Execración contra los judíos
La Execración contra los judìos es un texto de un racismo radical. Escrito por Quevedo mientras ejercía como secretario de Felipe IV, según parece, inspirado por las sospechas de que ciertos miembros de la comunidad judía europea estaban financiando a fuerzas adversas al monarca español. Resulta interesante como testimonio de las fuerzas en conflicto durante la España del siglo XVII, inmersa en la Guerra de los Treinta Años.
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Execración contra los judíos
La Execración contra los judìos es un texto de un racismo radical. Escrito por Quevedo mientras ejercía como secretario de Felipe IV, según parece, inspirado por las sospechas de que ciertos miembros de la comunidad judía europea estaban financiando a fuerzas adversas al monarca español. Resulta interesante como testimonio de las fuerzas en conflicto durante la España del siglo XVII, inmersa en la Guerra de los Treinta Años.
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Execración contra los judíos

Execración contra los judíos

by Francisco de Quevedo y Villegas
Execración contra los judíos

Execración contra los judíos

by Francisco de Quevedo y Villegas

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La Execración contra los judìos es un texto de un racismo radical. Escrito por Quevedo mientras ejercía como secretario de Felipe IV, según parece, inspirado por las sospechas de que ciertos miembros de la comunidad judía europea estaban financiando a fuerzas adversas al monarca español. Resulta interesante como testimonio de las fuerzas en conflicto durante la España del siglo XVII, inmersa en la Guerra de los Treinta Años.

Product Details

ISBN-13: 9788498977585
Publisher: Linkgua
Publication date: 10/10/2010
Series: Historia , #324
Sold by: Barnes & Noble
Format: eBook
Pages: 38
File size: 261 KB
Language: Spanish

About the Author

Francisco de Quevedo y Villegas (Madrid, 1580-Villanueva de los Infantes, Ciudad Real, 1645). España. Hijo de Pedro Gómez de Quevedo, noble y secretario de una hija de Carlos V y de la reina Ana de Austria. Francisco de Quevedo estudió con los jesuitas en Madrid, y luego en las universidades de Alcalá (lenguas clásicas y modernas) y Valladolid (teología). Tras su regreso a Madrid tuvo la protección del duque de Osuna, con quien viajó a Sicilia en 1613. Osuna fue nombrado virrey de Nápoles y Quevedo ocupó su secretaría de hacienda y participó en misiones políticas contra Venecia promovidas por su protector. Cuando éste cayó en desgracia Quevedo sufrió destierro y prisión, pero regresó a la corte tras la muerte de Felipe III. Durante años tuvo buenas relaciones con Felipe IV, aunque no consiguió ganarse la simpatía de su favorito, el conde-duque de Olivares. Se especula que dejó bajo la servilleta del monarca el memorial contra Olivares titulado «Católica, sacra, real Majestad», lo que motivó su detención en 1639. Se cree, en cambio, que terminó en un calabozo del convento de San Marcos de León, donde estuvo hasta 1643, víctima de una conspiración. Murió en Villanueva de los Infantes.

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Execración Contra Los Judíos


By Francisco De Quevedo Y Villegas

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-758-5



CHAPTER 1

EXECRACIÓN CONTRA LOS JUDÍOS (1633)


Execración contra la blasfema obstinación de los judíos que hablan portugués y en Madrid fijaron los carteles sacrílegos y heréticos, aconsejando el remedio que ataje lo que, sucedido, en este mundo con todos los tormentos aún no se puede empezar a castigar. (1633).

Escríbela don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Secretario de su Majestad.

A la Majestad Católica del Rey Nuestro Señor don Felipe IV desde nombre.


«Deus, iudicium tuum regi da, et iustitiam tuam filio regis.» (Salmos, 71, 2).


Señor:

Si el sentimiento pudiera ser consuelo al horror de que toda España está poseída en este sacrilegio, al que vuestra majestad ha mostrado, lleno de religión y celo católico, se debiera este remedio. Mas las circunstancias de tal delito a Vuestros buenos vasallos niegan el consuelo en Vuestro dolor, y a Vos, Señor, el que tuviérades en consolar su dolor con el Vuestro. Yo, como Job, «hablaré en la amargura de mi alma» por ser fiel, y nada callaré por ser leal, pretendiendo no ser reo a entrambas majestades: a la eterna, como su criatura; a la Vuestra, como Vuestro criado que reverencia el juramento que al servicio de vuestra majestad ha hecho.


