Filipinas dentro de cien años
Filipinas dentro de cien años vaticina el rechazo de los filipinos a la posibilidad de caer bajo soberanía americana.
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Filipinas dentro de cien años
Filipinas dentro de cien años vaticina el rechazo de los filipinos a la posibilidad de caer bajo soberanía americana.
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Filipinas dentro de cien años

Filipinas dentro de cien años

by José Rizal y Alonso
Filipinas dentro de cien años

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by José Rizal y Alonso

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Overview

Filipinas dentro de cien años vaticina el rechazo de los filipinos a la posibilidad de caer bajo soberanía americana.

Product Details

ISBN-13: 9788498978865
Publisher: Linkgua
Publication date: 10/10/2010
Series: Pensamiento , #83
Sold by: Barnes & Noble
Format: eBook
Pages: 42
File size: 201 KB
Language: Spanish

About the Author

José Protacio Rizal Mercado y Alonso Realonda (19 de junio de 1861, Calamba-30 de diciembre de 1896, Manila), fue patriota, médico y hombre de letras inspirador del nacionalismo de su país. Rizal era hijo de un próspero propietario de plantaciones azucareras de origen chino. Su madre, Teodora Alonso, fue una de las mujeres más cultas de su época. La formación de José Rizal transcurrió en el Ateneo de Manila, la Universidad de Santo Tomás de Manila y la de Madrid, donde estudió medicina. Más tarde estudió en París y Heidelberg. Noli me Tangere, su primera novela, fue publicada en 1886, seguida de El Filibusterismo, en 1891. Por entonces editó en Barcelona el periódico La Solidaridad en el que postuló sus tesis políticas Pese a las advertencias de sus amigos, Rizal decidió regresar a su país en 1892. Allí encabezó un movimiento de cambio no violento de la sociedad que fue llamado "La Liga Filipina". Deportado a una isla al sur de Filipinas, fue acusado de sedición en 1896 y ejecutado en público en Manila.

Read an Excerpt

Filipinas Dentro de Cien Años


By José Rizal

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-886-5


CHAPTER 1

Siguiendo nuestra costumbre de abordar de frente las más árduas y delicadas cuestiones que se relacionan con Filipinas, sin importarnos nada las consecuencias que nuestra franqueza nos pudiera ocasionar, vamos en el presente artículo a tratar de su porvenir.

Para leer en el destino de los pueblos, es menester abrir el libro de su pasado. El pasado de Filipinas se reduce en grandes rasgos a lo que sigue:

Incorporadas apenas a la Corona Española, tuvieron que sostener con su sangre y con los esfuerzos de sus hijos las guerras y las ambiciones conquistadoras del pueblo español, y en estas luchas, en esa crisis terrible de los pueblos cuando cambian de gobierno, de leyes, de usos, costumbres, religión y creencias, las Filipinas se despoblaron, empobrecieron y atrasaron, sorprendidas en su metamorfosis, sin confianza ya en su pasado, sin fe aun en su presente y sin ninguna lisonjera esperanza en los venideros días. Los antiguos señores, que solo habían tratado de conquistarse el temor y la sumisión de sus súbditos, por ellos acostumbrados a la servidumbre, cayeron como las hojas de un árbol seco, y el pueblo, que no les tenía ni amor ni conocía lo que era libertad, cambió fácilmente de amo, esperando tal vez ganar algo en la novedad.

Comenzó entonces una nueva era para los Filipinos. Perdieron poco a poco sus antiguas tradiciones, sus recuerdos; olvidaron su escritura, sus cantos, sus poesías, sus leyes, para aprenderse de memoria otras doctrinas, que no comprendían, otra moral, otra estética, diferentes de las inspiradas a su raza por el clima y por su manera de sentir. Entonces rebajóse, degradándose ante sus mismos ojos, avergonzóse de lo que era suyo y nacional, para admirar y alabar cuanto era extraño e incomprensible; abatióse su espíritu y se doblegó.

Y así pasaron años y pasaron siglos. Las pompas religiosas, los ritos que hablan a los ojos, los cantos, las luces, las imágenes vestidas de oro, un culto en un idioma misterioso, los cuentos, los milagros, y los sermones fueron hipnotizando el espíritu, supersticioso ya de por sí, del país, pero sin conseguir destruirlo por completo, a pesar de todo el sistema después desplegado y seguido con implacable tenacidad.

