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Overview
Product Details
ISBN-13: | 9788498975284 |
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Publisher: | Linkgua |
Publication date: | 10/10/2010 |
Series: | Historia-Viajes , #349 |
Sold by: | Barnes & Noble |
Format: | eBook |
Pages: | 28 |
File size: | 240 KB |
Age Range: | 11 - 18 Years |
Language: | Spanish |
About the Author
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Viaje a Las Ruinas de Pesto
By Ángel de Saavedra, Duque de Rivas
Red Ediciones
Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-528-4
CHAPTER 1
VIAJE A LAS RUINAS DE PESTO
A las nueve de una hermosa mañana de mayo, en que un transparente celaje templaba el ardor del Sol, refrescando la atmósfera la ligera brisa del mar, partimos de Nápoles por el camino de hierro últimamente establecido, que conduce a Nocera. Deslizábase rápidamente el convoy, e iba dejando atrás la capital magnífica y su concurrido puerto, donde está parte de la preciosa escuadra napolitana con gran número de vapores de guerra, y donde se ven reunidos tantos buques mercantes de diferentes naciones.
Siguiendo la playa, pasamos. por Portici, bajo cuyas casas yace envuelta en la lava del Vesubio la antigua Herculano; por la Torre del Greco, pueblo fundado sobre otros dos, víctimas de las erupciones del volcán, y por la Torre de la Anunciata, donde dejando la ribera entramos tierra adentro por las cercanías de Pompeya, y al través de un campo delicioso, cultivado con esmero. Su feraz producción y sus viñedos formando pabellones, festones y guirnaldas, enlazadas con los árboles pomposos y corpulentos, de que está sembrada la llanura, forman un rico y risueño paisaje, de que es último término, por la izquierda, el majestuoso Vesubio, con sus laderas de esmeralda y su penacho blanquecino de humo y ceniza, y al frente y a la derecha, elevadas montañas cubiertas de arboleda y de casas de campo. En una hora llegamos a Pagani; esto es, recorrimos seis leguas castellanas, en cuyo tiempo no dejaron de mortificarme las dolorosas reflexiones a que daba lugar el ver en un país que, ciertamente, no tiene fama de muy aventajado, caminos de hierro, escuadra, gran número de barcos de vapor, tierras cultivadas con asiduidad y maestría, casas de campo, gendarmes a pie y a caballo perfectamente vestidos custodiando los caminos públicos, poblaciones risueñas, limpias y bien empedradas, industria, tráfico, movimiento y vida, mientras que en nuestra patria, tan grande, tan poderosa, tan rica y con tantos elementos para ser una de las primeras naciones de Europa, nada hay de esto, porque pierde el tiempo y se aniquila visiblemente en inútiles controversias y en enconadas personalidades.
En Pagani alquilamos caballos del país, pequeños, pero de mucho fuego y poder, y con ellos trepamos una altísima montaña, cuyas, empinadas laderas están cubiertas de robustos castaños y de viciosos matorrales. Entre ellos serpentea un buen camino de herradura, construido con mucho arte, y desde cuyas revueltas se descubren admirables puntos de vista. En la cima de la montaña, descuella la Torre de Chiunsa, atalaya circular antiquísima, que hoy sirve de nido a los milanos y de blanco a las tormentas, pues se ven las repetidas huellas del rayo en sus rotos sillares. Pasando por una venta, al pie del derruido torreón, nos despedimos de la vista del Vesubio, y doblando la cumbre, empezamos a bajar cuestas menos rápidas por entre graciosas lomas cubiertas de vegetación, por entre adelantados viñedos, siempre formando festones enlazados a los árboles, y por entre espesos bosques de valientes hayas y de pomposos castaños, viniendo a dar al valle de Tramonte.
La lozana fantasía del más fecundo artista no podrá imaginar sitio tan delicioso y pintoresco. Ambas vertientes están pobladas de lindas casas de campo, de pedazos de tierra cultivada con inteligencia, de árboles corpulentos y frondosísimos. Corre en lo hondo de la cañada un copioso torrente, aprovechado por un gran número de fábricas de papel allí establecidas. Lo variado y lindo de los edificios, y los graciosos puentes rústicos con que se comunican, y los malecones y caprichosos acueductos que van de un lado a otro para contener o conducir las aguas, y las cataratas y despeñaderos que forman las sobrantes, y el ruido de las ruedas de las máquinas hidráulicas y el bullicio de la multitud de obreros empleados en aquellas manufacturas, forman un todo tan rico, tan variado, tan sorprendente, que es imposible dar una idea de él en una fría descripción.
