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Voces en un cuarto embrujado
By Philippa Carr, hammondovi, Lilian Schmidt Barcelona Digital Editions, S.L.
Copyright © 1984 Philippa Carr
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4804-9110-6
CHAPTER 1
Una fiesta de cumpleaños
El día en que cumplí diecisiete años mi madre dio una comida para festejar el acontecimiento. Hacía tres años que yo vivía en Eversleigh. Cuando dejé el château de mi abuelo, no pensaba ni remotamente en volver a verlo. Por supuesto, sabía que existía una gran inquietud en toda Francia. Aunque era joven y no conocía el mundo, no podía dejar de darme cuenta de ello, sobre todo porque mi propia abuela había muerto en forma violenta, a manos del populacho. Eso había producido un efecto desolador sobre todos cuantos me rodeaban.
Luego mi madre, mi hermano Charlot y yo dejamos nuestro hogar en Tourville y fuimos a vivir en el château de mi abuelo en Aubigné para consolarlo, y Lisette, la amiga de mi madre y su hijo Louis Charles habían ido con nosotros.
Aubigné me gustó muchísimo y mi abuelo me pareció un caballero excelente, aunque muy triste; distinto del hombre que conocí antes de la muerte de mi abuela. Nadie podía dejar de percibir una amenaza latente; estaba por doquier: en la calles, en los senderos del campo, aun en el château.
Entonces mi madre nos trajo a Inglaterra —a mí, a Charlot y a Louis Charles— para visitar a sus parientes, y allí todo era diferente. En ese tiempo yo tenía catorce años y me adapté rápidamente. Me sentí como en mi casa. Sabía que mi madre sentía lo mismo; pero ello era comprensible, ya que había vivido allí en su niñez. No era una casa silenciosa, pero había en ella cierta paz indefinible. Ninguna casa en la que habitara Dickon Frenshaw podía ser silenciosa. En cierto modo, Dickon me recordaba a mi abuelo. Era uno de esos hombres autoritarios a quien todos temen. Tales hombres no necesitan solicitar respeto; lo imponen naturalmente. Era alto, bien parecido, pero lo que más llamaba la atención en él, era esa sensación de poder que emanaba de su persona. Creo que todos teníamos conciencia de ello, algunos con resentimiento, como mi hermano Charlot; y creo que en algunas ocasiones, el propio hijo de Dickon, Jonathan, también lo sentía.
Durante esos días de junio cabalgamos, caminamos, conversamos y mi madre compartió muchas horas con Dickon, mientras yo me deleitaba con la compañía de sus hijos, David y Jonathan. Ambos se interesaban por mí y me hacían bromas a causa de mi inglés imperfecto y Sabrina, la madre de Dickon, nos observaba con indulgencia porque a Dickon le gustaba tener allí a mi madre y el más leve deseo de Dickon era una orden para Sabrina.
Ya tenía setenta años, pero no los aparentaba. En su vida había una meta importante: la de anticiparse a los deseos de su hijo y satisfacerlos.
Aun entonces, era evidente para todos nosotros que a Dickon le hubiera agradado que mi madre se quedara. Si hubo alguna vez dos personas que se atrajeran mutuamente, ellos eran esas personas. A mí me parecían muy viejos y me maravillaba que dos personas, tan maduras se comportaran como jóvenes amantes; y el hecho de que se tratara de mi propia madre, lo hacía aún más sorprendente.
Recuerdo la época en que mi padre aún vivía. Ella no se había comportado así con él; y creo que no se sintió muy afectada cuando él fue a pelear contra los colonos americanos. No volvió a verlo, ya que murió en combate, y fue después de eso que dejamos Tourville y fuimos a Aubigné a vivir con mi abuelo.
Luego vinieron esas vacaciones. Mi madre no había querido dejar a mi abuelo y él había prometido venir con nosotros, pero, en el último momento, cuando ya era tarde para cancelar el viaje, había caído enfermo; y desde entonces, no volví a ver el château.
Recuerdo bien el día en que mi madre recibió un mensaje diciendo que él estaba muy grave y se preparó para regresar a Francia. Después de apresuradas consultas, decidió dejar a los niños —como ella nos llamaba— con Sabrina y viajó con uno de los lacayos que había traído el mensaje desde Aubigné.
En ese momento Dickon estaba en Londres y Sabrina había tratado de disuadir a mi madre de que viajara, porque sabía que su partida lo afectaría mucho. Pero mi madre fue inexorable.
Cuando Dickon regresó y descubrió que ella había viajado a Francia, se puso frenético e inmediatamente salió tras ella. Yo no alcancé a comprender plenamente el motivo de su reacción, hasta que escuché una conversación entre Charlot, Louis Charles y Jonathan.