Llegado a este estado el rebajamiento moral de los habitantes, el desaliento, el disgusto de sí mismo, se quiso dar entonces el último golpe de gracia, para reducir a la nada tantas voluntades y tantos cerebros adormecidos, para hacer de los individuos una especie de brazos, de brutos, de bestias de carga, así como una humanidad sin cerebro y sin corazón. Entonces díjose, dióse por admitido lo que se pretendía, se insultó a la raza, se trató de negarle toda virtud, toda cualidad humana, y hasta hubo escritores y sacerdotes que, llevando el golpe más adelante, quisieron negar a los hijos del país no solo la capacidad para la virtud, sino también hasta la disposición para el vicio.

Entonces esto que creyeron que iba a ser la muerte fue precisamente su salvación. Moribundos hay que vuelven a la salud merced a ciertos medicamentos fuertes.

Tantos sufrimientos se colmaron con los insultos, y el aletargado espíritu volvió a la vida. La sensibilidad, la cualidad por excelencia del Indio, fue herida, y si paciencia tuvo para sufrir y morir al pie de una bandera extranjera, no la tuvo cuando aquel, por quien moría, le pagaba su sacrificio con insultos y sandeces. Entonces examinóse poco a poco, y conoció su desgracia. Los que no esperaban este resultado, cual los amos despóticos, consideraron como una injuria toda queja, toda protesta, y castigóse con la muerte, tratóse de ahogar en sangre todo grito de dolor, y faltas tras faltas se cometieron.

El espíritu del pueblo no se dejó por esto intimidar, y si bien se había despertado en pocos corazones, su llama, sin embargo, se propagaba segura y voraz, gracias a los abusos y a los torpes manejos de ciertas clases para apagar sentimientos nobles y generosos. Así cuando una llama prende a un vestido, el temor y el azoramiento hacen que se propague más y más, y cada sacudida, cada golpe es un soplo de fuelle que la va a avivar.

Indudablemente que durante todo este período ni faltaron generosos y nobles espíritus entre la raza dominante que trataran de luchar por los fueros de la justicia y de la humanidad, ni almas mezquinas y cobardes entre la raza dominada que ayudaran al envilecimiento de su propia patria. Pero unos y otros fueron excepciones y hablamos en términos generales.

Esto ha sido el bosquejo de su pasado. Conocemos su presente. Y ahora, ¿cuál será su porvenir?

¿Continuarán las Islas Filipinas como colonia española, y, en este caso, qué clase de colonia? ¿Llegarán a ser provincias españolas con o sin autonomía? Y para llegar a este estado, ¿qué clase de sacrificios tendrá que hacer?

¿Se separarán tal vez de la Madre patria para vivir independientes, para caer en manos de otras naciones o para aliarse con otras potencias vecinas?

Es imposible contestar a estas preguntas, pues a todas se puede responder con un «sí» y un «no», según el tiempo que se quiera marcar. Si no hay un estado eterno en la naturaleza, ¡cuánto menos lo debe de haber en la vida de los pueblos, seres dotados de movilidad y movimiento! Así es que para responder a estas preguntas es necesario fijar un espacio ilimitado de tiempo, y con arreglo a él tratar de prever los futuros acontecimientos.

«La Solidaridad»; núm. 16: Barcelona, 30 septiembre 1889.

CHAPTER 2

¿Qué será de las Filipinas dentro de un siglo?

¿Continuarán como colonia española?

Si esta pregunta se hubiera hecho tres siglos atrás, cuando, a la muerte de Legazpi, los malayos filipinos empezaron poco a poco a desengañarse, y encontrando pesado el yugo intentaron vanamente sacudirlo, sin duda alguna que la respuesta hubiera sido fácil. Para un espíritu entusiasta de las libertades de su patria, para uno de aquellos indomables Kagayanes que alimentaban en sí el espíritu de los Magalats, para los descendientes de los heroicos Gat Pulintang y Gat Salakab de la provincia de Batangas, la independencia era segura, era solamente una cuestión de entenderse y de tentar un decidido esfuerzo. Empero, para el que, desengañado a fuerza de tristes experiencias, veía en todas partes desconcierto y desorden, apatía y embrutecimiento en las clases inferiores, desaliento y desunión en las elevadas, solo se presentaba una respuesta y era: tender las manos a las cadenas, bajar el cuello para someterlo al yugo y aceptar el porvenir con la resignación de un enfermo que ve caer las hojas y presiente un largo invierno, entre cuyas nieves entrevé los bordes de su fosa. Entonces el desconcierto era la razón del pesimismo; pasaron tres siglos, el cuello fuese acostumbrando al yugo, y cada nueva generación, procreada entre las cadenas, se adaptó cada vez mejor al nuevo estado de las cosas.

Ahora bien; ¿encuéntranse las Filipinas en las mismas circunstancias de hace tres siglos?