Najuri, pueblo de buen caserío, de dos y tres pisos, con calles muy limpias y muy bien enlosadas, está colocado a la embocadura de este valle y a orillas del mar, aprovechando una pequeña cala para abrigo de sus barcas pescadoras. Lo atravesamos, y el golfo de Salerno se presentó a nuestra vista, desierto, triste y majestuoso. Tomando a la derecha una calzada magnífica, construida a media ladera de los escarpados montes que forman la costa, y muy semejante a la que conduce de Caleya a Barcelona, llegamos a Nimuri, pueblecito de la misma fisonomía que el anterior, colocado también en las gargantas de un risueño valle. Dos millas después, y casi en igual posición, atravesamos a Atrani, población más grande que las anteriores y patria supuesta del famoso Masanielo, y designan como su casa, aún habitada y de pobre, pero limpio aspecto, una que ocupa un empinado risco, entre otras casi iguales que pueblan aquellos montes. Doblamos en seguida una punta, donde están los restos de un antiguo castillejo, y llegamos a la famosa ciudad de Amalfi, a la que fue rival de Pisa y émula de la opulenta Génova y de la poderosa Venecia, a la que tanta parte tuvo en las Cruzadas, siendo fundadora en ellas de la célebre Orden de San Juan de Jerusalén, a la que mereció, en fin, en el siglo X el pomposo renombre de «Reina de los mares». Pero ácuánto han mudado los tiempos! Ni se concibe cómo un pueblo pequeño, capaz apenas de siete mil habitantes, colocado en la estrecha garganta de un pequeño valle, donde escasamente hay espacio para su actual caserío, rodeado de escarpados y altos montes con una reducidísima cala, sin fondo ni abrigo, abierta a los ponientes y a los sures, vientos violentísimos en estos mares, haya podido ser una ciudad de 60.000 almas, el almacén de las riquezas del mundo, y uno de los puertos más famosos y más concurridos de la antigüedad. No; no se ve allí ninguno de aquellos vestigios de la opulencia y del poder que se encuentran en otras ciudades decaidas o arruinadas. No hay ni una sola casa antigua, ninguna de gran capacidad; no existen ni aun fragmentos de murallas, de almacenes, de muelles, de malecones; de aquellas obras, en fin, indispensables en todo puerto mercantil, para abrigo de los bajeles, para resguardo de las mercaderías, para defensa de la riqueza, para albergue de la opulencia ... Hasta cuesta trabajo creer que hubo allí jamás poder y opulencia. En Pisa, decaida y casi desierta, se ven luengas y anchas calles, soberbios palacios, fuertes torres y murallas. magníficos puentes, muelles, malecones: en fin: el esqueleto de un gigante; pero en Amalfi ... Etiam periere ruina. Solo existen allí dos arruinados arcos en la marina y el vestíbulo de la catedral, a que se sube por una ancha escalera moderna de cuarenta gradas.
El cicerone que nos acompañaba entendió, sin duda, que hacíamos estas reflexiones, y nos dijo, muy grave, que la ciudad antigua estaba fundada sobre el mar, y que éste se la había tragado, acontecimiento de que no habla la Historia, y de que hubieran quedado vestigios en el mismo mar, y lejos de ello, la pequeña cala de Amalfi ofrece en toda su extensión un liso fondo de guijo y de arena, sin la menor huella de cimientos antiguos. En esta ciudad se encontraron, por acaso, y de resultas de un saqueo el año 1135, las Pandectas, de Justiniano, y en ella nació Flavio Gioja, inventor de la brújula.
Parece indudable que Amalfi, fundada en época muy remota, fue ocupada por los sarracenos la primera vez que invadieron a Italia; que los tiempos de su mayor esplendor fueron los siglos X y XI; que la conquistó Roger, duque de Calabria, y que su decadencia empezó en las encarnizadas guerras que sostuvo con sus vecinos los salernitanos, llegando a tal punto de apocamiento y desdicha, que fue completamente destruida por los bandidos, que dos veces la entregaron a las llamas y la saquearon, y como su territorio nada produce, murió la ciudad en cuanto se rompieron sus telares, se hundieron sus almacenes y dejó de ofrecer seguridad a los traficantes.