—Allá hay problemas —dijo Charlot—; graves problemas. De ahí el temor de Dickon.
—Ella nunca debió ir —dijo Louis Charles.
—Hizo bien en ir —replicó Charlot—. Es la persona a quien mi abuelo más querría ver, estando enfermo. Pero debió haberme llevado con ella.
Entonces intervine yo.
—Naturalmente, tú lucharías contra las multitudes en Francia.
—¿Qué sabes tú de eso? —preguntó Charlot avergonzado.
—Si supiera lo que tú sabes, de todas maneras no sería mucho.
Jonathan me sonrió. Siempre tenía la sensación de que se divertía conmigo. Me irritaba, pero de una manera especial; no como Charlot, que era desdeñoso.
—Eres una ignorante —dijo Charlot.
—Y tú eres un fanfarrón jactancioso.
—Muy bien, Claudine —dijo Jonathan—. Defiéndete. Aunque no es necesario que te lo diga. Nuestra pequeña Claudine es un tanto fogosa, ¿eh?
—¿Fogosa? —pregunté—. ¿Qué es eso?
—Había olvidado que la señorita no conoce bien el idioma. Significa que estás siempre lista para pelear, Claudine ... y en forma muy vigorosa.
—¿Y tú crees que eso me define?
—Lo sé. Y te diré algo más. Me gusta. Me gusta mucho.
—Me pregunto cuánto tiempo permanecerán en Francia —siguió diciendo Charlot, ignorando las bromas de Jonathan.
—Hasta que nuestro abuelo mejore, por supuesto —dije yo—. Y espero que regresemos pronto.
—Esa era la intención —dijo Charlot—. Me gustaría saber qué está sucediendo allí. En cierto modo era excitante ... pero es terrible que haya heridos. Uno desea estar en su país cuando está ocurriendo algo importante. —Charlot hablaba seriamente y pensé que no sentía lo mismo que yo respecto de Eversleigh. Este era un lugar extraño para él. Añoraba el château y una forma de vida que era muy distinta de la de Eversleigh. Él era francés. Nuestro padre lo había sido y él se le parecía. Yo, en cambio, era como mi madre, y, aunque había tenido un padre francés, su madre había sido inglesa y ya no era joven cuando contrajo matrimonio con mi abuelo, convirtiéndose en la condesa de Aubigné, viviendo en un château y llevando la existencia de una dama de la nobleza francesa.
La nuestra era una familia complicada, y supongo que eso explica muchas cosas.
Nunca olvidaré el día en que llegaron a casa mi madre y Dickon. Desde Francia se filtraban noticias y nos dimos cuenta de que la tan ansiada revolución había por fin estallado. Se había producido el ataque a la Bastilla y toda Francia estaba conmocionada. Sabrina estaba sumamente alterada viendo que su amado Dickon había sido atrapado por el holocausto.
En ningún momento dudé de que emergiera triunfante. Y así lo hizo, trayendo con él a mi madre.
Uno de los lacayos los vio cuando se acercaban a la casa y gritó:
—Está aquí. El amo está aquí. —Sabrina, que había estado atenta y expectante durante todos esos días de ansiedad, salió corriendo al patio, llorando y riendo a un mismo tiempo.
Yo salí también y mi madre me tomó entre sus brazos. Luego vinieron Charlot y los demás. Me pareció que Charlot estaba un tanto decepcionado. Él había planeado ir a Francia a rescatarlos. Ahora ya no tenía una excusa para volver allá.
Y tenían tanto que contar: cómo habían escapado milagrosamente de la muerte; cómo mi madre había sido llevada a la mairie, mientras el populacho rodeaba el lugar reclamando su sangre. Después de todo, era la hija de uno de los más importantes aristócratas franceses.
Mi madre se hallaba en un extraño estado de conmoción y regocijo que supuse natural en alguien que había escapado a duras penas de la muerte. A Dickon se lo veía más poderoso que nunca, y creo que, durante algún tiempo, todos compartimos la idea que Sabrina tenía de él. Era magnífico, era único; era un hombre que podía abrirse paso en medio del populacho y salir ileso y triunfante.
El pobre Louis Charles sufrió una conmoción, ya que su madre había sido una de las víctimas de la revolución. Nunca había sido muy maternal con él y creo que él amaba más a mi madre que a la suya. No obstante, fue un duro golpe.
