Kegel Balls for Beginners: The Ultimate Guide to Kegel Exercise Weights for Health & Pleasure; How to Use Kegel Balls for Pelvic Floor Exercisers, Vaginal Tightening and Post Pregnancy Recovery

Kegel balls are used by millions of women to strengthen vaginal and pelvic-floor muscles, and they¿re also known for enhancing sexual pleasure amp;mdash; so much so that they¿re also called orgasm balls.

This audiobook contains proven steps and strategies on how to boost your confidence and sexuality while using Kegel balls. You will learn how to harness your power as a woman and find ways to enhance sexual pleasure.

Here is a preview of what you'll learn:

  • What are Kegel balls?
  • Who can use Kegel balls?
  • How can Kegel balls help strengthen the vagina?
  • Why should you do Kegel exercises?
  • When will you see results?
  • How to prepare
  • Tips for beginners: to amp up sexual pleasure; to enhance sexual satisfaction with a partner
  • Exercises to help strengthen the pelvic-floor muscles
  • How to choose the correct Kegel balls
  • And basically everything you need to know to start sing Kegel balls today

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Kegel Balls for Beginners: The Ultimate Guide to Kegel Exercise Weights for Health & Pleasure; How to Use Kegel Balls for Pelvic Floor Exercisers, Vaginal Tightening and Post Pregnancy Recovery

Kegel balls are used by millions of women to strengthen vaginal and pelvic-floor muscles, and they¿re also known for enhancing sexual pleasure amp;mdash; so much so that they¿re also called orgasm balls.

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Kegel Balls for Beginners: The Ultimate Guide to Kegel Exercise Weights for Health & Pleasure; How to Use Kegel Balls for Pelvic Floor Exercisers, Vaginal Tightening and Post Pregnancy Recovery

by Melissa F. Brown

Narrated by Nick Dolle

Unabridged — 26 minutes

Kegel Balls for Beginners: The Ultimate Guide to Kegel Exercise Weights for Health & Pleasure; How to Use Kegel Balls for Pelvic Floor Exercisers, Vaginal Tightening and Post Pregnancy Recovery

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Overview

Kegel balls are used by millions of women to strengthen vaginal and pelvic-floor muscles, and they¿re also known for enhancing sexual pleasure amp;mdash; so much so that they¿re also called orgasm balls.

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Product Details

BN ID: 2940171435271
Publisher: Harlequin Love Inspired
Publication date: 11/15/2019
Edition description: Unabridged

Read an Excerpt

La maravilla de los diez días


By Ellery Queen, Miguel Giménez Sales

Barcelona Digital Editions, S.L.

Copyright © 1948 Little, Brown and Company
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4804-9080-2



CHAPTER 1

Primer día


Al principio no tenía forma, era una oscuridad que se movía como las bailarinas. Había una música de fondo, leve, animada, sorprendente, y luego la negrura se abatía sobre el individuo, perdiéndose la música en unos sonidos tan estruendosos que flotaban a través del espacio como un mosquito en una corriente de aire; después, esto pasaba, se fundía y la música reaparecía, volviendo las tinieblas a moverse y a cambiar de forma.

Todo se balanceaba. Y él estaba mareado.

Podía tratarse de un firmamento marino encima del Atlántico en noche de tormenta, con una sombra como una vasta nube y puntos temblones que serían las estrellas. Y la música procedería del salón, y el movimiento de las negras aguas. Sabía que todo era real, porque cuando cerraba los ojos, la nube y las estrellas desaparecían, aunque no el balanceo ni la música. También había un olor a pescado y a algo de sabor complicado, como miel agria.

Era algo interesante porque en conjunto significaba un problema, y que hubiese visiones, sonidos, olores y sabores por los que preocuparse le daba la sensación de una nueva importancia, como si anteriormente él no hubiese existido. Era como haber vuelto a nacer. Era como haber vuelto a nacer en un buque. Uno estaba en el barco, y este se mecía y le mecía a uno en medio de la noche oscura, contemplando el techo del cielo.

