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1 REGRESO A INDIA
Seis y media de la mañana. Tal vez no haya dormido ni dos horas. De un salto paro el despertador y me meto en la ducha. Miro el desagüe para comprobar si se deslizan por él las imágenes soñadas, los nervios del viaje y el temor de hacer un alto en la vida que transcurre por pura inercia y afrontarla, ahora sí. Sin embargo, para una limpieza a fondo no basta con agua y jabón. Ha llegado el momento de volver atrás, de revivir los años de la infancia, de seguir adelante empezando por el principio. El momento de regresar a India.
Regreso a India porque allí nací el 7 de noviembre de 1967 y allí viví hasta los seis años, cuando me adoptaron los que hoy son mis padres. Sé que mi primer llanto fue en Nasik, en el oeste del país; sé que mis primeros años de vida transcurrieron en un orfanato de Bombay y, con certeza, poco más. De ahí este retorno, para intentar resolver un gran número de interrogantes.
Los últimos días han significado un sinfín de despedidas y más de uno ha soltado la pregunta del millón: Asha, ¿seguro que estás preparada? Y cada vez, con el mismo gesto de autómata, he asentido con la cabeza, en silencio, para que no se entreviera ni un ápice del desasosiego que me reconcome. A quienes no puedo engañar -- ni tan sólo lo intento -- es a mis padres.
Ante el espejo del dormitorio me cepillo la larga melena negra y me pinto la raya de los ojos, también negra, como todas las mañanas. Me esperan muchas horas de viaje y quiero ircómoda: escojo una falda larga de flores azules y blancas, una camiseta blanca y las sandalias viejas. La verdad es que elijo la falda más bonita que tengo porque quiero causar buena impresión al llegar a mi país. Mientras, voy haciendo un repaso mental de todo lo que llevo en la mochila: los pantalones más holgados y frescos; un montón de camisetas y braguitas para no delatar mi poco arte al hacer la colada; las otras sandalias, las de suela gruesa, para caminar lo que haga falta; el botiquín repleto de pastillas de nombres impronunciables que hay que tomar para no contraer la malaria y otras enfermedades...También la loción contra los mosquitos. En otra mochila, más pequeña, he metido la cámara de fotos, una libreta, bolígrafos, los pinceles y las pinturas, el pasaporte, el libro de vacunas y los dólares. Utilizaré la libreta para escribir un diario. No lo he hecho nunca, pero quiero anotar todo lo que me suceda, todas las sensaciones. Que no se me escape nada.
Me despido del piso, del balcón lleno de geranios y de las torres de la Sagrada Familia que sobresalen entre los edificios de enfrente. Durante todo este mes, Fátima me regará los geranios. Fátima es mi hermana. Ella también nació en India, pero en el otro extremo del país, y llegó con un año y medio a Barcelona, unos meses antes que yo. Somos hermanas a pesar de que no nos una el vínculo de unos padres biológicos, sino algo tanto o más indestructible: el afecto de unos padres que nos acogieron y nos han criado como hijas suyas. Ellos hicieron confluir el andar de cada una en un único camino, y de este modo hemos compartido la aventura de pertenecer a una misma familia.
Dentro de cuatro semanas, las torres no se habrán movido de sitio, alguno de los geranios estará mustio y de otros brotarán nuevas flores, pero yo, seguramente, no seré la misma. Algo en mi interior será distinto, tengo este presentimiento.
Veinte años después de aquel primer viaje -- el que hice de Bombay a Barcelona para empezar mi segunda vida -- , me encuentro en un avión que me llevará a encontrar las respuestas a un buen número de preguntas, a disipar la incertidumbre, a llenar los vacíos que esconden mi propia realidad. Destino: Bombay.
Los motores se van calentando, el avión avanza, da las primeras sacudidas y toma impulso para alzar el vuelo. De lo más hondo de mí surge una plegaria ahora que estoy tan cerca del cielo, tan cerca de aquel que me eligió y me ha guiado hasta este preciso instante. Así es como lo siento. Pido la fortaleza que me resultará imprescindible para superar el reto al que debo hacer frente, el coraje para salir adelante y llegar hasta el final sin desfallecer. Sólo así hallaré la paz interior que tanto deseo y podré, por fin, dejar a un lado las dudas que me asedian.