De dos maneras ha castigado Dios Nuestro Señor siempre y de entrambas nos castiga: la una es castigar los pecados; la otra, castigar con los pecados. No sé si acierto en temer la postrera por mayor, pues cuanto es peor el pecado que el castigo, tanto es peor castigo el pecado. Castiga Dios nuestras culpas con permitir que nuestros regocijos sean nuestras lágrimas; lo que se vio en dos fiestas de toros en la Plaza, adonde, en la primera, quemándose de noche hasta los cimientos una acera, no pereció nadie, y la segunda, no cayéndose nada ni ardiéndose una madera, murieron miserablemente tantas personas. Castiga Dios con permitir en Cádiz que nuestros puertos sean cosarios de nuestras mercancías y las anclas de nuestros navíos sus huracanes. Da a los rebeldes las plazas en Flandes. Da la flota, sin resistencia nuestra ni gasto de pólvora, a los herejes. Entrégales en el Brasil los lugares y puertos y las islas. Ábreles paso a Italia. Dales victorias en Alemania y socorros. Castigos son de Su mano, satisfacciones son de Su ira grandes y dolorosas. Mas, permitir que en la corte de vuestra majestad azoten y quemen un crucifijo, que repetidamente fijen en los lugares públicos y sagrados carteles contra Su Ley sacrosanta y solamente verdadera, esto es castigar con los pecados. Y pecados tales, que en esta vida no pueden tener proporcionado castigo.

Señor, el vernos castigados de la mano de Dios no debe afligirnos, sino enmendarnos, porque su azote más tiene, por su bondad, de advertencia que de pena. Así lo enseña el grande doctor y padre San Agustín: «Quien se alegra con los milagros de los beneficios, alégrese en los espantos de las venganzas, porque halaga y amenaza. Si no halagara, no hubiera alguna exhortación; si no amenazara, no hubiera ninguna corrección».

Todas nuestras calamidades referidas las hallo una por una contadas en Nahum profeta con la causa dellas (capítulo 3): «La voz del azote, la voz del ímpetu de la rueda, la del caballo que gime, la del caballero que sube, la de la espada que reluce, la de la lanza que fulmina, la de la multitud muerta y de la ruina grande; no tienen los cadáveres fin y se precipitarán en sus cuerpos por la multitud de las fornicaciones de la ramera hermosa y favorecida, y que tiene hechizos, que vende las gentes en sus fornicaciones y las familias en sus hechicerías». Podrán otros hallar estas señas de la ramera, por la hermosura, valimiento y hechizos, bien parecidas a otra cosa. Empero, yo reconozco ser esta ramera la nación hebrea con la autoridad de Isaías (capítulo 1): «¿Cómo se ha vuelto ramera la que era ciudad fiel, llena de juicio?». Por ella, Señor, y por sus prevaricaciones, temo que hemos oído en Italia, Flandes y Alemania, todas las voces referidas, pues nos han gritado el azote, la rueda, el caballo, el caballero, la espada, la lanza y la multitud de difuntos, pronunciando horror con los cadáveres y escribiendo de espanto con güesos sangrientos las campañas.

¡Oh, Señor, a cuán hondos retiramientos de la alma baja la consideración el sentimiento! No dudo que la mano sacrílega que suscribió los carteles y la lengua precita que los dictaba padecerán. David, rey santo y profeta rey, lo asegura en el salmo 51: ¿Por qué te glorificas en malicia, tú, poderoso en la maldad? Por todo el salmo y singularmente en el verso 6-7: «Amaste, lengua maldita, todas las palabras de precipitación. Por lo cual Dios te destruirá en el fin, y te arrancará y te arrojará de tu tabernáculo y tu raíz de la tierra de los que viven».

Mas, Señor ¿quién nos dará satisfacción de que en Vuestra corte haya habido piedras que consintiesen tales carteles, cuando sabemos que las piedras, en esto, han mudado naturaleza por nuestros pecados? Pues cuando vieron otro cartel sobre la cruz de Cristo, se quebraron las de Jerusalén, y, con éstos, no hicieron movimiento las de Madrid. Rasgaron sus claustros los montes y fueles fácil desabrochar la trabazón de cerros, y no se hendieron las puertas y las paredes donde los pegaron. Gimió con los truenos el cielo, tronó con las borrascas el mar, y faltó voz a las esquinas. Los muertos salieron de las sepulturas cuando la propia nación condenó a Cristo, y hoy los vivos parecen muertos y sepulcros las casas. Halló el Sol, en medio del día, noche con que taparse la cara por no ver las afrentas de Cristo, y en esta ocasión faltaron nubes que le enlutasen la luz porque faltase día para leer blasfemias tan descomulgadas. ¡Quién dejará de confesar que esta nota desconsuela el tiempo y el lugar!