Era posible mecerse constantemente, eternamente, en aquella magnífica falta de tiempo, mas no todo continuaba siempre igual ni tan placentero. El cielo se iba estrechando, las estrellas descendían, y esto era otro enigma porque en lugar de aumentar de tamaño parecían encogerse. Incluso cambiaba la cualidad del balanceo; ahora tenía músculos y de repente, el hombre pensó: «Tal vez no sea el buque el que se mueve, sino yo».

Abrió los ojos.

Estaba sentado sobre algo duro que cedió. Sus rodillas permanecían presionadas contra su barbilla. Sus manos estaban agarrotadas en torno a sus espinillas y él se balanceaba atrás y adelante.

—No es un barco —murmuró alguien, y se sorprendió porque la voz le resultó familiar, aunque ni para salvar su vida hubiera podido recordar a quién pertenecía.

Miró agudamente a su alrededor.

No había nadie en la habitación.

Habitación.

Era una habitación.

El descubrimiento fue como un chapuzón en el agua del mar.

Abrió las manos y las colocó planas sobre algo caliente y granítico, aunque resbaladizo al tacto. No le gustó y se llevó las manos a la cara. Esta vez, las palmas quedaron como ofendidas, como si fueran de angora, y pensó: «Estoy en una habitación y necesito un buen afeitado, pero ¿qué es un afeitado?» ¿Cómo era posible que tuviese que pensar qué era un afeitado?

Bajó las manos nuevamente, palpó la materia resbaladiza e intuyó que era una especie de manta. En el mismo instante comprendió que durante sus reflexiones la oscuridad había desaparecido.

Frunció el ceño. ¿Había habido alguna vez oscuridad?

Inmediatamente comprendió que no. Comprendió también que el cielo nunca había estado allí. Era un techo solamente, pensó frunciendo nuevamente el ceño, y un maldito techo, en realidad. Y las estrellas también eran falsas. Solo rayos de sol fugitivos, que corrían a través de los cristales de una ventana. Una voz, en algún lugar, gritaba «¡Cuando los ojos irlandeses sonríen!». También había rumor de agua cayendo. Y olor a pescado, sí, a pescado frito en manteca. Se tragó el sabor a miel agria y comprendió que aquel gusto era también un olor y que ambas cosas formaban una combinación química en el aire que respiraba. No era extraño que sintiese náuseas, porque el ambiente era añoso, como queso curado.

«Como queso con calcetines, —pensó riendo—. ¿Dónde estoy?»

Se encontraba incorporado en una cama de hierro barata, que había estado pintada de blanco pero que ahora padecía una especie de eczema, delante de un trozo de cristal. La habitación era cómicamente pequeña, con paredes color plátano. Y, pensó, volviendo a sonreír, en pieles de plátanos.

Se había reído tres veces, pensó. «Claro, tengo sentido del humor, al parecer. Pero, ¿dónde diablos estoy?»

Había una inmensa silla de respaldo ovalado de madera tallada, con un asiento verde tapizado con pelo de caballo y una X de metal sujetando las elegantes patas. Un tipo de cabello largo que parecía que se estuviera muriendo lo miraba fijamente desde un calendario colgado en la pared, y la parte posterior de la puerta lo apuntaba con un colgador de cerámica astillada, como un dedo acusador. Un dedo en un misterio, pero ¿cuál era la respuesta? Nada en el colgador, nada en la silla, y el hombre del calendario le parecía tan familiar como la voz que había dicho que no estaba en un barco, solo que ambos estaban fuera de su alcance..

El individuo de la cama con las rodillas levantadas era un sucio vagabundo; eso es lo que era él: un sucio vagabundo con la cara magullada que ni siquiera se había molestado en quitarse la ropa sucia, el sucio vagabundo; estaba sentado, envuelto en sus ropas sucias, como si le gustase. Y eso era una pena.

«Porque yo soy ese tipo de la cama. Y ¿cómo es posible que yo sea el tipo de la cama cuando no he visto jamás a ese sucio vagabundo?»

Era un enigma.

Evidentemente, siempre es un enigma cuando uno no solo ignora dónde está, sino que ignora también quién es.

Volvió a reírse.

«Me tumbaré en este maldito colchón y me dormiré —pensó—; eso es lo que haré.»

