Un capitán condecorado en el ejército estadounidense, Luis Montalván nunca se achicó ante un desafío durante sus dos períodos de servicio en Iraq. Sin embargo al regresar a casa después del combate, las presiones de sus heridas físicas, su traumática lesión cerebral, y el trastorno de estrés post-traumático empezaron a pasar factura. Atormentado por la guerra y en el dolor físico constante, pronto se vio incapaz de subir un simple tramo de escaleras o hacer frente a un viaje en autobús hasta el hospital de veteranos. Bebía, discutía y terminó por desconectarse de las personas que amaba. Alienado y solo, sin poder dormir ni agacharse sin sentir dolor, comenzó a preguntarse si algún día lograría recuperarse.
Fue entonces que Luis conoció a Martes, un golden retriever hermoso y sensible, entrenado para ayudar a los discapacitados. Martes había vivido entre presos y en un hogar para niños con problemas, bendiciendo muchas vidas: podía encender las luces, abrir puertas y detectar cuando alguien iba a sufrir un ataque de ansiedad o de flashbacks. Pero debido a un carácter delicado y a una situación única de entrenamiento a Martes le resultaba difícil confiar en o conectar con un ser humano, hasta que llegó Luis.
Hasta Martes es la historia de cómo dos soldados heridos que lo habían dado tanto y sufrido las consecuencias, se encuentran y se salvan mutuamente. Es una historia sobre la guerra y la paz, la lesión y la recuperación, las heridas psicológicas y la sanación espiritual. Pero más que eso, Hasta Martes es una historia de amor entre un hombre y un perro y cómo se sanaron las almas el uno al otro.
Un capitán condecorado en el ejército estadounidense, Luis Montalván nunca se achicó ante un desafío durante sus dos períodos de servicio en Iraq. Sin embargo al regresar a casa después del combate, las presiones de sus heridas físicas, su traumática lesión cerebral, y el trastorno de estrés post-traumático empezaron a pasar factura. Atormentado por la guerra y en el dolor físico constante, pronto se vio incapaz de subir un simple tramo de escaleras o hacer frente a un viaje en autobús hasta el hospital de veteranos. Bebía, discutía y terminó por desconectarse de las personas que amaba. Alienado y solo, sin poder dormir ni agacharse sin sentir dolor, comenzó a preguntarse si algún día lograría recuperarse.
Fue entonces que Luis conoció a Martes, un golden retriever hermoso y sensible, entrenado para ayudar a los discapacitados. Martes había vivido entre presos y en un hogar para niños con problemas, bendiciendo muchas vidas: podía encender las luces, abrir puertas y detectar cuando alguien iba a sufrir un ataque de ansiedad o de flashbacks. Pero debido a un carácter delicado y a una situación única de entrenamiento a Martes le resultaba difícil confiar en o conectar con un ser humano, hasta que llegó Luis.
Hasta Martes es la historia de cómo dos soldados heridos que lo habían dado tanto y sufrido las consecuencias, se encuentran y se salvan mutuamente. Es una historia sobre la guerra y la paz, la lesión y la recuperación, las heridas psicológicas y la sanación espiritual. Pero más que eso, Hasta Martes es una historia de amor entre un hombre y un perro y cómo se sanaron las almas el uno al otro.
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Un capitán condecorado en el ejército estadounidense, Luis Montalván nunca se achicó ante un desafío durante sus dos períodos de servicio en Iraq. Sin embargo al regresar a casa después del combate, las presiones de sus heridas físicas, su traumática lesión cerebral, y el trastorno de estrés post-traumático empezaron a pasar factura. Atormentado por la guerra y en el dolor físico constante, pronto se vio incapaz de subir un simple tramo de escaleras o hacer frente a un viaje en autobús hasta el hospital de veteranos. Bebía, discutía y terminó por desconectarse de las personas que amaba. Alienado y solo, sin poder dormir ni agacharse sin sentir dolor, comenzó a preguntarse si algún día lograría recuperarse.
Fue entonces que Luis conoció a Martes, un golden retriever hermoso y sensible, entrenado para ayudar a los discapacitados. Martes había vivido entre presos y en un hogar para niños con problemas, bendiciendo muchas vidas: podía encender las luces, abrir puertas y detectar cuando alguien iba a sufrir un ataque de ansiedad o de flashbacks. Pero debido a un carácter delicado y a una situación única de entrenamiento a Martes le resultaba difícil confiar en o conectar con un ser humano, hasta que llegó Luis.
Hasta Martes es la historia de cómo dos soldados heridos que lo habían dado tanto y sufrido las consecuencias, se encuentran y se salvan mutuamente. Es una historia sobre la guerra y la paz, la lesión y la recuperación, las heridas psicológicas y la sanación espiritual. Pero más que eso, Hasta Martes es una historia de amor entre un hombre y un perro y cómo se sanaron las almas el uno al otro.
Product Details
ISBN-13: | 9780698184077 |
---|---|
Publisher: | Penguin Publishing Group |
Publication date: | 07/30/2014 |
Sold by: | Penguin Group |
Format: | eBook |
Pages: | 288 |
File size: | 5 MB |
Age Range: | 18 Years |
Language: | Spanish |
About the Author
BRETT WITTER ha colaborado en la escritura de varios libros aclamados, incluido Dewey, bestseller #1 en The New York Times, y también The Monuments Men, Allied Heroes, Nazi Thieves, and The Greatest Treasure Hunt in History. Vive en Louisville Kentucky.
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CELEBRA
Mis mayores agradecimientos van a Peter McGuigan, Hannah Gordon, Stéphanie Abou y toda la gente asombrosa de Foundry Literary & Media. Gracias por creer en Martes y en mí.
Partido por la mitad
Le sucedió a un árbol impactado por un rayo;
el resultado de algo salvaje y violento.
Un árbol partido por la mitad.
¿Cómo es que se llega a algo así?
¿Qué sucedió aquí?
He visto hombres y mujeres partidos por la mitad.
Yo he partido gente por la mitad.
Yo estoy partido por la mitad.
¿Realmente son las dos mitades un todo?
Hay huecos.
Huecos profundos y solitarios,
partidos por la mitad.
Un árbol con huecos.
