como cuando empiezan a moverse y Norteamérica se desliza sobre Sudamérica, no quieres que te pille en medio. ¿Me sigues?


(Continues...)

Excerpted from American Gods by Neil Gaiman, Mónica Faerna. Copyright © 2011 Neil Gaiman. Excerpted by permission of Roca Editorial.
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
Excerpts are provided by Dial-A-Book Inc. solely for the personal use of visitors to this web site.

From the B&N Reads Blog

Customer Reviews