Y lo siguiente que supo Howard era que estaba otra vez en un barco, bajo un cielo estrellado.

* * *

Cuando Howard despertó por segunda vez, todo era diferente. No un gradual nacimiento, ninguna fantasía naviera, ni nada sin sentido como antes; pero, al abrir los ojos, con un reconocimiento de la asquerosa habitación, del Cristo del calendario, del espejo roto, saltó de la cama de un brinco y contempló su propia imagen, ya recordada.

Casi todo volvió a estar claro en su cerebro: quién era, de dónde venía, incluso por qué se encontraba en Nueva York. Recordaba haber cogido el Stater Atlantic en Slocum. Recordaba haber descendido por la rampa del andén veinticuatro, en la Grand Central Station. Recordaba haber telefoneado a las Galerías Terrazzi y haber preguntado a qué hora se inauguraba la exposición Djerens, y la enojada voz europea que tronó en su oído:

—La exposición Djerens se clausuró ayer.

Recordaba haber abierto los ojos en este cubo de basura. Pero entre la voz y la habitación colgaba un velo de negrura.

Howard empezó a temblar.

Sabía que temblaría antes de hacerlo, pero no creía que iba a ser tan horrible. Trató de dominarse. Al apretar los músculos todavía fue peor. Fue hacia la puerta del colgador vacío.

No podía haber dormido mucho esta última vez. Todavía seguía cayendo agua de un grifo.

Abrió la puerta.

El pasillo fue como un monumento oloroso a sus pies.

El viejo con el paño en la mano lo miró.

—Eh, usted —le gritó Howard—. ¿Dónde estoy?

El viejo se recostó contra la escoba y Howard vio que tenía solo un ojo.

—En una época, yo estuve en el Oeste —replicó el viejo—. Sí, viajé en mis tiempos, chico. Y allí había aquel lugar de los pieles rojas, un sitio muy amplio en la carretera. Y alrededor, en muchas millas, nada por ver, aparte de la cabaña y un monte. Creo que era Kansas ...

—Más probable Oklahoma o México —contestó Howard, buscando el sostén de la pared.

Sin duda se habían comido el pescado, pero su olor llenaba aún la casa entera. Bien, también él tenía que comer y pronto; siempre era así.

—¿Qué pasa? Quiero salir de aquí.

—Aquel indio estaba sentado sobre el suelo, de espaldas a la cabaña y ...

De pronto, el ojo del viejo se trasladó al centro de su frente.

—Polifemo —murmuró Howard.

—No —repuso el viejo—. No sé cuál era su nombre. Lo cierto es que, encima de la cabeza del indio, clavado al muro, había un letrero con un gran cartel. ¿Y qué crees que decía?

—¿Qué?

* * *

—Hotel Waldorf —exclamó triunfante el anciano.

—Muchas gracias —dijo Howard—. Eso me consuela, vejete. Y ahora ¿dónde diablos estoy?

—¿Dónde diablos estás? —repitió el viejo—. En una posada, amiguito, una posada del Bowery, bastante buena para Steve Brody y Tim Sullivan, aunque demasiado para los tipos repugnantes como tú, sucio vagabundo.

La escoba salió volando. Como un pájaro. Y aterrizó con un sonido musical.

El viejo tembló como si Howard le hubiese pateado, no a la escoba, sino a él. De pie en el pasillo, parecía a punto de llorar.

—Dame ese paño —pidió Howard—. Yo haré la limpieza.

—¡Maldito vagabundo!

Howard regresó a la habitación.

* * *

Se sentó en la cama y colocó las manos bajo la boca y la nariz, respirando fuerte, porque tenía muchas ganas. Pero no había bebido. Dejó caer las manos.

Dejó caer las manos y había sangre en ellas. Sangre en ambas manos.

* * *

Howard se quitó la ropa. Su gabardina estaba desgarrada y arrugadísima, manchada de grasa, casi tiesa por la suciedad. Olía como los gallineros de la granja de Jorking, pasadas las colinas Gemelas. De niño había dado grandes rodeos por la población de Slocum solo para evitar el olor de aquella granja. Pero ahora no importaba; incluso el olor resultaba agradable porque no era en ello en lo que pensaba. Se inspeccionó completa y rápidamente.