—LUIS CARLOS MONTALVÁN, 2009
Lo primero que todos notan es el perro. Cada vez que camino por mi barriada del alto Manhattan, todas las miradas van hacia Martes. Unos pocos dudan, cautelosos de un perro tan grande —Martes pesa ochenta libras, mucho para las normas de Nueva York—, pero pronto hasta los cautelosos sonríen. Martes tiene algo en la forma en que se presenta que hace que todos se sientan cómodos ante él. Sin darse cuenta, los obreros de la construcción que beben café durante su descanso le gritan, y las chicas lindas preguntan si pueden acariciarlo. Hasta los niños pequeños se quedan asombrados. “Mira ese perro, Mami”, les oigo decir al pasar. “Qué perro tan bello”.
Y es cierto. Martes es, sin excepción, el golden retriever más atractivo que he conocido. Es grande y bien formado, pero tiene el innato amor por la vida de los golden: juguetón, saltarín y exuberante. Inclusive cuando camina, parece como si estuviera divirtiéndose. No con la alegría bobalicona de un perrito común. Martes no tiene nada de facilón o descuidado, al menos cuando va por la calle. Claro, no puede resistir meter la nariz donde los otros perros han dejado sus marcas, pero cuando no tiene el hocico pegado a un hidrante de incendios, parece tan aristocrático como un perro Westminster de exhibición, caminando ligeramente a mi lado con los ojos y la cabeza dirigidos al frente. También mantiene el rabo en alto; esto evidencia su confianza y muestra su hermoso pelaje, que es más castaño que el del golden normal y parece brillar, incluso en la sombra.
Su pelo maravilloso no es casualidad. Martes ha sido criado durante generaciones con el objetivo de llamar la atención. Ha sido entrenado para desarrollar su temperamento y postura desde los tres días de nacido. No años, días. Todos los días de su vida ha sido cepillado durante al menos quince minutos, y dos veces todos los días desde que yo lo adopté, cuando tenía dos años de edad. Cada vez que regresamos a mi apartamento, le limpio las patas con toallitas húmedas de bebé. Le limpio los oídos y le recorto las uñas al menos una vez por semana. Le recorto el pelo de la parte almohadillada de sus patas y de alrededor de los oídos tan pronto noto que le está creciendo. Hasta le cepillo los dientes con pasta con sabor a pollo todas las noches. Una noche, sin querer agarré la pasta de Martes y me metí un poco en la boca con mi cepillo, y casi vomito. Fue horrible, como comer manzanas pasadas mezcladas con arepas. Pero Martes la adora. Le encanta sentarse en mi regazo mientras lo acicalo. Le encanta que le meta los palillos de Q-tips hasta tres pulgadas dentro de las orejas. Cada vez que ve el cepillo de dientes, echa los labios hacia atrás y me muestra los dientes como en espera de la arena con sabor a pollo.
Pero no se trata solo de su bello pelaje, o de la extraordinaria frescura de su aliento (para ser un perro), o del porte aristocrático que atrae todas las miradas. Es su personalidad. Como puedes ver por la foto en la cubierta de este libro, Martes tiene una cara expresiva. Sus ojos son sensibles, casi tristes —los considero ojos de perro inteligente, ya que parece que siempre te están mirando—, pero su gran sonrisa bobalicona los compensa. Martes es uno de esos animales afortunados cuya boca forma una curva natural hacia arriba, de modo que hasta cuando está simplemente dando zancadas parece feliz. Cuando se ríe de verdad, las comisuras de los labios le llegan hasta los ojos. Entonces se le sale la lengua. Alza la cabeza. Sus músculos se relajan y muy pronto se le menea todo el cuerpo, hasta el rabo.
Además, están sus cejas, un par de grandes nudos peludos encima de la cabeza. Cuando Martes piensa, las cejas se le mueven sin orden preciso, una hacia arriba, la otra hacia abajo. Cada vez que digo su nombre, las cejas comienzan a bailarle, hacia arriba y hacia abajo. También empiezan a galopar cuando huele algo extraño, cuando oye algo a la distancia o distingue a alguien y quiere saber cuáles son sus intenciones. Jamás le pasa por al lado a nadie sin lanzarle una tímida mirada con esos ojos profundos, las cejas moviéndose, una sonrisa natural en el rostro y el rabo meneándose de un lado a otro como si dijera Lo siento, te veo, me gustaría jugar, pero ahora estoy trabajando. Él se conecta, no hay mejor manera de decirlo; tiene un temperamento amistoso. Es común que la gente saque sus móviles y le tome fotos. No estoy bromeando: Martes es ese tipo de perro.
Y luego, de paso, me notan a mí, el grandullón al lado de la estrella. Soy hispano —cubano por parte de padre y puertorriqueño por parte de madre—, pero soy lo que se conoce como un “latino blanco”, alguien de piel lo bastante clara como para que piensen que soy de ascendencia caucásica. También tengo seis pies y dos pulgadas de estatura, soy ancho de hombros y de cuerpo musculoso debido a décadas de ejercicios, por desgracia ya parte de mi pasado. Mi cuerpo se está ablandando, lo reconozco, pero aún impresiono, digámoslo así. Por eso es que me llamaban “el Terminator”, cuando trabajaba con el Ejército de los Estados Unidos. Por eso es que me convertí en capitán de ese Ejército, y estuve al frente de un pelotón de hombres en combate y entrené a soldados, policías y policías fronterizos iraquíes al nivel de regimiento. No hay nada en mí, en otras palabras —hasta la manera recta y rígida en que me conduzco— que parezca incapacitado. Por el contrario, la primera impresión que le doy a casi todo el mundo, me han dicho, es la de un policía.
Bueno, hasta que notan el bastón en mi mano izquierda, y la manera en que me apoyo sobre él al caminar. Luego se dan cuenta de que mi andar rígido y la postura recta no significan orgullo, sino que son una necesidad física. No ven las otras cicatrices: las vértebras fracturadas y la rodilla hecha pedazos que me dio esta cojera, o la lesión traumática del cerebro que me produce migrañas paralizantes y serios trastornos de equilibrio. Todavía más ocultas están las heridas psicológicas: los recuerdos traumáticos recurrentes y las pesadillas, la ansiedad social y la agorafobia, los ataques de pánico al ver algo tan inofensivo como una lata de refresco abandonada, que se usaban comúnmente como bombas improvisadas durante mis dos misiones en Irak. No ven el año que pasé en un limbo alcohólico, tratando de enfrentar la destrucción de mi familia, mi matrimonio y mi carrera; los meses que pasé tratando de salir inútilmente de mi apartamento, la traición de los ideales —deber, honor, respeto, hermandad— en los que había creído antes de la guerra.
