Trinidad

Una saga de glorias y derrotas, de triunfos y tragedias. Tan terrible y bella como Irlanda, el país donde sucede.
Es la historia de un joven rebelde católico y la mujer de familia protestante que abandonó su legado por seguir al amor de su vida.
Es la historia de un pueblo asediado y divido por la religión y la riqueza. Los campesinos católicos empobrecidos que se levantan contra una aristocracia protestante que tiene poder de vida y de muerte.

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Trinidad

Una saga de glorias y derrotas, de triunfos y tragedias. Tan terrible y bella como Irlanda, el país donde sucede.
Es la historia de un joven rebelde católico y la mujer de familia protestante que abandonó su legado por seguir al amor de su vida.
Es la historia de un pueblo asediado y divido por la religión y la riqueza. Los campesinos católicos empobrecidos que se levantan contra una aristocracia protestante que tiene poder de vida y de muerte.

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Overview

Una saga de glorias y derrotas, de triunfos y tragedias. Tan terrible y bella como Irlanda, el país donde sucede.
Es la historia de un joven rebelde católico y la mujer de familia protestante que abandonó su legado por seguir al amor de su vida.
Es la historia de un pueblo asediado y divido por la religión y la riqueza. Los campesinos católicos empobrecidos que se levantan contra una aristocracia protestante que tiene poder de vida y de muerte.


Product Details

ISBN-13: 9788415997481
Publisher: Roca Editorial de Libros
Publication date: 02/28/2014
Sold by: Barnes & Noble
Format: eBook
Pages: 999
File size: 2 MB
Language: Spanish

About the Author

Sólo un ex-marine estadounidense que participó en la Segunda Guerra Mundial, hijo de inmigrantes polacos judíos, pudo crear Grito de Guerra, Éxodo, Mila 18 y Topaz; ése fue Leon Uris. Su primera novela fue Grito de Guerra, situada en la Segunda Guerra Mundial e inspirada en las propias vivencias de Uris durante su periodo en el sexto regimiento de los marines. Más tarde llegó Las colinas de la ira—también con el mismo trasfondo sociopolítico. Tras estos éxitos decide hacer un viaje a Israel; su fruto fue Éxodo, su novela más célebre. A ésta le siguieron, entre otras, Topaz, un thriller sobre la Guerra Fría que estuvo una semana entera en el número uno de la lista de Best-sellers del periódico New York Times. Aunque nunca consiguió el graduado escolar, con tan sólo seis años escribió una opereta con motivo del fallecimiento de su perro. Leon Uris estaba destinado a ser lo que fue, un narrador sencillo de grandes historias.

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Trinidad


By Leon Uris, Baldomero Porta Gou

Barcelona Digital Editions, S.L.

Copyright © 1983 Leon M. Uris
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4804-9339-1



CHAPTER 1

Mayo de 1885


Recuerdo con toda claridad la primera gran conmoción de mi vida. De la casita de campo vecina se oyó un fuerte alarido. Yo me precipité dentro de la habitación tan familiar para mí como mi propia casa. Los hijos de los Larkin, Conor, Liam y Brigid, estaban repartidos por la alcoba donde un jergón de hojarasca servía de cama al viejo Kilty. Permanecían inmóviles, boquiabiertos de espanto.

Me escabullí junto a Conor.

—Abuelo ha muerto —me dijo.

Su madre, Finola, que estaba embarazada de ocho meses, se había arrodillado y apretaba la cabeza contra el corazón del anciano. Era la primera, la primerísima vez que yo veía una persona muerta. Aquel muerto color de cera, huesudo, tendido con la abierta boca sin un solo diente, me miraba fijamente con sus ojos vidriosos y yo mantuve la mirada fija en él hasta que sentí mis propios ojos fuera de sus órbitas.

¡Ah, fue para mí un momento terrible, revelador! Todos los chavales creíamos que el viejo Kilty poseía la magia de los duendes y que viviría eternamente, leyenda confirmada tanto por ser el superviviente más viejo de la gran hambruna como por haber sido uno de los héroes del levantamiento feniano de 1867, cuyas fatigas habían sido premiadas con cárcel y torturas.