Mi madre tenía mucho que contar; cosas que hubieran parecido increíbles de no haber sucedido los hechos violentos y temibles que tenían lugar del otro lado del mar. Nos enteramos de que el hijo del conde, Armand, a quien todos dábamos por muerto cuando desapareció, había sido llevado prisionero a la Bastilla. Después del ataque a la Bastilla había regresado a Aubigné y aún estaba en el château con su pobre hermana Sophie, que había quedado desfigurada a raíz del desastre de los fuegos de artificio que habían escandalizado a toda Francia en ocasión del casamiento del rey.
Cuando mi madre llegó a Francia, se encontró con que mi abuelo había muerto y pensó que ello era una bendición, ya que él nunca hubiera soportado ver cómo el populacho saqueaba su bien amado château y destruía el estilo de vida que él y su familia habían llevado durante siglos. No era extraño que mi madre se sintiera aturdida por la pena y, al mismo tiempo, exaltada por el regocijo que Dickon siempre le inspiraba. Siempre había tenido tanto valor; y era tan hermosa; una de las personas más hermosas que he conocido. No me sorprendía que Dickon la quisiera. Siempre había querido lo mejor. Sabrina diría que se lo merecía. En lo que respecta a ella, se sentía profundamente feliz. Pensé que lo que ocurría en Francia no tenía mayor significado para ella. Deseaba que mi madre permaneciera en Inglaterra y se casara con Dickon; y lo había deseado en cuanto supo que mi padre había muerto en las colonias. Lo deseaba ardientemente porque eso era lo que Dickon quería y ella consideraba que todos sus deseos debían ser satisfechos. Y si todos estos terribles acontecimientos habían tenido lugar para que Dickon obtuviera lo que deseaba, los aceptaba con calma.
De modo que mi madre y Dickon contrajeron matrimonio.
—Ahora esta es nuestra casa —dijo mi madre, tanteando mi reacción. Yo siempre había estado más cerca de ella que Charlot, y recuerdo la ansiedad con que me miró. Yo sabía qué estaba pensando.
Dije:
—Yo no querría volver, mamá. ¿Cómo están las cosas ... en el château?
Ella se estremeció y se encogió de hombros.
—Tía Sophie ... —comencé a decir.
—No sé qué le está ocurriendo. Vinieron por nosotros y nos llevaron a Lisette y a mí. Nos llevaron y dejaron a los demás. Armand estaba en un estado lamentable. No creo que viva mucho tiempo. Y Jeanne Fougére estaba cuidando de Sophie. Jeanne parecía comprender al populacho. Les mostró el rostro de Sophie lleno de cicatrices. Creo que eso impidió que la atacaran. La dejaron en paz. Luego Lisette saltó por el balcón de la mairie ... y la multitud la atacó.
—No hables de ello —dije—. Dickon te trajo a casa sana y salva.
—Sí ... Dickon —dijo, y la expresión que iluminó su rostro hablaba bien a las claras de sus sentimientos hacia él.
Me aferré a ella.
—Me alegro tanto de que hayas vuelto —le dije—. Si no hubieras regresado, no hubiera vuelto a ser feliz.
Durante unos minutos permanecimos en silencio, luego ella dijo:
—¿Echarás de menos Francia, Claudine?
—Detestaría regresar allá —dije sinceramente—. El abuelo ya no está allí. Todo debe ser muy diferente. El abuelo era Francia.
Ella asintió.
—No. Yo tampoco deseo volver. Comenzaremos una nueva vida, Claudine.
—Serás feliz con Dickon —dije—. Es lo que siempre has querido ... aun cuando ...
Estuve a punto de decir «aun cuando mi padre vivía» pero me detuve. Pero ella sabía lo que yo había querido decir y sabía que era verdad. Yo sabía que ella siempre había pensado en Dickon. Bueno, pues ahora lo tenía.
Cuando se casaron, su melancolía se desvaneció. Se la veía tan joven ... apenas unos pocos años mayor que yo ... y Dickon se ufanaba con aire de triunfo.
Pensé: «¿Serán felices para siempre?».
¿Acaso la vida es alguna vez así?
Me adapté muy rápidamente y pronto tuve la sensación de que siempre había vivido en Eversleigh. Adoraba la casa. Me resultaba más acogedora que la de mi padre o que el château de mi abuelo.
Cada vez que llegaba a ella me sentía excitada. Estaba parcialmente oculta por el alto muro que la rodeaba y me causaba placer avizorar los aleros, apenas visibles del otro lado del muro. Cuando atravesaba el portón abierto, ya fuera a caballo o en coche, tenía la sensación de volver a mi hogar. Como muchas de las grandes casas construidas en Inglaterra durante ese período, era de estilo isabelino: en forma de E, en honor de la reina; es decir que tenía un amplio salón de entrada, con un ala a cada lado. Me fascinaban las paredes de piedra rústica, adornadas con las armaduras que habían usado mis antepasados; y pasaba horas estudiando el árbol genealógico que había sido pintado sobre el amplio hogar y al que se agregaban datos a lo largo de las décadas.
