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La Leyenda del Monje y el Mercader
Doce Claves para Vivir Exitosamente
By Terry Felber, Graciela Lelli, Eugenio Orellana Grupo Nelson
Copyright © 2014 Grupo Nelson
All rights reserved.
ISBN: 978-1-60255-974-5
CHAPTER 1
Los ESCALONES de la CATEDRAL
Antonio se esforzaba por controlar el caballo mientras cruzaban la esquina para dirigirse hacia el oeste, a Roma. Mirando sobre su hombro, vio a Julio, su nieto, dormido sobre un montón de paja en el pequeño compartimiento trasero de la carreta. Aunque eran el mejor caballo y la mejor carreta que su dinero pudo adquirir, llevaban ya más de dos días viajando y era evidente que Julio comenzaba a sufrir los efectos del largo viaje; en realidad, ambos comenzaban a sentirlos. Pero a Antonio no le importaba. Él sabía que las próximas horas cambiarían a su nieto por siempre.
Antonio tenía casi cincuenta y cinco años pero parecía no sobrepasar los cuarenta y cinco. Medía 1,77 metros, usaba su cabello gris largo y una barba de forma triangular muy bien arreglada que lucía impecable bajo su barbilla. Los días que había pasado en el mar y bajo el sol broncearon su cara y hacían destacar sus ojos azul claro. Era obvio que se trataba de un hombre adinerado. Su carreta elegantemente tallada parecía estar fuera de lugar en aquella zona rural. Su capa, hecha de lana fina y forrada con seda roja, había sido importada de China. De su cuello colgaba una cruz de oro y el sombrero lucía adornos propios de un hombre distinguido. Para protegerse de la brisa mañanera, se había cubierto el rostro con la capa mientras respiraba profundo el aroma de las flores primaverales que llenaban el aire. Sonrió al pensar en Julio que seguía dormido detrás de él.
Un bache imprevisto, sin duda provocado por las constantes lluvias de primavera, sacudió la carreta y Julio, asustado, se puso violentamente de rodillas. Un segundo bache lo envió de cara sobre la paja.
—Ya estamos por llegar —le gritó Antonio, tratando de hacerse oír pese al traqueteo en la parte de atrás de la carreta.
Un momento después, sintió una mano en su espalda. Era Julio que hacía piruetas tratando de colocarse al lado de su abuelo.
—¿Cuánto nos falta? —preguntó mientras intentaba mantener el balance y su abuelo jalaba de las riendas para evitar atropellar a una campesina que pasaba en ese momento con una carga de leña aparentemente más pesada de lo que podía llevar.
—A la vuelta de la esquina y ya habremos llegado.
La mujer del atado de leña se deslizó rápidamente al otro lado del camino dejándole a la carreta el camino libre.
Mientras avanzaban, vieron aparecer a ambos lados edificaciones pequeñas y mejores caminos. Para Julio, aquello no era sino señales de la vida urbana. Pronto, aquellas escasas estructuras fueron reemplazadas por edificios más grandes y ruinas antiguas. La gloria de Roma aparecía lentamente ante los ojos de Julio quien miraba concentradamente a ambos lados de la calle buscando la gran catedral.
—Abuelo, ¿cómo sabré cuál es?
—No te preocupes. Lo sabrás.
Las primeras señales fueron las enormes columnas que rodeaban una gran plaza. Boquiabierto, Julio no ocultaba su emoción. Antonio se volvió a mirarlo y sonrió. Las columnas parecían tener a lo menos unos quince metros y lucían arcadas sobre ellas. La piedra blanca brillaba al resplandor del sol al amanecer. Al acercarse, Julio pudo apreciar los detalles decorativos de aquellas inmensas estructuras.
—Bienvenido a la Basílica de San Pedro —dijo Antonio, mientras sujetaba firmemente las riendas.