A la derecha de Amalfi, sobre elevadas rocas, mirando al mar, hay un convento de capuchinos, al que se sube por una estrecha y penosa escalera de 270 escalones. Fuimos a él al anochecer, y al aproximarnos oímos los sonidos del órgano, que hacían un efecto maravilloso entre aquellas peñas, cuyas formas rudas y colosales contornos presentaban una masa imponente y confusa a la borrosa luz del crepúsculo moribundo; recordamos algunas escenas de Don Álvaro y entramos en la pobre y reducida iglesia, cuando los frailes en el coro cantaban completas. La robusta armonía del estrepitoso instrumento y el canto llano de la comunidad no dejaron de conmovernos a aquella hora y en aquel devoto, retirado y humilde santuario.
Pronto supo el guardián que había extranjeros en su convento, y envió a dos frailes a obsequiarlos y a hacer los honores de la casa. Nos ofrecieron refresco, que no lo aceptamos; nos enseñaron un claustro antiquísimo de toscas y pequeñas ojivas sostenidas por columnitas acopladas de gusto árabe; luego, a la luz de una hacha de viento, una magnífica espaciosa gruta que hay en el monte, y al retirarnos, mandaron a un lego que con un farolillo nos alumbrase para bajar la escalera. No era ciertamente este lego el hermano «Melitón», pues no desplegó sus labios en el largo tiempo que empleamos en la bajada.
Al acercarnos a la marina oímos un bandolín, no mal tocado, y rumor de alegre algazara; pero como la noche era oscurísima, no pudimos columbrar, de lejos, ni al tañedor ni a los que aquel bullicio, causaban. Al llegar a la playa y al despedirnos de nuestro alumbrador advertimos que el músico estaba en una barca varada en tierra, y que en su rededor unos cuantos marineros y mozas del pueblo bailaban a su manera. Todo esto a oscuras, lo que daba a la fiesta una apariencia muy fantástica. Entramos en una regular posada, donde devoramos una abominable cena, y nos entregamos, rendidos de cansancio, a un profundo sueño.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, fuimos a ver lo interior del valle, a cuya boca está situada Amalfi y se llama «valle dei molini». Es, aunque de menos extensión, muy semejante al de Tramonti, poblado también de fábricas de papel y tan risueño y tan pintoresco, aunque no tan feraz y productivo. En seguida, en burros con silla y bridón a la inglesa, fuimos a Atrani (el último pueblo que atravesamos la tarde anterior), e internándonos en él, dejamos nuestras humildes cabalgaduras, para subir, a pie, con gran fatiga y calor, una penosísima escalera de dos millas de largo, que sube a Ravello, pueblecito fundado en una de las eminencias más elevadas de aquel monte, y desde donde se alcanza una espaciosa y magnífica vista. Entre humildes casas .modernas, se encuentran allí importantes vestigios de la pasajera dominación sarracena, y en varios trozos de muralla derruida, y en un patio que se conserva bastante entero, y en otros fragmentos interesantes, reconocí la infancia del arte, que se mostró luego con tanto esplendor en nuestra catedral de Córdoba, en la Giralda de Sevilla y en los encantados palacios de Granada. Hay en la iglesia de Ravello unas puertas de bronce muy notables, un púlpito cuadrado y espacioso, revestido de mosaico y apoyado en seis columnas, cuyas basas son toscos leones de mármol y varias lápidas de distintos tiempos. Dejamos aquel empinado sitio, y, bajando la prolongada escalera con gran cansancio, volvimos a cabalgar en nuestros inglesados asnos y regresamos a Amalfi. Comimos con apetito, dormimos una larga siesta, y a las tres de la tarde salimos para Salerno. Hay un camino a medio construir, que, siguiendo las sinuosidades de la escarpada costa, va de una ciudad a otra; pero es largo y penoso, y preferimos hacer el viaje por mar. Tomamos, pues, un ligero bote de cuatro remos, muy pintado de blanco, verde y encarnado, con su limpia carroza de cotonía blanca. Al salir de la posada, dos padres capuchinos, de aspecto, por cierto, muy venerable, nos pidieron humildemente les hiciéramos