Y debido a que no pueden ver esas cosas, nunca entienden por completo mi relación con Martes. No importa cuánto lo admiren, jamás podrán saber lo que él significa para mí. Porque Martes no es un perro como los demás. Camina justo a mi lado, por ejemplo, o exactamente dos pasos al frente, según como se sienta. Me guía al bajar las escaleras. Está entrenado para responder a más de ciento cincuenta órdenes y a darse cuenta de cuándo cambia mi respiración o se me agita el pulso, de manera de poder empujarme con la cabeza hasta que yo me haya desembarazado de los recuerdos y esté de vuelta en el presente. Él es mi barrera ante las multitudes, mi distracción de la ansiedad y mi ayudante en las tareas cotidianas. Hasta su belleza es una manera de protección, porque llama la atención y hace que la gente se sienta a gusto. Por eso es que fue criado para lucir tan guapo: no por vanidad, sino para que la gente lo note y, con suerte, el chaleco rojo con la cruz blanca médica que lleva a la espalda. Porque ese hermoso Martes, despreocupadamente alegre y favorito de los vecinos, no es mi mascota; es un perro de servicio entrenado para ayudar a los minusválidos.
Antes de Martes, yo vislumbraba francotiradores en los tejados. Antes de Martes, me pasaba más de una hora en mi apartamento llenándome de valor para caminar media cuadra hasta la licorería. Tomaba veinte medicamentos al día para todo, desde el dolor físico hasta una grave agorafobia, y hasta los encuentros sociales más inofensivos me producían migrañas que me paralizaban. Algunos días, apenas podía agacharme debido a las lesiones en mis vértebras. Otro días, cojeaba media milla en una confusión total, y me despertaba en una esquina sin idea alguna de dónde estaba ni cómo había llegado allí. Tenía tan poco equilibrio a causa de una lesión cerebral traumática (TBI, por sus siglas en inglés) que a veces me caía, como una vez en que rodé por una escalera de concreto de una estación del metro.
Antes de Martes no podía trabajar. Antes de Martes, no podía dormir. Bebía botellas enteras de ron de una sentada, pero aun así me quedaba en la cama sin pegar los ojos. Y cada vez que lo hacía, veía cosas terribles: un agresor que quería matarme, un niño muerto. Luego de una agotadora sesión de terapia fui a una cafetería, abrí mi laptop y vi el rostro de un terrorista suicida de Sinjar, en Irak. Un pelotón de soldados iraquíes asociado con nuestro regimiento había colocado su tienda de descanso demasiado cerca de su vehículo de control y el terrorista había hecho volar en pedazos a varios de ellos. Cuando llegué, la tienda todavía humeaba, las sirenas sonaban estrepitosamente y había pedazos humanos por todas partes. Pisaba el brazo arrancado de un cuerpo e iba hacia la carrocería hecha trizas del vehículo del terrorista cuando lo vi. No su cuerpo, que había sido destruido. No su cabeza, que había sido decapitada y pulverizada. Vi su rostro, arrancado de cuajo debido a la explosión, descansando tranquilamente en el suelo en medio de aquel infierno como una máscara infantil. Las cuencas de los ojos estaban vacías, pero el resto permanecía: cejas, nariz, labios y hasta su barba.
Enterré aquel rostro en mi mente durante tres años, pero cuando resurgió durante la terapia, no pude olvidarlo. Lo veía en la pantalla de mi computadora. Lo veía en el televisor de la esquina de la cafetería. Me iba, pero lo entreveía en cada vitrina por la que pasaba. Me apresuraba hacia la estación de metro, impulsándome con el bastón. Me agarraba con furia del primer vagón del tren subterráneo y me derrumbaba junto a la puerta. Sudaba copiosamente, y podía oler mi propio hedor, esa fétida mezcla de adrenalina y miedo. Me daba mucha pena por la mujer impecablemente vestida de negro a mi lado, pero no podía hablar. No podía alzar la vista. Trataba de no moverme. Cerraba los ojos, pero la cara arrancada del terrorista suicida, tan diabólica y, sin embargo, tan calmada, estaba impresa en mis párpados. Sudaba a más no poder mientras el tren avanzaba trabajosamente por la vía, con la cabeza martilleándome y el estómago dando vueltas, hasta que finalmente, mientras estallaba una migraña como si fuera una bomba de hidrógeno, me lanzaba fuera del asiento, abría la puerta de emergencia y, doblado en el espacio entre los dos carros, vomitaba sobre la vía, mi vida saliéndose de mí nuevamente y explotando en mil pedazos.
No me recuperé, al menos no realmente, hasta Martes. No comencé a armar las piezas, y a reunirlas en un todo, hasta que este hermoso golden retriever, entrenado durante dos años para cambiar la vida de alguien como yo, se hizo inseparable de mi lado. Martes me dio libertad, hasta de mis peores temores, y al hacerlo me devolvió la vida.
Así que no, Martes no es mi mascota. No solo me hace reír, o me trae los zapatos, o me da alguien con quien jugar en el parque. No me enseña lecciones metafóricas de la vida. No me saluda cada vez que abro la puerta, porque nunca está al otro lado de la puerta. Está siempre conmigo. Cada segundo. Va conmigo a la tienda. Va conmigo a clase. Sube conmigo a los taxis y come conmigo en los restaurantes. Cuando voy a la cama por la noche, Martes me arropa con las sábanas. Cuando me despierto, se me acerca. Cuando voy a un servicio público, Martes está ahí. En el urinario. Siempre junto a mí.
Estamos ligados, perro y hombre, de una forma en que la gente con cuerpos sanos no podrá entender nunca, porque nunca experimentarán nada como esto. Mientras Martes viva, estará conmigo. Ninguno de los dos estará solo jamás. Nunca estaremos sin un compañero. Jamás tendremos privacidad alguna, inclusive en nuestros pensamientos, porque Martes y yo estamos tan sintonizados el uno con el otro después de más de dos años juntos que podemos leer el lenguaje del otro y saber qué está pensando.