Julio se inclinó hacia delante ante el brusco frenar del caballo pero no dijo nada. Sus ojos estaban fijos en las arcadas frente de él. Al acercarse Antonio a las columnas y arcos rodeando la gran plaza, dos guardias del Vaticano lo reconocieron Aunque estaban impidiendo el paso a todos los que quisieran entrar a la plaza, con un gesto casi imperceptible indicaron a Antonio que podía pasar al área principal que conducía hacia la catedral lo que hizo sin demora llevando con él a su nieto. Julio no quitaba la vista de la cúpula grande que formaba el centro de la Basílica de San Pedro. Nunca había visto algo igual. Su corazón comenzó a latir rápidamente. ¿Cómo pudo construirse todo esto? pensó.
Ese día, eran los únicos visitantes permitidos dentro de la iglesia. Mientras caminaban a través de la entrada principal hacia el edificio central, Julio no dejaba de mirar hacia arriba. En un momento tiró de la manga a Antonio al tiempo que le señalaba unos andamios de más de treinta metros de alto que subían hacia una gran bóveda en el centro del pasillo principal. Recostado sobre una tabla rústica se encontraba un hombre que parecía mirar fijamente a un punto hacia adelante. Permanecía completamente inmóvil por lo que Julio pensó que estaba dormido.
—¿Qué hace ese hombre allá arriba? —le preguntó a su abuelo.
—Ese es el maestro —susurró Antonio.
—¿Cómo se llama?
—Miguel Ángel.
Tan pronto pronunciara el nombre, el hombre en el andamio miró hacia abajo y saludó con la mano a los dos visitantes. Sorprendido, Julio le devolvió el saludo.
Con sus dieciocho años, Julio era más alto que su abuelo. Cual flechas dirigiéndose a uno y a otro lado, sus ojos azul oscuro escudriñaban la inmensa catedral. Casi no podía apreciar todo lo hermoso de ese lugar. Siguieron caminando y mirando. Julio detuvo la mirada en varias estatuas bellamente esculpidas que reconoció como héroes bíblicos. La basílica estaba bajo un silencio inquietante mientras ellos caminaban por el sitio. El sonido de las sandalias al golpear contra la losa parecía hacer eco por todas partes. Julio recordaba cuánto se había resistido cuando su madre quiso que se pusiera la capa larga para este viaje. Ahora se sentía adecuado con su abrigo gris. Parecía un monje de cualquier monasterio cercano.
Su abuelo caminaba más rápido delante de él por lo que aligeró sus pasos para alcanzarlo. Se acercaban al frontis de la iglesia. Directamente frente a ellos estaba el altar mayor, rodeado por grandes columnas doradas que ascendían en espiral. Todo el frente de la catedral parecía estar cubierto de oro. Los colores de los mosaicos y de las vidrieras rebotaban en el piso de mármol y se reflejaban en prismas a través del inmenso salón. Julio se sumergió en la belleza de la catedral, y por un momento, se sintió perdido en el tiempo.
De repente, le pareció escuchar ruido de gente a la distancia. Un monje joven se había acercado a Antonio, y al hablarle señalaba hacia un pasillo a la izquierda. Antonio le dijo a su nieto que como todavía estaban pintando la iglesia principal y no estaba abierta al público, que temporalmente utilizaban otra capilla para la misa de la mañana. A la gente se le permitía ingresar a la capilla a través de una entrada en el lado oriente del edificio. El joven monje los guió hacia otro salón, aun más grande que cualquiera otra iglesia antes visitada por Julio, y les señaló un banco de piedra que quedaba al fondo del salón repleto ya de gente. Mientras los sacerdotes pasaban, lentamente, meciendo sus incensarios durante la adoración, Julio no podía quitar su mirada de la espiral de humo que subía hacia Dios y hacia las bóvedas cavernosas sobre ellos. Su abuelo le había contado tanto acerca de la catedral, pero ahora la veía con sus propios ojos. Era más magnífica de lo que había imaginado. Este viaje a Roma había estado envuelto en un velo de misterio desde el principio, y ahora Julio se preguntaba qué más descubriría.
Hacía casi una hora que la misa había terminado y ninguno de los dos había dicho ni una palabra por un buen tiempo. Simplemente se sentaron al fondo de la capilla admirando las paredes adornadas, los arcos infinitos y las hermosas vidrieras. ¿Cómo pudo haberse hecho todo esto? pensó nuevamente. ¿Cómo hubiera podido alguien pagar para construir tan impresionante catedral? Era demasiado increíble para aceptarlo. Entonces, en silencio y casi al mismo tiempo, se pararon y comenzaron a caminar de regreso a la gran entrada principal y hacia el resplandor del sol del Vaticano.