Bajo nuestros pies todo va empequeñeciendo, hasta reproducir un dibujo puntillista de los que tanto me gustan. Todavía distingo los pináculos de las torres. Mi Barcelona vista desde el cielo es tanto o más bonita, con la cuadrícula del Eixample perfectamente definida. La frondosidad de los árboles que jalonan la Rambla desciende hasta unirse con las olas, y azul y verde se funden en un único color que se va desdibujando como el resto de la silueta.
En esta butaca turquesa de un avión de Air India donde estoy hecha un manojo de nervios y preocupaciones, trato de recordar en qué podía pensar aquella niña que con seis años, casi siete, iba sentada en un asiento como este, haciendo el trayecto inverso para encontrar cobijo entre los brazos de una familia que hasta entonces no era más que un deseo y una fotografía en blanco y negro. Seguramente pasé esas largas horas haciendo garabatos en un bloc de dibujo con los lápices de colores que me debió de dar la azafata, tan elegante con su sari como la que ahora me trae el almuerzo.
En casa siempre hemos hablado sobre mi país, la tierra que me vio nacer. Cuando en la tele había algún programa sobre India, nos sentábamos los cuatro en el sofá -- mi padre, mi madre, Fátima y yo -- y lo veíamos juntos. A menudo, a partir de un reportaje que nos abría una ventana a la belleza de sus paisajes y sus gentes o a la pobreza en la que se ven inmersos, hablábamos de nuestra infancia; de cómo habíamos llegado a Barcelona mi hermana y yo desde el mismo país en distintos momentos; de qué había supuesto para mis padres la adopción de dos niñas; de cómo habían superado todo el papeleo -- primero redactaban en castellano la documentación que tenían que presentar y después encargaban la traducción al inglés -- ; de la mezcla de angustia y emoción que sentían durante los preparativos . . . Ahora pienso que fueron muy valientes, pues nos adoptaron a principios de los años setenta y en aquellos momentos su decisión no era lo más habitual. Debían de sentirse muy solos, sin poder compartir sus dudas con casi nadie, y también por ello los admiraré siempre. Las sesiones en el sofá eran la ocasión ideal para hablar de la adopción. Y resultaba sencillo, una faceta más de nuestra vida. Con la excusa de que éramos muy pequeñas cuando vinimos y de que no recordábamos con claridad el país de donde habíamos partido, la conversación siempre desembocaba en una promesa: cuando seamos mayores, iremos los cuatro. Para nosotras, ese viaje significaría volver a nuestra tierra, y para ellos, conocer esa tierra que les había dado a sus hijas.
Los años fueron transcurriendo y, por un motivo u otro, no había modo de encontrar el momento. Pero llegó un día en que yo me sentí preparada: quería volver a mi país. Ahora bien, para mí, tan importante como el retorno en sí, también era la manera en que haría ese viaje: no podía irme como una turista más. No me veía entrando en una agencia de viajes, hojeando catálogos de ofertas turísticas y escogiendo el que me ofreciera unos buenos hoteles y un recorrido prometedor. No se trataba de ir a India a visitar templos y majestuosos palacios, recorrer valles y montañas, y regatear para comprar unos recuerdos. No, no era eso. Conociendo la reali-dad de India, no me resignaba a quedarme de brazos cruzados viendo pasar el país ante mis ojos. Tenía que volver con las manos llenas, porque en mi segunda vida lo había recibido todo: una familia, unos amigos, una educación; en definitiva, una vida libre.
En mi interior un intenso sentimiento de pertenencia a la tierra se mezclaba con el de extrañeza. Esperaba aterrizar en un país que sería el espejo de mi persona, un país en el que ya no vivo por puro azar, porque de entre millones de niños el destino me señaló a mí. Fui la elegida y este privilegio, que siempre he tenido muy presente, ha sido una constante, un sentimiento muy vivo en todo momento que hace que a menudo me pregunte: ¿Y por qué yo? Como única respuesta recibo un silencio abrumador. El destino ha jugado a elegir y me siento como una pequeña pieza del puzle con la etiqueta de preferida. Y a menos que una sea del todo insensible, es una etiqueta que cuesta mucho de llevar. Durante todos estos años, cada vez que, por la calle o en un restaurante, me he encontrado cara a cara con los ojos negros y penetrantes de un compatriota que me quería vender una rosa, no he sabido dónde meterme. He sido incapaz de mirarlo a los ojos. Entonces es cuando el «¿por qué yo?» retumba con más intensidad y el desasosiego se apodera de mí con más fuerza.