Naturalmente, no siempre fue así. Durante un año, Martes y yo vivimos a dos horas de distancia, sin conocernos aún. Durante un tiempo en 2007, teníamos tantos problemas que quienes nos conocían dudaban de que algún día pudiéramos recuperarnos. Esa también es parte de nuestra historia: la travesía que realizamos para llegar hasta aquí, las experiencias que crearon esa necesidad. Pero nosotros no somos sencillamente un perro de servicio y su amo; Martes y yo también somos el mejor amigo el uno del otro. Almas gemelas. Hermanos. Como quieran llamarle. No estábamos hechos el uno para el otro, pero al final cada uno resultó ser exactamente lo que el otro necesitaba.
Y por eso es que siempre sonrío cuando Martes se sienta en el quicio de mi edificio de apartamentos en la calle 112 Oeste, disfrutando del calorcito del sol. Sonrío porque, aun más que su entrenamiento, fue la personalidad de Martes la que rompió mi caparazón y me liberó. Martes es un perro alegre. Ama la vida. Y cuando estás con alguien así cada segundo de cada día, ¿cómo no vas a amar tú también la vida? Gracias a él, por primera vez en mucho tiempo aprecio los momentos sencillos en que mi perro está junto a mí. Y no solo porque fue tan difícil lograrlo para Martes y para mí, sino porque los momentos de tranquila amistad son los que hacen la vida —la vida de todos— tan maravillosa.
“Hola, Martes”, dice siempre alguien y me saca de mis cavilaciones, porque aunque hemos vivido en la calle 112 Oeste durante menos de dos años, Martes ya es famoso en la manzana.
Cuando eso pasa, Martes se anima. Este pícaro encantador sube y baja las cejas unas cuantas veces, pero ni siquiera me echa una miradita ansiosa por encima del hombro. Él es un perro de servicio. Es demasiado disciplinado como para pedir favores o para que lo distraigan sus admiradores. Pero puedo ver, por la amplitud y rapidez con que menea el rabo, que quiere que le dé una nueva orden, “Ve y saluda”, que le permite que lo acaricien mientras está de servicio. Ahora casi siempre se la doy. Porque confío en él. Porque él conoce sus responsabilidades. Porque ama su vida. Porque le gusta hacer feliz a la gente, y eso me hace feliz a mí. Y porque sé que Martes puede restregar su cabeza debajo de la mano de cualquiera sin olvidar que me pertenece, igual que yo le pertenezco a él.
“¿Puedo tomarle un foto? Es un perro increíble”.
Mucho más de lo que te imaginas, pienso, mientras me salgo del fondo para que la joven pueda tomar la foto de Martes solo. No tienes ni idea.
Amor y trabajo... trabajo y amor, no hay más que eso.
—SIGMUND FREUD
Martes nació el 10 de septiembre de 2006, uno de una camada de cuatro bellos cachorritos golden retriever de pura sangre. No, no fue un martes. Fue un domingo, así que eso no sirve para explicar su nombre. A lo largo de los años he inventado algunas otras explicaciones. Lo encontré un martes, el día de la elección presidencial de 2008. Me gusta la canción “Ruby Tuesday” de los Rolling Stones. Ese día recibió su nombre del dios nórdico de la guerra y fue dedicado al dios hindú de las travesuras, y ambos resultaron adecuados.
La verdad es que el nombre de Martes es un misterio. Puede que haya sido uno de cuatro de su camada, pero también fue el golden retriever aproximadamente número doscientos de Perros de Servicio de la Costa Este (ECAD, por sus siglas en inglés)*, una organización sin fines lucrativos en la parte norte del estado de Nueva York que entrena perros para minusválidos. Los dos años y $25.000 de entrenamiento que tomaría convertirlo en un compañero capaz de transformar la vida de alguien, fueron costeados por un donante anónimo, de manera que el donante le dio el nombre a él y a dos de sus hermanos, Linus y Blue. Aún no sé quién fue esa persona, ni mucho menos por qué escogieron Martes.
“La gente se reía del nombre”, me dijo una vez un empleado de ECAD. “Ahora a todos les encanta”.
Solo puedo imaginarme a Martes de cachorrito, ya que no lo conocí hasta los dos años, pero, como todo el mundo, he visto fotos de golden retrievers recién nacidos, apretando sus pelados cuerpos contra su madre y empujando para tomar leche. Sus cuerpos son lisos, y te caben justo en la mano, y sus rostros adorables, mofletudos alrededor de los labios, les dan una expresión triste e indefensa que es completamente irresistible. Martes era de color más ambarino que sus hermanos y me lo imagino como el bobalicón de la camada, dando vueltas y mordisqueando a sus hermanos y hermanas, y luego tambaleándose con sus patitas de bebé hasta caer como un bulto feliz y cansado. Martes era un perro de familia; le encantaba el contacto constante con sus hermanos. Cuando la pila de cachorritos descansaban juntos, con las cabezas y rabitos apuntando en todas direcciones, sin duda que el que más se notaba era Martes, con su pelaje anaranjado destacándose entre el gran montón amarillento, y sus ojos oscuros, que se abrían por primera vez, mirándote fascinados. Incluso entonces, me imagino, las miradas seductoras de sus ojitos pardos eran irresistibles.
Pero la infancia de Martes fue mucho más que eso. Martes nació para ser uno de los perros más perfectamente desarrollados del mundo —un perro de servicio para minusválidos— y comenzó su entrenamiento a los tres días de nacido, muchos antes de abrir los ojos, cuando aún se arrastraba con la pancita hacia la leche de su madre. Mamar es la actividad más tranquilizadora de la vida de un animal, y por ello es su mejor recompensa. Martes, pequeñito y sin visión aún, se sentía tranquilo cuando su madre lo alimentaba. Se sentía alimentado y seguro, y ECAD necesitaba que experimentara eso junto a los humanos. Así que a los tres días de nacido, Lu Picard, la extraordinaria fundadora y entrenadora principal de ECAD, comenzó a tocarlo en las patas mientras mamaba, para así asociar ese toque y el olor humano con el placer de la leche materna. Martes era tan joven que sus sentidos no se habían desarrollado todavía. Tenía las orejas pegadas a la cabeza, y los ojos cerrados. Las patas eran su zona más sensible. Como recién nacido, le servían de guía en el mundo.