Todo él estaba ensangrentado, contusionado, como si hubiese sostenido una pelea a muerte. Era como una caricatura en púrpura.

¡Se había peleado!

¿O le habían pegado?

Y había perdido.

¿O había ganado?

¿O había perdido y ganado a la vez?

Se llevó las temblorosas manos al único ojo que le funcionaba y se las miró. Tenía los nudillos amoratados, arañados, hinchados. La sangre había llegado al vello poniéndolo tieso, como pestañas con rímel.

Era su propia sangre.

Volvió las palmas de las manos hacia arriba y sintió un intenso alivio.

No había sangre en las palmas.

Quizá no había matado a nadie después de todo, pensó con alegría.

Pero el consuelo no tardó en desaparecer. Porque había más sangre. Otra sangre. En el traje y la camisa. Quizá no fuese suya. Quizá fuese de otro. Quizá esta vez había sucedido.

¡Quizá ...!

«Oh —pensó—, esto acabará conmigo. Si sigo pensando en esto, me volveré loco.»

El dolor seguía en sus manos.

Registró lentamente sus bolsillos. Había salido de casa con más de doscientos dólares. El inventario resultó nulo. No había esperado encontrar nada y no se vio defraudado. El dinero había desaparecido. Lo mismo que el reloj, con la miniatura de oro que representaba un mallo de escultor y que su padre le había regalado el año en que se marchó a Francia. También faltaba la estilográfica que Sally le había regalado el año anterior por su cumpleaños. Le habían robado. Tal vez después de entrar en esta madriguera, pensó. Parecía plausible; no le habrían dado habitación sin pago adelantado.

Howard trató de visualizar un recepcionista, un vestíbulo, el Bowery ... Todo eso había pasado la noche anterior. La última vez había tardado seis días. Y una vez solo un par de horas. Nunca lo sabía hasta más adelante, porque la cosa estaba reñida con el tiempo y solo podía medirlo por lo que lo rodeaba.

Howard se dirigió de nuevo a la puerta.

* * *

—¿Qué día es hoy?

El viejo estaba arrodillado, mojando la bayeta.

—He preguntado qué día es hoy.

El viejo seguía enfadado. Sacó obstinadamente la bayeta del cubo.

Howard oyó el rechinar de sus propios dientes.

—¿Qué día es hoy?

El viejo escupió.

—Eres duro, hermano. Llamaré a Bagley. Él te lo dirá. Él te lo dirá —repitió entre dientes. De pronto, debió de adivinar algo en el ojo sano del joven, porque continuó—: Estamos en el día siguiente al Día del Trabajo.

Cogió el cubo y se marchó.

El martes después del primer lunes de septiembre.

Howard corrió a la habitación y miró el calendario.

1937.

Howard se rascó la cabeza y se echó a reír. Un espectro, eso es lo que soy. Encontrarán mis huesos en el fondo del mar.

¡El diario!

Howard empezó a buscarlo frenéticamente.

Había empezado el diario inmediatamente después de su primer viaje desconcertante a través del espacio-tiempo. Llevar un informe consciente le permitía fijar la parte vívida de su existencia, proporcionándole un suelo sólido para asentar los pies y poder echar la vista atrás, después de cada uno de sus viajes a la nada. Pero era un diario curioso. Solo recordaba los acontecimientos, tal como eran, desde la orilla. Ya que los intervalos que pasaba en la nada, dejaban páginas en blanco.

Su diario era una colección de hojas de cuaderno. Según las iba llenando las guardaba en su escritorio. Pero siempre llevaba encima la última hoja.

Si también se la habían robado ...

La encontró en el bolsillo del pecho de su chaqueta, entre el pañuelo irlandés de lino.

La última anotación le dijo que su último viaje había durado diecinueve días.

* * *

Se encontró mirando a través de la sucia ventana.

Tres pisos sobre la calle.

Suficiente.

Pero, ¿y si solo se rompía una pierna?

Salió al pasillo.