El azar, una vez más, hizo llegar a mis manos un folleto de una organización no gubernamental, Setem, que informaba sobre el proyecto de un campo de trabajo en India. Y el mismo azar hizo que de toda India, un inmenso país, el destino fuera Bombay, la ciudad donde se encontraba el orfanato que me acogió de los tres a los seis años. Además, por si fuera poco, uno de los campos de trabajo de Setem estaba en Nasik, la ciudad bañada por las sagradas aguas del Godavari, donde abrí los ojos por primera vez. Mi sueño, en bandeja de plata. Pero a mí jamás me había tocado nada en un sorteo, así que rellené el formulario sin depositar demasiadas esperanzas. Al cabo de un par de meses recibí una carta en la que me decían que había sido preseleccionada y podía pasar para una entrevista. Mis planes se ponían en marcha. Hasta entonces lo había llevado en secreto porque estaba convencida de que no surtiría efecto, no quería marear a mis padres y vivía sola aquella angustia. Sólo contaba con la complicidad de mi compañero, que me apoyaba en todo. Pero una vez pasada la entrevista y tras haberme confirmado la participación en el campo de trabajo, había llegado el momento de contarlo en casa.
Mis padres, sentados en el sofá, y yo, en un taburete a ras de suelo: la escena que se repetía cuando debíamos decirnos algo realmente importante. Y lo solté de golpe, inquieta pero ilusionada, pendiente de cada uno de sus gestos, de sus reacciones. Necesitaba que aquellos ojos que me miraban algo desconcertados me dieran su bendición y me transmitieran que en la distancia estarían a mi lado. Su hija se iba a India, y ¡sola!
Mis padres siempre lo habían considerado un proyecto de toda la familia, no querían ni pensar que a mí se me podía despertar el gusanillo, que tomaría la iniciativa sin su protección. En realidad, mi decisión no los cogía por sorpresa. En su interior sabían que seguiría mi camino, que tenía que conocer la tierra que me había dado una piel morena, pero la conciencia no les había permitido articularlo en palabras, por si se hacía realidad. A pesar de mis temores, era muy consciente de la aventura en la que me embarcaba. Tendría que ser muy fuerte para llenar el vacío de aquellos siete años que habían quedado atrás.
Todo eran preguntas y más preguntas, planteadas a una velocidad que no me permitía responder. De repente me encontré en medio de mis padres y nos abrazamos. Entre la fortaleza de los brazos de mi padre y la serenidad de los de mi madre me sentía segura, como tantas veces me había sentido a lo largo de los años. En los brazos de mi padre había jugado al juego preferido de todo niño, tocar aunque fuera con la punta de los dedos un cielo infinito imaginario. Él no lo sabe, pero todavía hoy, cuando nadie me ve, desde el balcón levanto los brazos hacia el cielo de mi querida ciudad y pido a las gaviotas que vuelan que sean por un instante la prolongación de mis propias manos.
En los brazos de mi madre había aprendido las leyes que rigen el corazón y el alma. Amar, ofrecer consuelo, llorar por el propio dolor y por el ajeno, apaciguar el odio dejando fluir siempre lo mejor de uno mismo. Los dos en la misma medida no escatimaron jamás ni una pizca de esfuerzo para darnos, tanto a mi hermana como a mí, todo lo que necesitábamos. Y con creces. Ellos no nos han dado la vida, pero sí nos han proporcionado su esencia y, con el mismo esmero con que el alfarero modela el barro, nos han modelado como personas.
Me estremece la importancia desmedida que tanta gente da al hecho de ser sangre de la propia sangre. Sí, es muy importante, pero también lo es, y mucho, todo lo que viene después, todo lo que mis padres me han dado, una herencia que va más allá de la sangre.
Mis padres sufrían por mí, les angustiaba pensar que no estarían conmigo para echarme una mano, para acariciarme cuando me invadiera la tristeza, para ayudarme a entender lo que me iba a encontrar. Al mismo tiempo se dieron cuenta de que mi proceso de maduración había concluido, de que todo lo que ellos me habían dado me había formado como persona y que, por lo tanto, estaba preparada para afrontar esta prueba. Para ellos siempre sería su niña, pero ahora comprendían que ya era mayor.
Aquel abrazo representaba la bendición para seguir adelante en mi camino de búsqueda; ellos me daban la energía y la fuerza, el arrojo y el coraje para llegar hasta el final. Tenía la seguridad de que, pasara lo que pasara, estarían conmigo de forma incondicional, del mismo modo que lo estuvieron un 27 de octubre, muchos años atrás, cuando me esperaban en el aeropuerto de Barcelona, al pie del avión, con gran incertidumbre. También entonces sellamos con un emotivo abrazo el amor que nos ha guiado hasta el día de hoy.