A los quince días de nacido, sus ojos se abrieron, pequeños e inocentes. Me imagino su cara: la pelusa de bebé del hocico, su boca delicada, sus ojos pardos, inquisitivos y fascinados por los colores y las formas. Al mismo tiempo, se le abrieron los oídos y por primera vez pudo sentir el mundo más allá del tacto. Ahora, cuando Lu le tocaba las patas decía “pa-pa-pa” y luego “smk-smk-smk”, como el sonido de un beso. Ella imitaba el sonido de la lactancia y le ofrecía el único sonido que él ya conocía.
Ahora que ya Martes podía sentir el mundo, Lu le impedía suavemente que se alimentara. Martes, al igual que sus hermanos y hermana, lloriqueaba por su leche. Era todo lo que sabía; ansiaba su seguridad y bienestar. Pero Lu lo tocaba y le decía “pa-pa-pa, smk-smk-smk”, hasta que, lentamente, el perro dejaba de forcejear y llorar. Tan pronto se calmaba, ella lo dejaba acercarse a su madre. Le estaba enseñando paciencia y modales: que el autocontrol tenía su recompensa, pero las súplicas y la agresión, no.
A las cinco semanas, el entrenamiento formal de Martes comenzó con varias horas de ejercicios caminando con la correa y la presentación de algunas órdenes sencillas. También se lo condujo a Green Chimneys Farm, una instalación de entrenamiento para perros de servicio en donde niños de primaria bajo tratamiento debido a problemas emocionales o de comportamiento —los primeros de muchos a los que Martes habría de ayudar— le ponían comida en la boca. No había una necesidad biológica. Martes era todavía un montón de pelos que apenas veía y que se tambaleaba y tropezaba en vez de caminar, totalmente dependiente de su madre. La comida era un instrumento de entrenamiento. Los cachorros comienzan comiendo el alimento que la madre regurgita; el olor de su saliva les dice que esa comida no les hará daño. Se trata de una confianza biológica fundamental. Martes aprendía a confiar también en los seres humanos.
No quería comer. Por lo menos al principio. Ninguno de los cachorros quería. Era como si fueran niños de siete meses y unos extraños los alimentaran. Así que Martes cerraba la boca. Sacudía la cabeza. Escupía la comida cuando se la empujaban por entre los labios. Los niños lo acariciaban, lo animaban, le daban más comida. Él la empujaba con la lengua, la esputaba, con los ojos apretados y la boca abierta y colgante mientras lengüeteaba con asco.
Finalmente, comenzó a lamer la comida. No tenía sentido resistirse, y además, estaba hambriento. Los niños decían “sí, sí, sí”, “bien, bien, bien”. Se les había dicho que estimularan su buen comportamiento, pero fue su entusiasmo y alegría, más que sus palabras, lo que hizo responder a Martes. A los perros les encanta hacer felices a la gente. Son animales de manada; está en sus genes. Incluso los cachorros recién nacidos, con apenas la coordinación suficiente para caerse, mueven el rabito cuando se les apoya positivamente.
Así que Martes comió. “Sí, sí, qué bien, qué bien”. Martes alegremente comía más. Los niños volvían a elogiarlo. “Qué bien, Martes, qué perrito tan bueno”. Ambos estaban aprendiendo a concentrarse en una tarea, a tener paciencia y confianza. En lugar de actuar en busca de atención, descubrían que el lograr algo era una recompensa poderosa. Martes también estaba aprendiendo una de las lecciones esenciales de su vida: que seguir órdenes tenía recompensas —cariño y amor.
En ECAD se lo trasladó desde el cajón donde nació y donde se estaba criando, hacia un espacio interior-exterior más grande donde podía aprender a caminar y revolcarse con sus hermanos. Su madre aún le daba la teta tres veces al día, pero desde que estaba alimentándose con comida, ya ella no le limpiaba lo que defecaba. Las perras nunca lo hacen cuando ya el cachorrito ha ingerido comida sólida, así que aquí se presentó otra oportunidad. Lu añadió virutas de madera a la caja de mayor tamaño y Martes, que ya a las seis semanas percibía lo que querían los humanos, inmediatamente entendió que las virutas eran para hacer caca y pipi sobre ellas. Todos los días, Lu alejaba las virutas cada vez más de la madre, de modo que Martes tuviera que caminar más para hacer sus necesidades.
Al cabo de unos días, colocamos un pedazo de madera y uno de plástico con nudos entre los cachorros y su mamá. En lugar de jugar inocentemente en el cálido montoncito, los cachorros —que no eran más que patas, orejas y rabitos que se agitaban— tenían ahora que superar un obstáculo para llegar a la leche. El alfa de la camada era siempre el primero, tambaleándose por entre los nudos e incorporándose de nuevo, y luego cayendo otra vez sobre el pedazo de madera. Cuando lo lograba, los otros lo seguían. Así fue como supe que Martes nunca era el primero en pasar. Martes no tenía nada de alfa, y por esa razón es un maravilloso perro de servicio. De hecho, la mayoría de los alfas fallan en los programas para perros de servicio debido a que son demasiado asertivos. Los perros de Lu eran diferentes debido a que, luego de cruzar generaciones de perros adaptables, hasta sus alfas eran demasiado sumisos. Para Lu, “sumiso” era un elogio. Significaba que sus perros no eran agresivos y dominantes; que eran amigables y confiados, las características perfectas para un perro de servicio.
En la camada de Martes, el alfa era Blue. Pero siempre imagino que Martes era el segundo. No porque fuera más fuerte, aunque siempre fue más grande que sus hermanos. Y no porque fuera asertivo, aunque de verdad que es un perro curioso y obstinado. La característica que define a Martes, para mí, es su deseo de cariño, su necesidad de que lo toquen y le den afecto. Una vez me dijeron que hay dos tipos de perro: los que se apoyan y los que no. Los primeros siempre te están tocando, frotándose contra tu cadera cuando te pasan por al lado, dejándose caer a tus pies cuando descansan, colocando sus patas en tu regazo cuando te sientas. Los que no se apoyan, se quedan a unos pies de distancia, se echan cerca, pero nunca sobre ti. Esto no es falta de cariño. Están contigo, pero quieren su propio espacio.