Quédese aquí la ponderación, pues, para el castigo y el remedio, vuestra majestad es él solamente todo católico monarca, grande por las virtudes, piedad y religión, sumo por el poderío y fuerzas. Amparáis el Santo tribunal de la Inquisición, mano derecha y sagrada de Vuestra justicia, más precioso rayo de Vuestra corona, fortaleza inexpugnable de Vuestros reinos, tutela soberana de Vuestros vasallos. Pasemos al remedio por el conocimiento de la causa infernal de tan sacrílegos y abominables efectos.

Serenísimo, muy alto y muy poderoso Señor, preceda en Vuestros oídos esta advertencia a mi discurso, que de la benignidad de vuestra majestad espero la dará paso desembarazado a Su real corazón, de quien confío que, pues está en la mano de Dios, será asistido mi celo y acogida mi verdad.

Los gloriosos antecesores de vuestra majestad expelieron de todos sus reinos la nación pérfida hebrea cuando se coronaban en pocos y pobres retazos de España, recobrados a la inundación de los moros por el valor de las reliquias cristianas que, de aquella universal ruina, quedaron parte despreciadas, parte defendidas, por la espada de Santiago, su único patrón. Y me persuado con grandes fundamentos que, por aquella expulsión, extendió Jesucristo Nuestro Señor el cerco de su corona sobre todo el camino del Sol, no solo borrando las de los moros, sino incluyendo en ella las coronas de otros reyes católicos, como se ve en las de Aragón, Portugal, Nápoles y Sicilia. Mucho debe vuestra majestad a la misericordia de Dios, que ha juntado tan distantes orbes para ceñir en majestad incomparable Su cabello, dejando fuera de Su obediencia los que castiga. Y cuando el Sol, en cuanto camina con las horas, no da paso donde Vos no dominéis, la noche en el mundo opuesto no mira con el desvelo de las estrellas mar ni tierra que no sea Vuestro.

Las causas que obligaron a los progenitores de vuestra majestad a limpiar de tan mala generación estos reinos se leen en todos los libros que doctísimamente escribieron varones grandes en defensa de los estatutos, iglesias y colegios y órdenes militares. No las callan las historias propias y extranjeras. Vulgar es, y de pocos ignorado, el papel que declara la causa de la postrera expulsión; y con él anda el consejo de los malos judíos, príncipes de la Sinagoga de Constantinopla, dieron a los que les avisaron desde España del destierro y castigos que padecían. Consejo tan habitado de veneno que inficiona leerle y molesta ver con cuánta maña le supieron ejecutar. Pónele a la letra en español el doctor Ignacio del Villar Maldonado, doctísimo jurisconsulto, en su libro impreso cuyo título es «Silva responsorum iuris», libro I, en la duodécima responsión (párrafo 51). Referiré a vuestra majestad una cláusula dél: «Y pues decías que los dichos cristianos os quitan vuestras haciendas, haced vuestros hijos abogados y mercaderes, y quitarles han ellos a los suyos sus haciendas. Y pues decís que os quitan las vidas, haced vuestros hijos médicos y cirujanos y boticarios, y quitarles han ellos a sus hijos y descendientes las suyas. Y pues decís que los dichos cristianos os han violado y profanado vuestras ceremonias y sinagogas, haced vuestros hijos clérigos, los cuales con facilitad podrán violar sus templos y profanar sus sacramentos y sacrificios».