Por entonces yo tenía once años. Kilty estaba lelo desde que me alcanzaba la memoria, siempre acurrucado junto a la lumbre, murmurando palabras incoherentes. Aunque ya era todo un vejestorio, nadie había pensado nunca en serio que pudiera morir algún día.

La pequeña Brigid se puso a llorar.

—¡Calla! —le ordenó su madre con aspereza—. No debes llorar hasta que hayamos preparado debidamente al abuelo. Los duendes han rodeado la casa esperando el momento de echársele encima y tu llanto los animaría a entrar y arrebatarnos su alma.

Finola se puso en pie con esfuerzo y se entregó a un torbellino de actividades. Abrió puertas y ventanas para echar fuera a los malos espíritus y se apresuró a cubrir el espejo para esconder la imagen del difunto.

—Liam, tú irás a dar la noticia. No olvides llegar hasta los establos y los colmenares, para anunciar a vacas y abejas que Kilty Larkin ha fallecido. Si no quieres que los duendes se lleven su alma, no desobedezcas. —Se estrujaba las manos y se lamentaba—: ¡Oh, Kilty, Kilty, eras un buen hombre! —Después se dirigió a mí—: ¡Seamus!

—Sí, señora —respondí.

—Ve a buscar a tu madre. Necesitaré sus buenas manos para ayudarme a vestirlo. ¡Conor!

Conor no respondía, no hacía más que seguir mirando a su abuelo. Ella lo zarandeó por el hombro.

—¡Conor!

—Sí, madre.

—Ve a la turbera a buscar a tu padre.

Brigid había caído de rodillas y se estaba santiguando a un ritmo vertiginoso.

—Levántate y ayúdame —ordenó Finola: arreglar el cadáver era tarea de mujeres.

Liam corrió primero al establo, pude verlo porque la parte superior de la puerta partida estaba abierta. Conor, entretanto, salió lentamente de la alcoba, andando para atrás, sin apartar los ojos de su abuelo.

Fuera, le di un golpecito en el brazo.

—Eh, si vas primero a mi casa, te acompañaré a la turbera, a buscar a tu padre.

Trepamos por la pared de piedra que separaba nuestras casas. A mi madre, Mairead O'Neill, como a todas las madres de Ballyutogue, la recordaremos siempre acurrucada en su eterno puesto junto al hogar. Cuando entramos, sirviéndose de una polea de cadena, estaba levantando el caldero sobre el fuego de turba.

—Buenos días tenga usted, señora O'Neill —dijo Conor—. Me temo que nos hallamos en una aflicción.

—Kilty Larkin ha estirado la pata —expliqué.

—¡Ah!, ¿de modo que es eso? —Mi madre suspiró y se persignó.

—Y sin duda la señora Larkin la necesitará a usted para vestirlo.

Mi madre ya se había quitado el delantal.

—Conor, esta noche te quedarás aquí, tu hermano y tu hermana también —dijo.

—Yo esperaba tomar parte en el velatorio —respondió él.

—Eso corresponde a tus padres. ¿Ya llevas sal?

—Oh, Señor, con los nervios nos hemos olvidado todos.

Mamá se acercó al gran salero del hueco que había en uno de los lados de la chimenea y sacó una pizca que metió en uno de mis bolsillos, otra para uno de los bolsillos de Conor y otra para ella a fin de ahuyentar a los malos espíritus.

—Yo voy a la turbera con Conor —anuncié, corriendo tras él.

—No os olvidéis de avisar a las vacas y las abejas —nos gritó mientras marchábamos.

—De eso se ha encargado Liam.

Nuestro pueblo empezaba a una altura de unos cien metros sobre la bahía Foyle y nuestros campos se encaramaban laderas arriba unos ciento cincuenta metros más, partidos en terrazas escalonadas. Algunos terrenos eran poco mayores que nuestra habitación principal y pocas personas habrían sabido afirmar con seguridad a quién pertenecía cada uno con exactitud. Todos los campos estaban vallados, componiendo una telaraña de piedra por la ladera.

Conor corría como si lo llevara el viento, no se detuvo hasta haber salvado la última valla. Ahora jadeaba en busca de aire. Se sentó, sudando, temblando y sollozando.

—El abuelo ... —dijo a sacudidas.

Conor Larkin tenía doce años, era mi amigo íntimo y mi ídolo, pero por más que yo deseara decirle unas palabras de consuelo, no fui capaz de decirle nada.