Martes es un perro que se apoya. En realidad, en la gran jerarquía de los que se apoyan, Martes podría ser el rey de los alfa. Ansía el contacto. Lo necesita como el agua o el aire. Desde el día en que lo conocí, me animaba a que lo tocara, y siempre se está restregando contra mí o dándome cabezazos. Por eso es que me imagino al joven Martes, con los ojos apretados por el esfuerzo de comenzar a ver, meneando su pequeño trasero con energía para colarse por debajo del obstáculo o saltando una, dos, tres veces, con la lengua afuera y agitando las patas delanteras, antes de caerse de cara al suelo en el otro lado de la barrera. No puede resistir estar solo; se habría muerto si lo llegan a separar de su madre cuando era un cachorrito, inclusive por un momento. Lo imagino casi echando a correr, del modo torpe y tambaleante en que lo hacen los animales muy jóvenes, por el piso rugoso y luego lloriquear quedamente mientras Lu lo aguantaba hasta que, por fin, se calmaba, dejaba de mover las patas delanteras, respiraba más tranquilo y esperaba obedientemente su turno.
Era todo parte del entrenamiento. Los cachorros como Martes no solo tienen que obedecer órdenes; necesitan una ética de trabajo. Tienen que entender cómo servir a la gente, y tienen que querer las recompensas que conlleva ese servicio. A lo largo de las siguientes dos semanas, el entrenamiento de Martes aumentó mientras que disminuyó el contacto con su madre, de modo que para cuando ya estaba completamente destetado, alrededor de la octava semana, como es lo natural en todos los perros, estaba entrenándose cuatro días a la semana. Para entonces, su vínculo con la madre ya había sido transferido a la persona a cuyo lado caminaba, y quien le daba órdenes y se comunicaba con él por medio de la correa. Recibía un cuidado excelente. Lo cepillaban dos veces al día y le daban la comida más saludable. Pasaba tiempo con sus hermanos y hermana cuando no estaba trabajando, de manera que se mantenía en buena forma física y mental. Pero no lo mimaban. Era parte de un sistema, y todo dentro de ese sistema, hasta el tiempo de descanso, era cuidadosamente calibrado para crear al perro de servicio ideal. Como lo describió Lu Picard con su práctico acento suburbano neoyorquino: “Hay mucho afecto, pero no hay amor gratis. Trabajas, y recibes amor. No lo recibes si no haces nada”.
O como me dijo en otra ocasión: “Se trata del cliente... Trato de darle a mi cliente más independencia, más libertad y más interacción positiva”.
Alta y delgada, con un mechón de pelo castaño ondulado, Lu no pretende que lo que hace luzca glamoroso. Puede hablar de perros como si fueran autos Volkswagen y Rolls-Royce cuando describe sus procesos, pero ni sus entrecortadas descripciones engañan a nadie por mucho tiempo. No está metida en el negocio del entrenamiento de perros para ganar dinero y, a diferencia de otras personas que conozco en ese campo, no tiene interés en que el público la adule ni en codearse con celebridades. Se dedica a ese negocio por los clientes, y por su amor a los perros, y por el recuerdo de su padre.
El padre de Lu la crió solo cuando su madre murió siendo ella una adolescente. Trabajó mucho y se sacrificó por su hija. Nunca volvió a casarse, pero siempre planeó viajar, tal vez mudarse a la Florida... algún día, algún día. Cuando se retiró, Lu se puso loca de contenta. Por fin iba a vivir su sueño. Dos semanas después, tuvo un serio derrame cerebral.
“Me quedé lívida”, me dijo Lu. “No soy una santurrona, pero te voy a caer encima si maltratas a alguien que está pasando por un mal momento. Si esa persona no puede levantarse y la sigues golpeando, me voy a meter en la pelea, que lo dejes te digo, y tú, levántate, es que soy así... Así que cuando mi padre tuvo el derrame, me quedé lívida. Me quedé como quien dice, pero esto no está bien. ¿Qué pasó con los años dorados?”.
Incapaz de caminar y de hablar sin dificultad, su padre se mudó con Lu y su esposo. A las pocas semanas, cayó en una gran depresión.
“Debí haberme muerto”, murmuraba una y otra vez. “Ojalá me hubiese muerto”.
La atención médica tradicional no estaba dando resultado, así que Lu trató algo diferente. Entrenó un perro. En ese tiempo, ella se dedicaba a transformar perros jóvenes en mascotas bien educadas para residentes ricos de las afueras de la ciudad, así que tenía una verdadera perrera en su garaje. Creó un arnés para perros con un mango sólido y enseñó a uno de sus mejores perros a quedarse inmóvil —un “hold”, una orden de quedarse quieto, como se llama en el campo de los perros de servicio, aunque Lu en esa época no lo sabía.
Se propuso que el perro sacara a su padre del sofá y lo ayudara a caminar por la casa. Su padre era escéptico, hasta que trató. El primer día, con la ayuda del perro, pudo levantarse del sofá. En unos días, ya caminaba hasta la cocina. Lo más importante es que hablaba, y no en un tono autocompasivo. Le hablaba al perro. Comenzó como una simple necesidad, una fluida conversación de órdenes y estímulos. Pero pronto fue como un diálogo. El perro le daba libertad, pero también le daba algo que Lu no esperaba: compañía. Comenzó a llamar al perro a su lado y a hablarle como a un amigo. Luego se pasaban las tardes enteras juntos y, al poco tiempo, hasta dormían juntos. Mientras los veía caminar a la cocina una noche, sonrientes y felices, Lu se volvió hacia su marido y le dijo, “A esto es a lo que yo debería dedicar mi vida”.
“Pues hazlo”, le contestó él.
Al cabo de un año, después de pasar un entrenamiento especializado en Green Chimneys Farm (el sitio donde Martes servía como terapia para niños con traumas emocionales), Lu Picard fundó East Coast Assistance Dogs (ECAD). Su esposo dejó su empleo poco después y se le unió. No tienen idea de la cantidad de vidas que desde entonces han transformado. Un niño víctima de graves daños cerebrales tras un accidente automovilístico. Una niña autista que no podía relacionarse con ningún otro ser viviente. Un adolescente con parálisis cerebral. Un soldado al que una bomba artesanal de guerrilla le había volado las piernas. No puedo hacer una lista de los nombres, pero sí puedo hablarles del impacto que tuvieron en sus vidas. Es más que profundo: está entre las cosas mejores y más importantes que jamás les sucederán a esas personas. Es la respuesta a sus ruegos: no es la plegaria de “déjame ganar este juego de fútbol”, sino la que viene del fondo del alma. ECAD ha cambiado la forma en que viven día a día. Lo sé, porque eso fue lo que Martes ha hecho por mí.