Yo, Señor, no estoy tan cierto de que les diesen este consejo los judíos de Constantinopla a los de España, como de que los judíos de España le han ejecutado. Si se toma la disposición a la salud y a las vidas, más vidas nos cuestan sus medicinas y sus recetas que las batallas. Un médico fue causa de la postrera expulsión. Era judío y traía en lo hueco de una poma de oro un retrato suyo pisando con los pies la cara de un crucifijo. Y en el propio libro y párrafo citado, cuenta el doctor Ignacio del Villar Maldonado de otro médico judío que se le averiguó haber muerto más de trescientas personas con medicinas adulteradas y venenosas, y que, todas las veces que entraba en su casa cuando volvió de asesinar los enfermos, le decía su mujer, que era como él judía: «Bien venga el vengador»; a que el judío médico respondía, alzando la mano cerrada del brazo derecho: «Venga y vengará».

Y destas historias de médicos judíos que han vendido por dinero la peste a los cristianos, están llenos los libros y las historias y los autos de la Inquisición. Y hoy, Señor, en Madrid son muchos los médicos y oficiales de botica los que hay portugueses desta maldita y nefanda nación; y son infinitos lo que andan peleando, conn achaque de curar, por todos los reinos, y cada día el Santo Oficio los lleva de las mulas al brasero.

Juan Baptista de San Nasario, que se llama Ripa, «in suo tractatu iuridico de Peste», folio 76, «In electione medicorum», dice estas afectuosas palabras: «Así advierto yo a los avenionienses, los cuales, confiando la enfermedad a sí mismos y sus hijos a los pérfidos judíos y enemigos de los cristianos, pues, si persiguieron a Cristo, ha de creerse que a nosotros perseguirán, si pensáis lo contrario, seréis para aquéllos semejantes a los que Cristo llama mendaces. Yo, por contra, soy cristiano, y reconozco la verdad de Cristo, "si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros". Además, pide la muerte el que busca la curación en los judíos, porque considera que puede sanarse sin la ayuda de Cristo».

Contra sí oye las palabras de Jesucristo cualquiera cristiano que de los judíos promete otra cosa que muerte y persecución. Pues si declaran las haciendas particulares y públicas, bien verificado lloran aquel endemoniado consejo, siendo verdad que no hay cosa que se venda o se compre, por menudo ni por junto, vil ni preciosa, desde el hilo hasta el diamante, que no esté en su poder, ni estanco, ni arrendamiento, ni administración que no posean. Y con haber arribado a ser asentistas han avecindado su venganza a más de lo que pudieron maquinar los detestables rabíes de Constantinopla. En la parte de hacerse abogados no hablo, porque no es menester; ni en la de hacerse sacerdotes, porque no puedo. Por demás es decir lo que se ve y enseñar uno lo que todos cuentan. Todo esto debieron de reconocer y prevenir los señores reyes de felice recordación, las leyes, los establecimientos y los sagrados cánones que, para todas estas cosas (fuera de la mercancía), mandaron precediese información de limpieza.

Tal es aquella nación que los príncipes no tuvieron por salud entera desterrarlos. Antes, por todo lo dicho, reconocieron el peligro y el contagio en pequeña participación de sus venas. El vaho de su vecindad inficiona, su sombra atosiga. Una gota de sangre que de los judíos se deriva seduce a motines contra la de Jesucristo toda la de un cuerpo en la demás calificado. No la olvidan las tardanzas del tiempo de su mala calidad. Siempre empeora la buena sangre con que se junta y por eso la busca. Nunca se mejora con la buena en que se mezcla y por eso no la teme. Y es, Señor, caso admirable y maravilla grande que premiase Dios Nuestro Señor la expulsión postrera de los abominables judíos y el establecer contra su perfidia el Tribunal del Santo Oficio con dar a los Reyes Católicos tanto mundo, que ignorancia tan antigua guardó hasta su días para que fuese recompensa de acción tan colmada de gloria y, juntamente, señal de lo mucho que se agradó la majestad divina de tan santa determinación. Cargue V. M. la consideración sobre el cuidado que en esto tuvo el verdadero Dios nuestro, pues, yendo Colón primero a rogar con el nuevo mundo al rey de Portugal, no se le concedió, y le llevó al rey don Fernando porque le gozase quien desterraba a los judíos y le perdiese quien les acogió.

Debo poner a vuestra majestad en consideración que nuestros acontecimientos se miran de oposición con aquellos sucesos, si, después que los judíos en España se han introducido con escritos impresos relajación de gravámenes y alguna excepción en materia de vender bienes y poder ausentarse y que se determine fin a su afrenta, experimentamos pérdidas de plazas y de gente y de flotas. Y no es ajeno de razón achacar esto a los judíos que tenemos, pues lo tenemos en premio de los que echamos.