Su abuelo le había dicho antes que tenía una historia especial que contarle y un gran secreto que revelar. Y aunque Julio había insistido y rogado, se le había dicho que solo lo escucharía después de haber adorado en la basílica de San Pedro. Antonio se detuvo frente a la catedral, aun a la sombra de los inmensos arcos y pilares de la entrada. Julio casi brincó hacia su abuelo que ahora estaba sentado en un escalón de mármol, y se acomodó sobre una piedra justamente a unos pocos pies de distancia.
—Abuelo, ¿ya es hora?
—Sí, es hora.
CHAPTER 2
El MERCADER de VENECIA
Hacía rato que había amanecido y el sol ya estaba alto, proyectando sus rayos sobre la cúpula de la basílica de San Pedro. Una brisa leve que salía de algún lugar más allá de la plaza hacía la mañana más idílica de lo que Antonio recordaba. Había esperado varios años la oportunidad de traspasar al joven Julio los principios que habían hecho de él alguien tan exitoso. A sus dieciocho años, Julio se parecía más y más a Valentino, su padre.
Había nacido en Venecia, donde lo criaron junto a sus cuatro hermanas. Siendo el mayor de los cinco, ahora se esperaba que se uniera al negocio de su padre, un bien conocido mercader de embarcaciones. Con habilidad innata para los números, a los catorce años lo pusieron bajo tutela especial. Unos veinte años antes, su padre había tomado la misma decisión con él, por eso se alegró cuando le sugirieron que ahora le tocaba a Julio.
—Cuéntame la historia, abuelo. Estoy listo —dijo Julio en un tono muy tranquilo, tratando de disimular su emoción.
—Supongo que el mejor lugar para comenzar es en el monasterio.
—¿El monasterio?
—Sí. Fui criado en un pequeño monasterio en las afueras de Venecia. Aún puedo oír las voces de los monjes mientras cantaban en sus oraciones muy temprano en las mañanas. Recuerdo a Felipo, mi padre, alzándome por sobre su cabeza mientras me daba vueltas en círculo. Siempre decía que era para llevarme más cerca a Dios.
Antonio sonreía.
Julio no se había movido de su lugar en los escalones de la catedral, y sus ojos estaban fijos en su abuelo. Era como si estuviese grabando en su corazón cada palabra que oía.
—Yo creía que te habían adoptado.
—Sí. Me adoptaron, es cierto. Y consideré a Felipo, que fue quien me adoptó, como mi padre. Después de todo, él fue el único padre que conocí. En realidad, la idea de la adopción nunca pasó por mi mente. Desde antes de tener memoria, viví en el monasterio. Yo era muy pequeño cuando tus bisabuelos murieron, y en lo que a mí respecta, el monasterio era mi hogar.
—¿Y qué les ocurrió a tu padre y a tu madre?
Julio había dudado en preguntar eso pero su ansiedad por conocer toda la historia lo impulsó a hacerlo.
Antonio respiró profundo y comenzó a hablar.
—La historia me la han contado varias veces. Por generaciones, nuestra familia había vivido a la orilla del mar, laborando como pescadores y marineros. Mis padres llevaban solamente tres años de casados. Yo tenía pocos meses de nacido cuando a mi padre le pidieron que llevara un cargamento de pescado deshidratado a Creta. Como padre novato, no estaba dispuesto a dejar solos a su hijo y a su esposa, así que nos embarcó y salimos los tres rumbo a mar abierto. Esa misma noche, una de las peores tormentas de que se tenga memoria cayó sobre nuestra pequeña embarcación azotándola en círculos y rasgando la vela en dos. Varios días después, un monje del monasterio encontró nuestra barca mientras pescaba. Yo estaba en el fondo, envuelto en paños y casi sin vida.
—¿Y qué fue de tu padre y de tu madre?
—Nunca los encontraron.