Esa dinámica no se crea solo con entrenamiento. No se trata sencillamente de inculcar en un perro que complazca a la gente y que tenga el deseo de complacer. Hay algo más que es vital para la relación: un vínculo, un nexo emocional. Un perro de servicio debe desarrollar devoción absoluta por su amo; debe sentir una cercanía con esa persona que va más allá de la vida cotidiana. Para crear ese vínculo especial, ECAD crea una necesidad. En los primeros tres meses, un perro como Martes nunca es entrenado por la misma persona dos días seguidos. Desde que tiene tres días de nacido se le enseña a encontrar aceptación y amor en los humanos, pero nunca se le da una sola persona para que establezca un vínculo especial con ella. Está rodeado de amor, pero se lo aleja del objeto final de ese afecto: un compañero fijo.
Se me hace un poco difícil pensar en eso. Después de todo, yo también he pasado por eso. Cuando regresé de dos misiones en Irak me sentía alejado de los que me rodeaban. Corté los lazos con mi familia. Perdí el contacto con mis compañeros del Ejército, y preferí vivir en una casa móvil cercada, a treinta millas de distancia, y no en la base militar. Pasé dos años en la ciudad de Nueva York, rodeado de personas por todos lados y, sin embargo, estaba completamente aislado. No importaba si hablaba con un montón de personas, o si asistía a clases en Columbia, o incluso, como lo hacía a veces, si iba a juegos de béisbol o conciertos con mis amigos veteranos. Por dentro, estaba como un barco a la deriva, incapaz de conectarme, y vacío.
Lu no da importancia a mis preocupaciones. “Los perros no son como las personas”, me explica. “Ellos viven el momento. ¿Soy feliz ahora? ¿Me dan en este instante lo que quiero, en cuanto a comida, albergue y estímulo? A ellos no les preocupa qué va a pasar con sus vidas”. Necesitan un vínculo, es decir, biológicamente, pero no lo añoran como yo lo hacía, porque ellos no extrañan lo que nunca han tenido. “Yo no puedo darle a este perro todos los gustos de su vida”, explica Lu. “Tiene que esperar hasta que llegue al cliente para darse cuenta de que con esa otra persona su vida es mejor”.
Sé que Martes era feliz en ECAD. Miren, se vuelve completamente loco cada vez que regresa de visita. No vamos a menudo, porque el viaje de tres horas de ida y vuelta en el sistema de transporte público desde mi apartamento en Manhattan hasta el centro en Dobbs Ferry, Nueva York, cansa mucho psicológicamente, pero en cuanto entramos al metro en Grand Central Terminal, Martes sabe adónde vamos. Lo puedo ver en la forma en que pone el cuerpo y en cómo menea el rabo con tal fuerza que se le mueven las ancas traseras de un lado al otro. Se comporta muy bien al sentarse debajo de mi asiento en el tren, pues sabe que necesito que se mantenga tranquilo en espacios reducidos, pero en cuanto llegamos a la estación de Dobbs Ferry comienza a halar la correa. A menudo, tengo que detenerme dos o tres veces en la plataforma y decirle que no lo siga haciendo; entonces obedece por un momento antes de volver a impulsarse para adelantarse. Eso no es típico de él. Sabe que lo necesito a mi lado; jamás me halaría por la escalera hacia arriba. Pero a veces, en Dobbs Ferry, se le olvida. En el microbús de transporte, tiene la costumbre de dar saltitos constantemente para mirar por la ventana, golpeando el asiento con el rabo, jadeando de la emoción. Esta vez, cuando llegamos a ECAD, salta sobre el asiento del microbús y sale por la puerta, lo cual es una grave infracción de su conducta profesional.
Pero no puedo echárselo en cara, como tampoco puedo culparlo porque le guste tanto oler los hidrantes del agua y observar las ardillas. Mi apartamento es el hogar de Martes, pero a él este otro sitio lo atrae intensamente. Si fuera una persona, diría que es allí donde se hizo hombre. Para un perro, dos años es, después de todo, como catorce años para un ser humano. Sus hermanos y hermanas ya se fueron hace tiempo, pero Martes aún siente que tiene un refugio en el salón grande de concreto con las líneas amarillas de entrenamiento en el piso. Aún le encanta mirar a los perros, inclusive si no los conoce. Observa cómo caminan con sus entrenadores, con un brillo pícaro en sus ojos, como si fuera un viejo sargento mayor que observa a un pelotón de prometedores reclutas. No se trata solamente de la alegría de ver tu profesión bien representada por excelentes jóvenes de ambos sexos. Es la atmósfera. La fresca brisa de un día claro, las nubes del atardecer bordeadas de sol, el aroma del otoño sobre la plaza de armas, la cadencia de las botas. Este es el mundo que conoces.
Cuando me siento con Lu, Martes la mira con atención. Mientras hablamos, Martes mueve las cejas con rapidez, como ciempiés que bailan, procesándolo todo. Él posee un entusiasmo innato, con el cuello ligeramente estirado hacia adelante, la lengua colgándole de manera que los labios se curvan hacia arriba para formar su sonrisa natural. Cejas arriba, cejas abajo, cabeza hacia adelante y hacia atrás, mirando entre los dos.
Cuando Lu dice “mi regazo”, Martes reacciona. Es lo que él ha estado esperando, y encarama de un salto las patas delanteras en sus rodillas, dejando que el impulso lo lleve hacia arriba, de manera de poder lamer la nariz de Lu una vez.
“Había olvidado eso de ti, Martes”, ríe Lu. “Me olvidé de lo cariñoso que eres”.