Para los liberales Españoles el estado moral del pueblo continúa siendo el mismo, es decir, que los Indios filipinos no han adelantado; para los frailes y sus secuaces, el pueblo ha sido redimido de su salvajismo, esto es, ha progresado; para muchos Filipinos, la moral, el espíritu y las costumbres han decaído, como decaen todas las buenas cualidades de un pueblo que cae en la esclavitud, esto es, ha retrocedido.

Dejando a un lado estas apreciaciones, para no alejarnos de nuestro objetivo, vamos a hacer un breve paralelo de la situación política de entonces con la del presente, para ver si lo que en aquel tiempo no ha sido posible, lo será ahora, o viceversa.

Descartémonos de la adhesión que pueden tener los Filipinos a España; supongamos por un momento con los escritores españoles que entre las dos razas solo existen motivos de odio y recelo; admitamos las premisas cacareadas por muchos de que tres siglos de dominación no han sabido hacer germinar en el sensible corazón del Indio una semilla de afección o de gratitud, y veamos si la causa española ha ganado o no terreno en el Archipiélago.

Antes sostenían el pabellón español ante los Indígenas un puñado de soldados, trescientos o quinientos a lo más, muchos de los cuales se dedicaban al comercio y estaban diseminados, no solo en el Archipiélago, sino también en las naciones vecinas, empeñados en largas guerras contra los Mahometanos del Sur, contra los Ingleses y Holandeses, e inquietados sin cesar por Japoneses, Chinos y alguna que otra provincia o tribu en el interior. Entonces las comunicaciones con México y España eran lentas, raras y penosas; frecuentes y violentos los disturbios entre los poderes que regían el Archipiélago; exhausta casi siempre la Caja, dependiendo la vida de los colonizadores de una frágil nao, portadora del comercio de la China; entonces los mares de aquellas regiones estaban infestados de piratas, enemigos todos del nombre español, siendo la marina con que éste se defendía, una marina improvisada, tripulada las más de las veces por bisoños aventureros, si no por extranjeros y enemigos, como sucedió con la armada de Gómez Pérez Dasmariñas, frustrada y detenida por la rebelión de los bogadores Chinos que le asesinaron, destruyendo todos sus planes e intentos. Y sin embargo, a pesar de tan tristes circunstancias el pabellón español se ha sostenido por más de tres siglos, y su poder, si bien ha sido reducido, continúa sin embargo rigiendo los destinos del grupo de las Filipinas.

En cambio la situación actual parece de oro y rosa, diríamos, una hermosa mañana comparada con la tempestuosa y agitada noche del pasado. Ahora, se han triplicado las fuerzas materiales con que cuenta la dominación española; la marina relativamente se ha mejorado; hay más organización tanto en lo civil como en lo militar; las comunicaciones con la Metrópoli son más rápidas y más seguras; ésta no tiene ya enemigos en el exterior; su posesión está asegurada, y el país dominado, tiene al parecer menos espíritu, menos aspiraciones a la independencia, nombre que para él casi es incomprensible; todo augura, pues, a primera vista otros tres siglos, cuando menos, de pacífica dominación y tranquilo señorío.

Sin embargo por encima de estas consideraciones materiales se ciernen invisibles otras de carácter moral, mucho más trascendentales y poderosos.

Los pueblos del Oriente en general y los Malayos en particular son pueblos de sensibilidad: en ellos predomina la delicadeza de sentimientos. Aun hoy, a pesar del contacto con las naciones occidentales que tienen ideales distintos del suyo, vemos al Malayo filipino sacrificar todo, libertad, comodidad, bienestar, nombre en aras de una aspiración, o de una vanidad, ya sea religiosa, ya científica o de otro carácter cualquiera, pero a la menor palabra que lastime su amor propio olvida todos sus sacrificios, el trabajo empleado y guarda en su memoria y nunca olvida la ofensa que creyó recibir.

Así los pueblos Filipinos se han mantenido fieles durante tres siglos entregando su libertad y su independencia, ya alucinados por la esperanza del Cielo prometido, ya halagados por la amistad que les brindaba un pueblo noble y grande como el español, ya también obligados por la superioridad de las armas que desconocían y que para los espíritus apocados tenían un carácter misterioso, o ya porque valiéndose de sus enemistades intestinas, el invasor extranjero se presentaba como tercero en discordia para después dominar a unos y otros y someterlos a su poderío.