Quedan muchas horas de vuelo hasta aterrizar en Bombay, pero me acompaña el diario que mi madre empezó a escribir días antes de mi llegada a Barcelona para ser su hija para siempre. El día que les comuniqué que regresaría a India, mi madre fue a su dormitorio y sacó una libreta de la cómoda. Por primera vez me contó que cuando yo llegué a su vida, empezó a escribir un diario. Uno para mí y otro para Fátima. Los ha escrito a lo largo de estos años para que tuviéramos un testimonio de cómo había sucedido todo. Temía que si un día la memoria le fallaba no nos lo pudiera explicar con todo lujo de detalles.
Con el diario, mi madre me estaba proporcionando unas herramientas que me servirían para amortiguar el dolor que podía sobrevenir. En él está mi historia. No se trata de un relato que esconda grandes secretos reveladores, porque en casa nunca ha habido secretos, pero sí describe episodios muy íntimos. Los primeros días, meses e incluso años, mi madre escribía todos los días, aunque fueran unas pocas líneas. Recogió anécdotas cotidianas, el día a día de nuestra existencia, nuestra adaptación a la nueva casa, una nueva familia, el idioma, las comidas, las costumbres . . .
Al hojearlo por primera vez, se me ha hecho aún más patente el cariño que sentían por mí incluso antes de conocerme; sólo tenían noticias de mí por las cartas de la madre Adelina del orfanato y por una fotografía que estuvo sobre el mueble del comedor días y días. Me conmueve saber que me hayan deseado tanto, que me hayan querido y que hayan invertido todo tipo de esfuerzos para llevarme a su casa. Comprendo que mi historia tiene un sentido. Como siempre, como el país del que procedo, todo son contrastes. Por un lado, unos padres que han pasado por alto los vínculos de la sangre y que han deseado hacerme feliz desde el primer momento, desde el momento en que pronunciaron mi nombre. Y por otro, la tristeza que siento al pensar en aquellos padres que no me quisieron: les debía de suponer un estorbo. También es verdad que a medida que me he ido haciendo mayor he intentado que la sensación de haber sido rechazada no me oprimiera. Así, pensaba que debió existir un porqué, unas circunstancias adversas que desconozco. No puedo creer que no me quisieran, sino que no pudieron hacerse cargo de mí. Alguna razón tiene que haber.
Lunes, 21 de octubre de 1974 Hoy he ido a comprar esta libreta de tapas rojas en la que escribiré los detalles de todos y cada uno de los momentos de esta historia de cariño que está a punto de empezar contigo, nuestra hija Asha. También he comprado una para Fátima, nuestra hija pequeña, que ya hace casi cuatro meses que vive en casa y ha llenado nuestras vidas. Así, cuando seáis mayores y me falle la memoria, podréis saber cómo vivimos vuestra llegada a casa tanto vuestro padre como yo.
Te esperamos, querida Asha, con una ilusión desmedida. Nos han anunciado que llegarás el próximo domingo, día 27 de octubre de 1974, a las once de la mañana.
Podría haber empezado este diario contándote los meses que llevamos volviéndonos locos con el papeleo, los trámites, las gestiones y las traducciones . . . Sería muy largo de explicar. Por eso tu padre y yo hemos ido guardando toda la documentación de vuestra adopción. Hemos pasado por mil y una situaciones inverosímiles, pero ahora realmente parece que haya pasado ya mucho tiempo. En estos últimos meses nos han cuestionado infinidad de veces por qué os habíamos ido a buscar tan lejos . . . y yo me reía por dentro porque hay cosas que no se pueden explicar con palabras.
Todos teníamos la certeza, y conforme pasa el tiempo lo veo aún más claro, de que en un momento determinado nuestras vidas, cuatro almas procedentes de lugares totalmente distintos, se fusionarían para siempre.
Sé que es una de las historias que te tendré que contar más veces, porque dentro de poco serás parte implicada. Tu padre y yo deseábamos tener unos hijos que la naturaleza no nos podía dar, y vosotras dos pedíais a gritos unos padres porque os los habían arrebatado de vuestras respectivas historias. Y ahora acaba esta página para iniciar otra totalmente nueva tanto para vosotras como para nosotros.
Copyright ©2004 por Asha Miró