Con boca y ojos bien abiertos, Julio había venido escuchando la historia. Nunca le había contado acerca de sus bisabuelos. Los misterios que rodeaban a Antonio comenzaban a aclararse y Julio se encontró aferrándose a cada palabra.
—¿Y luego qué pasó?
—No mucho después del accidente, Felipo me adoptó, y pronto me convertí en el miembro más joven de la orden —dijo Antonio, con orgullo.
—¿Fue aburrido crecer en el monasterio, abuelo?
Encima de la basílica, los rayos del sol irrumpían con fuerza a través de las finas capas de nubes. Antonio se secó una gota de sudor que le corría hacia la esquina de uno de sus ojos. Cambió de posición en la escalinata y entonces se acordó de los jardines cerca de la plaza.
—Ven, camina conmigo, —le dijo, mientras se paraba y bajaba los escalones hacia las rosas que él sabía quedaban justamente al pasar las columnas del este—. El haber crecido en el monasterio no fue nada de aburrido. Más bien fue muy divertido y había mucho trabajo que hacer.
—¿Mucho trabajo? —replicó Julio, al tiempo que sacudía una pequeña piedra de su sandalia y pasaba su mano sobre las grandes columnas de mármol cerca de la entrada a los jardines.
—Sí, mucho trabajo. Tan pronto aprendí a caminar, me asignaron tareas sencillas que tenía que cumplir por todo el monasterio. Primero hacía cosas como llevarles agua a los hombres que trabajaban en las mesas, copiando las Escrituras. Luego, me encontré en las viñas, recogiendo uvas y ayudando con la cosecha.
—¿Cómo aguantabas?
—¿Aguantar? No me tomó mucho tiempo descubrir que me gustaba trabajar ... y pensar. Pronto me encontré trabajando hombro a hombro con Felipo, desarrollando ideas para aumentar la influencia del monasterio. A los dieciséis, ya estaba explorando nuevas formas en que los monjes podían producir sus productos con más ganancias.
Ahora era Antonio el que casi se ponía a brincar. Era obvio que el solo hablar de sus innovaciones le daba fuerzas.
Y prosiguió:
—Rápidamente Felipo se dio cuenta que yo era un apasionado de los negocios y, a la misma vez, un apasionado de Dios. Era la costumbre de la orden que los muchachos —al cumplir los dieciocho años— tomaran la decisión de seguir una vida consagrada como monjes, o entrar al mundo de los negocios y convertirse en mercaderes. La hora llegó en que yo tuve que elegir mi vocación.
—¿Vocación? ¿Qué significa eso? —preguntó Julio.
—Es lo que uno hace.
—¿Quieres decir tu trabajo?
—Bueno, sí, pero es mucho más que eso. Tu vocación es tu llamado. Es el propósito por el cual naciste. Y cuando haces eso, realmente no es trabajar.
—Es como papá y los barcos. Siempre está en los muelles aun cuando no necesita estar ahí.
—Precisamente. Cuando una persona descubre su vocación, el trabajo que realiza lo hace con gusto y con alegría.
—Entonces, ¿qué sucedió luego?
—Bueno, Felipo sabía que era el tiempo para yo escoger mi vocación, pero no estaba muy claro si serviría mejor en el ministerio o en el mundo de los negocios. Felipo se había preocupado de sentarse conmigo en la cena. Durante ese tiempo, me preguntó sobre mis intenciones respecto a la orden. Recuerdo que sin pensarlo dos veces le respondí que quería ser monje igual que él. Aunque algo dentro de Felipo debió de haber saltado de alegría al pensar que yo me uniría a la orden, él sabía que únicamente podría tomar esa decisión después de experimentar ambos mundos por completo.
—¿Ambos mundos?
—Sí. El ministerial y el laboral.
—¿Qué pasó, entonces?
—Felipo me ordenó pasar varios meses con un amigo rico en Venecia, que vivía aproximadamente a una hora del monasterio. Pensó que sería una buena oportunidad para experimentar con el mundo de los negocios. De modo que ese fin de semana empacamos y viajamos hasta Venecia, y comencé mi aprendizaje con Alessio.
(Continues...)
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