Disfrutaba galopando por los campos verdes; me gustaba hacer caminar a mi caballo por los senderos del campo; a veces cabalgaba hasta el mar, que no estaba muy lejos de Eversleigh. Pero entonces no podía resistir contemplar el agua y pensar en mi abuelo, que había muerto justo a tiempo, y en el desdichado tío Armand y la triste tía Sophie, con su rostro lleno de cicatrices y su permanente melancolía. De modo que no iba con frecuencia hasta el mar. Pero creo que Charlot lo hacía.
Había estado allí con él una vez y había visto la expresión de frustración que había en sus ojos mientras miraba en dirección a Francia ...
En la casa había un trasfondo de sentimientos ocultos. Estaba tan absorta en mis propios problemas, que no les prestaba mayor atención. Habían contratado una institutriz que me daba lecciones; pero especialmente estudiaba inglés. Creo que fue idea de Dickon, ya que siempre me decía: «Habla correctamente», lo cual significaba que deseaba que yo perdiera mi acento francés. Dickon parecía odiar todo aquello que fuera francés y yo estaba segura de que ello se debía a que mi madre había estado casada con Charles de Tourville. No era que dominase a mi madre por completo. Ella no era de las que se dejan dominar. Sus riñas eran en realidad conversaciones de amantes y no podían estar el uno sin el otro.
Eso disgustaba a Charlot. Muchas cosas le disgustaban.
Yo me interesaba más por David y Jonathan, ya que ambos demostraban un especial interés en mí. David, callado y estudioso, hablaba mucho conmigo y me contaba la historia de Inglaterra; cuando yo cometía un error de pronunciación o de sintaxis, me corregía con una sonrisa. Las atenciones que me prodigaba Jonathan eran igualmente obvias pero muy diferentes. Por una parte, me hacía objeto de sus bromas constantes y además, posaba sus manos sobre mí de una manera protectora y posesiva. Le gustaba cabalgar conmigo; galopábamos por la playa o a través de las praderas, y yo trataba siempre de ganar la delantera, cosa que él estaba decidido a evitar. Pero disfrutaba del esfuerzo que yo hacía. Continuamente trataba de demostrar su fuerza. Pensé que su padre debió haber sido como Jonathan a la edad de él.
Era una situación interesante. Los hermanos me hacían sentir importante y ello me causaba un gran placer, sobre todo porque Charlot mantenía una actitud despectiva de hermano mayor y Louis Charles, a pesar de ser algo mayor que Charlot, lo admiraba e imitaba su comportamiento.
Cuando cumplí quince años, es decir alrededor de un año después de habernos instalado en Eversleigh, mi madre habló conmigo.
Era evidente que se sentía preocupada por mí.
—Estás creciendo, Claudine —comenzó.
Eso no me preocupaba en absoluto. Como casi todos los jóvenes, estaba ansiosa por liberarme de las ataduras de la infancia, para vivir libre e independientemente.
Quizá el hecho de vivir en esa casa ayudaba a madurar. Yo tenía conciencia de la gran atracción que existía entre mi madre y su marido; uno no podía vivir en ese clima sin darse cuenta del gran ascendiente que una persona puede tener sobre otra. Estaba segura de que mi padrastro era un hombre de una fuerza física enorme e inconscientemente percibía, aun entonces, que él le había hecho entender a mi madre la naturaleza de sus relaciones mutuas. Mi padre, a quien recordaba vagamente, había sido un típico noble francés de su época. Debió de haber tenido muchas aventuras amorosas, antes de casarse, lo cual comprobé más adelante. Pero el vínculo que había entre mi madre y Dickon era diferente.
Mi madre se mantenía alerta respecto de mí. Como, indudablemente, se tornaba cada vez más consciente del poder de la atracción física, percibió lo que se gestaba en torno mío.
Me había sugerido caminar por el jardín y nos sentamos en una glorieta a conversar.
—Sí, Claudine —dijo—, tienes quince años. Cómo vuela el tiempo. Como dije antes, estás creciendo ... rápidamente.
(Continues...)
Excerpted from Voces en un cuarto embrujado by Philippa Carr, hammondovi, Lilian Schmidt. Copyright © 1984 Philippa Carr. Excerpted by permission of Barcelona Digital Editions, S.L..
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