Digna cosa es del reparo de vuestra majestad las grandes y milagrosas plagas que Dios, siendo los judíos su pueblo, invitó sobre Faraón, porque los detenía y no los dejaba ir, y las que envía, que no son menores que aquéllas, hoy que son pueblo contra Él, sobre los que los tienen y no los echan. Ésta, Señor, es gente que produce plagas si los tienen y si no los arrojan. No será hoy menos condenada la dureza de quien no los echare que lo fue la del que no los dejó ir. ¿Qué se puede esperar de los que crucificaron al que esperan y de los que, crucificado, le queman y de los que, quemado, condenan a muerte Su Sacra Santa Ley con edictos abominables?

Yo me prometo de la justicia de vuestra majestad que, recordado de los ultrajes hechos en su tiempo, tan atroces al Santísimo Sacramento por dos herejes en Su corte, de los primeros carteles que, con la nota destos segundos, se fijaron en Sevilla cuando el inglés acometió a Cádiz, no solo mandará que, con todo rigor, se observen los estatutos — que esto yo creo se ha hecho y hace — sino que, creciéndolos, pasará a que Sus órdenes, con perpetua transmigración, arrojen de todos Sus reinos esta cizaña descomulgada. Y porque a este remedio puede parecer estorbo en las ocurrencias presentes el ser desta detestable, pérfida, endurecida y maldita nación los más de los asentistas, digo que tuviera por más seguro el desamparo ultimado de todos que el socorro destos.

Señor, mirando a Vuestras grandes y admirables virtudes, me atrevo a deciros aquellas palabras del salmo, decentes por ser de rey para rey, graves y misteriosas por ser de rey profeta y santo. Como puedo os las apropio: «porque quisiste la justicia y aborreciste la maldad, por eso te ungió tu Dios con óleo de alegría entre tus consortes» (Salmos 44,8). De que se colige literalmente que, como hay óleo de alegría para ungir al rey que, como vuestra majestad, ama la justicia y aborrece la maldad (como lo muestra el «quia» causal), que también habrá óleo de tristeza para ungir al rey que amare la maldad y aborreciere la justicia. Y como yo conozco la grande religión de Vuestro ánimo y la benignidad esclarecida de Vuestro corazón, quiero informar a vuestra majestad de la naturaleza precipitada, del natural dañado e injurioso desta abatida y vilísima nación hebrea. Y porque no padezcan excepción mis palabras, todas serán, en la primera prueba, textos sagrados.

En el libro 5 de las Decretales, «De Iudaeis Sarracenis» (título VI, capítulo VIII): «Ad hec omnibus Christianis, qui sunt in iurisdictione vestra penitus interdicatis, et si necesse fuerit, districtione ecclesiastica compellatis eosdem, ne Iudaeorum, in eorundem domibus nutrire presumant: Quoniam Iudeorum mores et nostri, in nullo concordant, et ipsi de facili ob continuam conversationem et assiduam familiriatatem ad suam superstitionem et perfidiam simplicium animos inclinarent». Manda este Decreto que se prohíba a los cristianos servir a los judíos y a las amas cristianas que no críen sus hijos, y da la razón: porque las costumbres de los judíos en nada concuerdan con las nuestras, y con el trato y conversación, dice el Santo Pontífice, les es fácil a ellos seducirlos a su perfidia y bestial superstición.

Repare vuestra majestad en que no se pueden atribuir a otra cosa los daños y escándalos que suceden sino a la licencia con que se deroga este decreto, y más, Señor, leyendo en el propio título, capítulo XIII, estas tan santas como temerosas palabras: «Et si Iudeos (quos propia culpa submisit perpetue servituti) pietas Christiana receptet, et sustineat cohabitationem illorum ingrati tamen nobis esse non debent, ut reddant christianis pro gratia contumeliam, et de familiaritate contemptum: qui tanquam misericorditer in nostram familiaritatem admissi, nobis illam retributionem impendunt, quam (iuxta vulgare proverbium) mus in pera, serpens in gremio, et ignis in sinu suis consueverunt hospitibus exhibere».


(Continues...)

Excerpted from Execración Contra Los Judíos by Francisco De Quevedo Y Villegas. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
EXECRACIÓN CONTRA LOS JUDÍOS (1633), 9,
LIBROS A LA CARTA, 37,

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