Esa es una curiosa confesión, porque Lu recuerda todo acerca de Martes. Ella ha colocado ciento veinte perros entrenados; puede hablar de ellos como de autos en una línea de ensamblaje, para que entiendas lo que quiero decir; pero para ella estos no son autos. Lu conoce la personalidad y las costumbres, tanto las buenas como las malas, de cada perro que ha entrenado. Sabe qué los motiva, qué los molesta y el mejor tipo de persona con la cual emparejarlos. Después de todo, ella ama los perros. Por eso es que los entrenó con la correa para las amas de casa de los suburbios; por eso es que pasó diecisiete años entrenándolos para los minusválidos. Por eso es que, tan pronto Lu le dio a Martes la oportunidad, él le brincó al regazo y le dio todo su amor en un lengüetazo. Él no hace eso con nadie excepto conmigo. Jamás.
¿Pero Lu Picard? Ella es especial. Yo soy la pareja de Martes. Soy su mejor amigo, su compañero. Pero Lu... ella le dio esta vida. Ella le dio el primer impulso hacia adelante.
Fue ella también quien lo rechazó. En aquel momento pareció una buena idea. Parecía la forma correcta de apoyar una buena causa. Pero al final, la prisión no fue el mejor lugar para un ser de tres meses de edad, o por lo menos para un golden retriever sensible de tres meses como era Martes.
“No lo habría hecho”, me dijo Lu, riéndose mientras Martes trataba de vapulearla con su gran lengua rosada, “si hubiera sabido entonces lo que sé ahora”.
Entiendo lo que dice, pero considerando cómo se dieron las cosas luego, no estoy seguro de estar de acuerdo.
Siempre se ha sabido que el amor no conoce su propia profundidad hasta la hora de la separación.
—KAHLIL GIBRAN
Martes no fue el primer perro de servicio que entrenaron los Puppies Behind Bars (Cachorros tras las rejas). Ni por mucho. El programa llevaba diez años de creado cuando Martes se unió a ellos en 2006. Tenían su propia ala en varias cárceles del estado de Nueva York, donde los prisioneros se entrenaban en su intensivo programa de doce semanas, luego vivían y trabajaban con un perro por alrededor de dieciséis meses seguidos. Tenía cientos de graduados —tanto caninos como humanos— que habían salido hacia vidas productivas fuera de la cárcel.
Martes estaba, sin embargo, en el primer grupo de perros de ECAD que fueron entrenados por Puppies Behind Bars. El programa se había ampliado recientemente para brindar perros de servicio a veteranos de las guerras de Irak y Afganistán, y Lu Picard, a regañadientes, había accedido a ayudar con esa causa. No era que ella estuviera en contra de darles a los presos un trabajo productivo, conocimientos para desenvolverse en la vida y el tipo de relación afectiva que podía abrir sus corazones y revivir su humanidad luego de décadas dentro del deshumanizante sistema carcelario de Estados Unidos. Esas eran, sin duda, metas loables. Ni ella tampoco tenía nada en contra de ayudar a los veteranos heridos. ¿Quién sino una persona sin corazón estaría en contra de eso?
Pero Lu, sencillamente, usaba un método de entrenamiento distinto que el del programa de prisioneros, y no estaba segura de que ambos fueran compatibles. Para Lu, la eliminación del vínculo prematuro y orientado hacia el entrenador era un ingrediente clave para lograr un nexo entre cliente y perro de servicio. En Puppies Behind Bars, un instructor profesional solo estaba en la prisión durante unas horas cada semana. El resto del tiempo, los perros eran entrenados con un preso (o presa) específico y vivía en la celda de esa persona. Lu pensaba que era imposible que un preso con una larga condena al que le ofrecieran un amoroso cachorrito de doce semanas que lo adorara, no cayera de rodillas y abrazara al perro solo por el hecho de estar junto a él.
Claro que ella tenía razón. Lo vi en persona cuando visité el programa de Puppies Behind Bars con Martes durante la segunda semana de nuestro entrenamiento conjunto en ECAD. No esperaba conmoverme, por lo menos no profundamente, pero cuando vi el espacio de la gran habitación de concreto de la cárcel donde Martes había recibido parte de su entrenamiento, me sorprendí al sentir una especie de hermandad con los hombres sentados a mi alrededor. La mayoría se había pelado al rape, y muchos tenían tatuajes en el cuello, pero no eran hombres devastados ni endurecidos. Se parecían mucho a mí y a los jóvenes soldados que yo había conocido en el Ejército de los Estados Unidos.
No me es difícil imaginarme en la cárcel, porque se trata de cometer tan solo un error. Una noche de conducir borracho. Caer en la drogadicción. Estar parado junto a la persona equivocada en el momento equivocado. Una bronca en un bar que degenera en la muerte de alguien, y ya eso es todo. El fin. Bueno, durante mi vida yo he matado gente. En ese lugar, yo era probablemente el que más gente había matado; pero jamás lo llamaron asesinato. En Irak, un rifle se disparó mientras se limpiaba y mató a un especialista de veintiún años de nuestra pequeña base militar en Al-Waleed. Quien tiró, un sargento, no está preso. Ni debería estarlo. El agotamiento fue la causa oficial, así que en mi opinión los culpables de esa muerte son los generales por tener demasiados objetivos y muy pocos hombres en el campo. Y los accidentes suceden. Se toman decisiones terribles. Pero no se malgastan vidas. Queda potencial. Todo el mundo se merece una segunda oportunidad.
Estos hombres estaban aprovechando la oportunidad. Eran gente con pocas oportunidades en la vida que decidió darle algo a cambio a la sociedad, hombres duros ablandados por su relación con los perros. Ellos habían ayudado a entrenar a Martes y a cientos de otros como él. ¿Cuántas vidas habían cambiado? ¿Cuánta esperanza y felicidad le habían dado al mundo? ¿Compensaba eso el daño que habían hecho?
Puppies Behind Bars, que copatrocinaba el evento, le pidió a cada uno de los veteranos heridos que dijera algo sobre los presos. Nosotros éramos cuatro; yo fui el último. Cuando me tocó a mí, me sentía en confianza. Muy en confianza. Era tan solo un grupo pequeño dentro de un cuarto de ladrillos de concreto de la prisión, pero sentí que lo que diría era importante.
“Ustedes están haciendo una tarea asignada por Dios”, dije sencillamente. “Es algo increíblemente transcendente. De un hermano a otro, estoy orgulloso del servicio que prestan. Si las circunstancias fueran diferente, yo emplearía a cualquiera de ustedes como uno de mis sargentos”.