Mis más tiernos recuerdos estaban ligados a los Larkin. Yo era el benjamín de mi familia, las arrebañaderas del bote. Todas mis hermanas eran mujeres mayores y se habían casado; mi hermano mayor, Eamon, había emigrado a Estados Unidos y era bombero en Baltimore. Cuando Kilty murió, mi hermano mediano, Colm, tenía diecinueve años, ocho más que yo.

Conor y yo aguardamos un rato, porque se daban pocos días tan claros como aquel, con una vista tan espléndida. Ballyutogue, que significa «lugar de conflictos», se extendía, majestuoso, en el lado este de Inishowen, veinticinco kilómetros al norte de Derry, en el condado de Donegal.

Desde donde nos encontrábamos, abarcábamos todo, todos los campos que nos robaron y que ahora pertenecían a lord Hubble, conde de Foyle. El panorama era tan luminoso aquel día que podíamos divisarlo en todos sus detalles, por encima de Foyle Lough, hasta el condado de Derry, así como toda la línea de la costa, desde Muff a Moville. Debajo mismo de nosotros, junto al lago, estaba el pueblo y, a ambos lados del mismo, la larga y perfectamente proporcionada simetría rectangular de unos lozanos y verdes campos protestantes, cada uno de ellos con una casa de piedra bellamente construida, de dos plantas y tejado de pizarra.

La parte alta del pueblo, donde vivíamos nosotros, los católicos, estaba «en el brezal» con su demente laberinto cuadriculado de paredes de piedra trepando por las salvajes colinas.

Conor se mordía el labio con fuerza para contener las lágrimas.

—¿Crees que todavía está en el purgatorio? —le pregunté.

Él sacudió la cabeza para decir que no lo sabía, luego escarbó el suelo, cogió una piedra y la tiró ladera abajo. Yo también tiré otra, porque solía imitar todo lo que él hacía.

—Vamos, peque —ordenó, volviéndose y empezando a correr camino arriba hacia los fangales de la montaña.

Casi una hora después llegamos allá. El guardián de la turbera nos indicó el sector donde Tomas Larkin y mi propio padre, Fergus O'Neill, estarían cogiendo turba. En aquel lugar, el tajo era profundo. Cuatro cuadrillas de hombres manejaban las sesgadas azadas con la precisión de las máquinas, sacando y cortando ladrillos que levantaban con poleas y amontonaban en forma de casitas para que se secaran. Unas semanas más tarde, secos del todo, habrían perdido mucho peso y estarían en condiciones de arder. Los ladrillos de turba, ya secos, los cargaban en carretillas tiradas por asnos en reata y los llevaban a un almacén del pueblo.

Nuestra gente se quedaba el quince por ciento de la turba en pago del trabajo de arrancarla; el resto iba a Derry para hacer funcionar las fábricas de sus señorías o se vendía a granjeros protestantes, a tiendas y a hogares. Conor ya trabajaba en los fangales de vez en cuando y, dentro de un año, poco más o menos, yo me uniría a él durante la estación seca, propia para la extracción, en mayo.

No costaba mucho localizar a Tomas Larkin, pues aventajaba en una mitad la estatura de mi padre, que estaba cavando a su lado. ¡Era un gran modelo de hombre! Al ver a Conor, dejó la azada a un lado y lo saludó con la mano, pero al momento percibió la excitación de su hijo.

—¡El abuelo! —gritaba Conor, corriendo hacia los brazos de su padre.

—Sí —suspiró Tomas Larkin desde unas terribles profundidades—, sí.

Y se sentó en el suelo con Conor en el regazo. Yo envidiaba enormemente a los Larkin. Por supuesto, quería muchísimo a mi padre, también a mi madre, a Colm y a mis hermanas, pero cuando miro hacia atrás no puedo recordar un solo abrazo. Ninguna familia de Ballyutogue destacaba de otra por manifestar su afecto, salvo los Larkin. En ese sentido, sí eran diferentes.

La noticia dio la vuelta al corro en un murmullo y, una tras otra, las azadas quedaron a un lado y los hombres desfilaron por delante de Tomas y Conor, se calaron las gorras y empezaron a descender montaña abajo.