Una vez dentro la dominación española, mantúvose firme gracias a la adhesión de los pueblos, a sus enemistades entre sí, y a que el sensible amor propio del Indígena no se encontraba hasta entonces lastimado. Entonces el pueblo veía a sus nacionales en los grados superiores del ejército, a sus «maeses de campo» pelear al lado de los héroes de España, compartir sus laureles, no escatimándoseles nunca ni honores, ni honras ni consideraciones; entonces la fidelidad y adhesión a España, el amor a la Patria hacían del Indio, Encomendero y hasta General, como en la invasión inglesa; entonces no se habían inventado aún los nombres denigrantes y ridículos con que después han querido deshonrar los más trabajosos y penibles cargos de los jefes indígenas; entonces no se había hecho aún de moda insultar e injuriar en letras de molde, en periódicos, en libros «con superior permiso» o «con licencia de la autoridad eclesiástica», al pueblo que pagaba, combatía y derramaba su sangre por el nombre de España, ni se consideraba como hidalguía ni como gracejo ofender a una raza toda, a quien se le prohibe replicar o defenderse; y si religiosos hubo hipocondríacos, que en los ocios de sus claustros se habían atrevido a escribir contra él, como el agustino Gaspar de San Agustín y el jesuíta Velarde, sus ofensivos partos no salían jamás a luz, y menos les daban por ello mitras o les elevaban a altas dignidades. Verdad es que tampoco eran los Indios de entonces como somos los de ahora: tres siglos de embrutecimiento y oscurantismo, algo tenían que influir sobre nosotros; la más hermosa obra divina en manos de ciertos obreros puede al fin convertirse en caricatura.

Los religiosos de entonces, queriendo fundar su dominio en el pueblo, se acercaban a él y con él formaban causa contra los encomenderos opresores. Naturalmente, el pueblo que los veía con mayor instrucción y cierto prestigio, depositaba en ellos su confianza, seguía sus consejos y los oía aun en los más amargos días. Si escribían, escribían abogando por los derechos de los Indios y hacían llegar el grito de sus miserias hasta las lejanas gradas del Trono. Y no pocos religiosos entre seglares y militares emprendían peligrosos viajes, como «diputados del país», lo cual unido a las estrictas «residencias» que se formaban entonces ante los ojos del Archipiélago a todos los gobernantes, desde el Capitán general hasta el último, consolaban no poco y tranquilizaban los ánimos lastimados, satisfaciendo, aunque no fuese más que en la forma, a todos los descontentos.

Todo esto ha desaparecido. Las carcajadas burlonas, penetran como veneno mortal en el corazón del Indio que paga y sufre, y son tanto más ofensivas cuanto más parapetadas están: las antiguas enemistades entre diferentes provincias las ha borrado una misma llaga, la afrenta general inferida a toda una raza. El pueblo ya no tiene confianza en los que un tiempo eran sus protectores, hoy sus explotadores y verdugos. Las máscaras han caído. Ha visto que aquel amor y aquella piedad del pasado se parecían al afecto de una nodriza, que incapaz de vivir en otra parte, deseara siempre la eterna niñez, la eterna debilidad del niño, para ir percibiendo su sueldo y alimentarse a su costa; ha visto que no solo no le nutre para que crezca, sino que le emponzoña para frustrar su crecimiento, y que a su más leve protesta ¡ella se convierte en furia! El antiguo simulacro de justicia, la santa «residencia» ha desaparecido; principia el caos en la conciencia; el afecto que se demuestra por un Gobernador general, como La Torre, se convierte en crimen en el gobierno del sucesor, y basta para que el ciudadano pierda su libertad y su hogar; si se obedece lo que un jefe manda, como en la reciente cuestión de la entrada de los cadáveres en las iglesias, es suficiente para que después el obediente subdito sea vejado y perseguido por todos los medios posibles; los deberes, los impuestos y las contribuciones aumentan, sin que por eso los derechos, los privilegios y las libertades aumenten o se aseguren los pocos existentes; un régimen de continuo terror y zozobra agita los ánimos, régimen peor que una era de disturbios, pues los temores que la imaginación crea suelen ser superiores a los de la realidad; el país está pobre; la crisis pecuniaria que atraviesa es grande, y todo el mundo señala con los dedos a las personas que causan el mal, ¡y nadie sin embargo se atreve a poner sobre ellas las manos!

Es verdad que como una gota de bálsamo a tanta amargura ha salido el Código Penal; pero ¿de qué sirven todos los Códigos del mundo, si por informes reservados, por motivos fútiles, por anónimos traidores se extraña, se destierra sin formación de causa, sin proceso alguno a cualquier honrado vecino? ¿De qué sirve ese Código Penal, de qué sirve la vida si no se tiene seguridad en el hogar, fe en la justicia, y confianza en la tranquilidad de la conciencia? ¿De qué sirve todo ese andamiaje de nombres, todo ese cúmulo de artículos, si la cobarde acusación de un traidor ha de influir en los medrosos oídos del autócrata supremo, más que todos los gritos de la justicia?


(Continues...)

Excerpted from Filipinas Dentro de Cien Años by José Rizal. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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