* * *

Ellery Queen dijo que no escucharía ni una sola palabra hasta más tarde porque era una historia contada bajo una intensa tensión, bajo la presión del hambre y el cansancio, que solo podía interesar a los poetas y a los curas, pero que para un hombre ávido de conocer los hechos sería una pérdida de tiempo. De modo que la pura avidez egoísta exigía desnudar a Howard, meterlo en una bañera con agua caliente, rasurarle la barba, examinar sus heridas, proporcionarle ropa limpia y dejarle un desayuno con un enorme vaso de zumo de tomate con salsa de Worcestershire y Tabasco, un pequeño filete de ternera, siete tostadas de pan con mantequilla y tres tazas de café.

—Ahora —dijo Ellery sirviendo la tercera taza— te reconozco. Y ahora ya puedes pensar con relativa eficacia. Bien, Howard, la última vez que te vi estabas destrozando mármoles. ¿Qué has hecho desde entonces? ¿Graduarte en carnes?

—Ya has examinado mi ropa.

Ellery sonrió.

—Has estado mucho tiempo en la bañera.

—He estado mucho tiempo caminando hasta aquí desde el Bowery.

—¿Sin blanca?

—Ya me conoces. Y ya has registrado mis bolsillos.

—Naturalmente. ¿Cómo está tu padre, Howard?

—Muy bien. —De pronto, Howard pareció sobresaltado y se apartó de la mesa—. Ellery, ¿puedo usar tu teléfono?

Ellery lo vio entrar en su despacho. La puerta no quedó totalmente cerrada, y Ellery no quiso cerrarla completamente. Por lo visto, Howard iba a pedir una conferencia, pues durante un rato no se oyó ningún sonido del otro lado de la puerta.

Ellery cogió su pipa. Repasó en su memoria lo que sabía de Howard van Horn.

No era mucho, y lo que sabía yacía en la oscuridad de una guerra, un océano y diez años atrás. Se habían conocido en la terraza del café de la esquina de la rue de la Huchette y el bulevar Saint Michel. Era el París anterior a la guerra, el París de los cagoulards y los populaires; el París de la increíble Exposición, cuando los nazis con cámaras sofisticadas y guías del país habían infestado la orilla derecha, abriéndose paso con prudencia Uebermenchs a través de los pálidos refugiados de Viena y Praga para visitar el mural de Picasso, el Guernica, con aparente pasión turística; el París de las disputas sobre España, mientras al otro lado de los Pirineos, Madrid decidía no intervenir. Un París decadente, en opinión de Ellery, que estaba buscando a un tipo llamado Hansel, que formaba parte de otra historia que probablemente jamás sería narrada. Pero, como Hansel era un nazi y muy pocos nazis acudían a la rue de la Huchette, era allí donde Ellery lo estaba buscando.

Y allí había encontrado a Howard.

Howard vivía en la orilla izquierda desde hacía algún tiempo y era desdichado. La rue de la Huchette no compartía la confianza de otros barrios de París respecto a la inexpugnabilidad de la Línea Maginot; allí había ambientes políticos bastante turbios y todo eso solo servía para inquietar a un joven americano que había cruzado el océano para estudiar escultura y cuya cabeza estaba llena de Rodin, Bourdelle, neoclasicismo y la pureza de la línea griega. Ellery recordaba que había sentido pena por Howard y, como un hombre que está mirando el mundo pasar resulta menos llamativo en compañía, permitió que Howard compartiese con él la table de la terraza. Durante tres semanas se vieron a menudo, hasta que un día Hansel llegó como surgido de la Francia del siglo XIV, o sea de la rue de Saint Séverin, para ir a caer en brazos de Ellery y ese fue el fin de Howard.

Howard estaba diciendo en el despacho:

—Pero, papá, estoy muy bien. No, no te mentiría, viejo lobo.

De pronto Howard se rio y añadió:

—Saca a los perros de mi camino, papá. Volveré a casa inmediatamente.


(Continues...)

Excerpted from La maravilla de los diez días by Ellery Queen, Miguel Giménez Sales. Copyright © 1948 Little, Brown and Company. Excerpted by permission of Barcelona Digital Editions, S.L..
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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