la caridad de conducirlos a Salerno. Accedimos gustosos y bajamos con ellos a la marina. La que se tituló «Reina de los mares» ha venido tan a menos, que no tiene ni aun un pobre muelle de madera en su arenosa playa, por lo que fue el embarco harto incómodo y desagradable, teniendo que verificarlo, so pena de meterse en el agua o, por mejor decir, en el fango hasta la cintura, en los robustos hombros de los marineros. Estaba el mar en leche; el cielo, despejado y puro, cruzado por algunas ráfagas luminosas; la atmósfera, en calma, sin que la refrescara la más ligera ventolina. La barca, empujada por los cuatro remos que meneaban a compás los robustos brazos de cuatro marineros, con camisas blancas como la nieve, calzoncillos cortos, listados de azul y gorros colorados, como los que usan los catalanes, se deslizaba rápidamente por el cristalino golfo para doblar la punta de Orfso. Teníamos a la izquierda, como a dos millas de distancia, la costa, escarpada de altísimos montes, cubiertos de verduras y salpicados de blancas casas de campo, y Atrani, y Ninuri, y Majuri, y otros risueños pueblecitos colocados en las gargantas de los valles, y a la derecha, la inmensidad del mar, formando horizonte y confundiéndose con el cielo por medio de una vaporosa niebla, formando todo un cuadro magnífico y melancólico. Los marineros, como para no perder aliento, entonaron, en distintas voces, nada discordantes, una canción en dialecto napolitano, con un tono monótono y lánguido, muy semejante al de las playeras que se cantan en Andalucía. Los dos capuchinos sacaron sus breviarios y, en voz sumisa, rezaron sus oraciones, y nosotros soñábamos despiertos y volábamos con la imaginación por mil fantásticas regiones, sumergidos en el más profundo silencio. Parecía aquella barquilla, en medio del desierto golfo de Salerno, el emblema de los diferentes destinos que designó a los hombres la Providencia: el del trabajo, el de la oración, el del pensamiento, y todos dirigidos por el mismo impulso, y todos encaminados al mismo fin. A las dos horas de travesía, cuando ya los marineros, fatigados y deshechos en sudor lanzaban, cada vez que los remos impelían, un hondo quejido, como para reanimarse y bogar a compás; cuando los religiosos, concluidos sus rezos, terminada por aquel día su misión sobre la Tierra, dormitaban sin curarse de su suerte, y cuando nosotros, al fin y al cabo, hombres del mundo y del placer, juzgábamos ya, impacientes, que duraba mucho aquel viaje, doblamos la punta del Orfso y luego la de Túmulo, y nos encontramos en Salerno.
Es ciudad capital de provincia, de muy buen caserío, de muy cultivados y feraces contornos y de unos treinta mil habitantes; pero tampoco hay en sus playas muelles ni resto alguno de su antiguo poder naval. Desembarcamos, pues, como nos embarcamos en Amalfi; esto es, en hombros de los fatigados marineros, y enterrándonos en arena hasta las rodillas, y subiendo unos montecillos también de arena, y despidiéndonos de los capuchinos, que quisieron besamos la mano con la mayor humildad y gratitud, entramos en un magnífico parador (Hótel de l'Europe), a cien pasos de la ciudad, sobre la ribera. Su moblaje y servicio son completamente a la inglesa; ocupamos en él una elegante y cómoda habitación con sus correspondientes alcobas.
Serían las cinco y medía de la tarde, y estábamos sentados en un balcón voladizo que da sobre el mar, cuando llegó nuestra carretela con cuatro caballos, pues habíamos dejado encargado en Nápoles viniese aquel día a buscarnos a Salerno, y nos sorprendió agradabilísimamente el ver en ella al amable duque de Montebello, embajador de Francia, que venía a nuestro encuentro para tomar parte en el resto de nuestra expedición.
(Continues...)
Excerpted from Viaje a Las Ruinas de Pesto by Ángel de Saavedra, Duque de Rivas. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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CRÉDITOS, 4,PRESENTACIÓN, 7,
VIAJE A LAS RUINAS DE PESTO, 9,
LIBROS A LA CARTA, 27,