El largo camino de regreso fue como un canto fúnebre, aunque sin palabras. Conor se cogía fuertemente a la mano de su padre y ambos tenían los dientes apretados. Pareció que transcurría media eternidad antes de que llegáramos al cruce de caminos donde Conor y yo aguardábamos todas las mañanas hasta que nos recogían la leche. Allí, a cien metros de altura, con la carretera principal serpenteando hacia el ayuntamiento de Ballyutogue y el lago, empezaba la parte alta del pueblo. Abajo se extendía una limpia, cuadriculada y sólida población del Ulster protestante, con su despliegue de comercios, fábricas de lino, molinos harineros y vaquerías con sus viviendas correspondientes. En la plaza, centro de la población, el cuartel de la Royal Irish constabulary y unas oficinas de la Corona cuidaban de señalar la omnipresencia de Su Majestad británica. Todo lo de allá abajo, el pueblo y las casas de campo protestantes, habían sido en otro tiempo tierras de los O'Neill, bien robadas por los antepasados de lord Hubble y plantadas por escoceses traídos acá, bien dadas en recompensa a los soldados del ejército de Oliver Cromwell.

En el cruce de caminos se encontraba el único negocio próspero del pueblo, una taberna y una posada minúscula propiedad de un católico llamado Dooley McCluskey. Los protestantes defendían la sobriedad con pasión rabiosa y no querían ensuciarse las manos dirigiendo un establecimiento de esa clase, pero el local de McCluskey no entraba en el campo visual de los rugientes predicadores, ni en el de las esposas presbiterianas, aquellas enjutas damas de labios delgados. ¡Y quién no ha visto a presbiterianos agotando de tal modo el resto de sobriedad que pudiera quedarles que se les habría podido poner a dormir colgados de una cuerda de tender ropa!

La bebida alcohólica de mayor consumo entre los católicos era el poteen, un whisky blanco destilado de manera ilegal con alambiques que se podían desmontar en unos minutos para trasladarlos antes de que llegaran los recaudadores de impuestos y los guardias del Royal Irish constabulary. La auténtica participación tenía lugar en una shebeen bien escondida en un establo de vacas del pueblo que había sido transformado en dicha taberna clandestina. La tradición, en Ballyutogue y en muchas otras poblaciones de Inishowen, establecía que la destilación y la venta de poteen se concediera a viudas que no tuviesen otros medios de vida.

Enfrente de la taberna de McCluskey, al otro lado del camino, se levantaba nuestro segundo establecimiento poderoso, la iglesia de San Columbano, bautizada así en honor al bendito fundador de Derry y misionero en ultramar que hacía siglos había convertido a millares de ingleses y escoceses paganos al cristianismo. Casi la mitad de los lugares santos de Donegal y Derry llevan su nombre.

Mirando el templo de San Columbano uno habría pensado que navegábamos en un mar de prosperidades. ¡Si San Columbano aventajaba en una mitad en cuanto a dimensiones y doblaba en belleza a las Casas del Señor protestantes de todo el municipio! Viniendo de nuestras austeras casitas, parecía una antesala del paraíso. A uno le habría dado por preguntarse cómo y por qué una gente que se alimentaba de patatas y arenques salados había levantado tan grandiosos monumentos al Todopoderoso.

Durante generaciones no se nos permitió rendir culto a nuestra manera tradicional. Unas leyes penales inglesas nos obligaban a celebrar misas en secreto dentro de cuevas y en lugares escondidos en los prados más altos. Cuando la religión se emancipó, a principios del siglo XIX, aun a costa de mantener a los campesinos en un estado de pobreza espantoso, la Santa Madre Iglesia se lanzó a un derroche de edificaciones.

El padre Lynch (Dios bendiga al condado de Tipperary que nos lo dio) gobernaba la parroquia como un ángel vengador. Lo primero que aprendí en mi vida, después del nombre de mi madre y de mi padre, fue el terrible poder que tenía aquel padre. Un poder total y absoluto, porque incluía la inefabilidad sacerdotal y la posesión de nuestros pensamientos más íntimos. Nada se le podía esconder, so pena de una interminable variedad de castigos. Teníamos tanta hambre de un hombre instruido, de alguien que, sencillamente, supiera leer y escribir y, en menor escala, representara una dirección mística hacia el más allá, que la gente del pueblo le concedió las prerrogativas de un señor feudal. Para bien o para mal, el padre Lynch nos proporcionaba un vago sueño al que agarrarnos para mitigar el dolor de nuestras tristes existencias. Yo descubrí el significado del miedo al recibir las consecuencias de su ira por haber roto las normas de su autocracia. El padre Lynch disponía de una reserva de actos reprochables completamente inagotable ... sin fondo.

Kilty Larkin, el difunto, había sido excomulgado por haber tomado parte en el levantamiento feniano de 1867. Por ese motivo, su hijo Tomas raras veces ponía los pies en el templo de San Columbano. Había que ser muy fuerte para desafiar a la Iglesia en aquella difícil existencia que llevábamos, pero él lo era. Más todavía, aunque no coronado, era el cabecilla. El párroco le guardaba un gran resentimiento, porque en una parroquia no podía haber dos que la gobernasen.

Permitidme que os diga que la misa dominical constituía un espectáculo lamentable: más de la mitad de los hombres del pueblo la seguían recostados contra la pared de piedra de enfrente del templo como ganado a punto de ser llevado al matadero esperando desazonado un respiro que nunca parecía llegar.

Cuando estaba a punto de terminar, aquellos perros callejeros apaleados entraban en fila para ir ocupando los dos o tres últimos bancos, caían de rodillas, se persignaban y se daban golpes de puños en el pecho, sin otro propósito que el de quedar exonerados por otra semana. Como grupo daban a entender que odiaban aquello, pero no se sentían con ánimo para provocar a sus vecinos o al sacerdote.

Después de la misa, Dooley McCluskey siempre llegaba a su establecimiento el primero de todos, en cabeza de aquel rebaño en estampida que necesitaba desesperadamente beber unos tragos.

Al bajar de las turberas y los pastos comunales, teníamos que pasar por delante del templo de San Columbano. Un gran silencio solía invadir todo al tratar de pasar a hurtadillas ante la iglesia, todos esperábamos que el padre estuviera ocupado en otra cosa que no solo fuera un ratito de meditación solitaria. Algunos hombres saltaban la pared, utilizándola luego como parapeto para arrastrarse por las zanjas. Y unos pocos conseguían llegar al final. Y así fue hasta que entró en escena el nuevo cura, el padre Cluny.

Desde una posición estratégica que cortaba toda huida posible, el padre Lynch le hacía señas al padre Cluny, el cual se ponía a tocar el condenado Ángelus ... bong, bong, bong ... y nosotros caíamos de rodillas como árboles cortados, mientras el padre Lynch levantaba una bandada de presuntos fugitivos como si hubiera sido una bandada de codornices ... Bong, bong, bong, bong, bong, bong, bong, bong, bong ... y ahí salía el padre Lynch como una caña flaca, chupada y arrugada, canturreando monótonamente ... «el ángel del Señor anunció a María ...» ... para introducir nuestro inaudible murmullo de respuesta ... «y concibió por obra del Espíritu Santo ... Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo y bendita tú eres entre todas las mujeres ...»

... Y todos miraban por el rabillo del ojo, con el corazón dolorido y la boca seca como el fondo de una jaula de pájaros a Tomas Larkin, que desfilaba retador hacia la taberna de Dooley McCluskey. Decían que McCluskey era tan avaro que antes habría preferido mondar una patata dentro del bolsillo que compartirla con alguien, pero consideraba sensato procurar que Tomas Larkin lo mirase con simpatía y le ofrecía una copa, porque Tomas sabía poner fin a una pelea o lograr que un cliente pagara lo que hubiese roto mucho mejor que los constabulary ...


(Continues...)

Excerpted from Trinidad by Leon Uris, Baldomero Porta Gou. Copyright © 1983 Leon M. Uris. Excerpted by permission of Barcelona Digital Editions, S.L..
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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Table of Contents

Contents

Portadilla,
Créditos,
Dedicatoria,
Agradecimientos,
Epígrafe,
Primera parte: Ballyutogue,
Segunda parte: El naipe de los de Orange o la carta naranja,
Tercera parte: La cabaña del monte,
Cuarta parte: Bogside,
Quinta parte: Polvorientas campanillas azules,
Sexta parte: Sixmilecross,
Séptima parte: Una terrible belleza,
Sobre el autor,

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