As a longtime friend of the Moody Blues, author Geoffrey Giuliano managed original lead singer Denny Laine and worked with keyboardist Mike Pinder on several projects. The group's first manager, the late Tony Secunda, was partners with Geoffrey for two decades in both various publishing and musical ventures. As such, he has a unique perspective on the amazing life and times of the band as witnessed here in this in-depth audio history of perhaps the first truly New Age group the fabulous, Moody Blues.
As a longtime friend of the Moody Blues, author Geoffrey Giuliano managed original lead singer Denny Laine and worked with keyboardist Mike Pinder on several projects. The group's first manager, the late Tony Secunda, was partners with Geoffrey for two decades in both various publishing and musical ventures. As such, he has a unique perspective on the amazing life and times of the band as witnessed here in this in-depth audio history of perhaps the first truly New Age group the fabulous, Moody Blues.
Voyage, The - Mike Pinder & The Moody Blues
Narrated by Geoffrey Giuliano
Geoffrey GiulianoUnabridged — 57 minutes
Voyage, The - Mike Pinder & The Moody Blues
Narrated by Geoffrey Giuliano
Geoffrey GiulianoUnabridged — 57 minutes
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Overview
As a longtime friend of the Moody Blues, author Geoffrey Giuliano managed original lead singer Denny Laine and worked with keyboardist Mike Pinder on several projects. The group's first manager, the late Tony Secunda, was partners with Geoffrey for two decades in both various publishing and musical ventures. As such, he has a unique perspective on the amazing life and times of the band as witnessed here in this in-depth audio history of perhaps the first truly New Age group the fabulous, Moody Blues.
Product Details
BN ID: | 2940169967494 |
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Publisher: | Harlequin Love Inspired |
Publication date: | 05/15/2019 |
Edition description: | Unabridged |
Read an Excerpt
La adúltera
By Philippa Carr, Kiselev Andrey Valerevich, Estela Canto
Barcelona Digital Editions, S.L.
Copyright © 1982 Philippa CarrAll rights reserved.
ISBN: 978-1-4804-9107-6
CHAPTER 1
Un grito de auxilio
Siempre me ha sorprendido la gente que después de vivir convencionalmente, observando todas las reglas impuestas por la sociedad, de pronto cambia de actitud y actúa de manera distinta a toda su vida anterior. Que yo fuera una de estas personas fue una enorme sorpresa para mí, como lo hubiera sido para los que me conocen bien ... en caso de descubrirlo. Por eso era necesario mantener el secreto; pero, naturalmente, había motivos más perentorios para que así fuera.
Con frecuencia, he procurado entender cómo pudo pasarme esto. He buscado excusas. ¿Es posible que la gente esté poseída? Algunos místicos del pasado lo afirman. ¿Acaso alguna fuerza interna? ¿Fue quizás el espíritu de algún antepasado muerto que había penetrado en mi cuerpo haciéndome dejar a un lado los principios de toda una vida y actuar como actué? Pero es inútil querer acallar la conciencia. La explicación racional es que no me conocía a mí misma hasta que me vi frente a la tentación.
La cosa empezó un día de primavera, que era un día como cualquier otro en mis diez años de matrimonio con Jean Louis Ransome. La vida había fluido suave y gratamente para nosotros. Jean Louis y yo estábamos de acuerdo en la mayoría de las cosas; nos conocíamos desde la infancia y nos habíamos criado en el mismo cuarto de los niños, porque mi madre se había hecho cargo de él poco antes de que yo naciera, cuando Jean Louis tenía cuatro años. Su madre francesa lo había dejado en manos de mi madre, cuando él mostró decididamente que no quería irse con ella y su nuevo marido.
El nuestro fue uno de esos casamientos previsibles, que gustan a todo el mundo. Tal vez fue demasiado fácil y, como todo encajaba tan nítidamente, nos convertimos en gente convencional y corriente.
De manera que yo estaba en el cuarto de las flores, arreglando unos narcisos que había cortado hacía un rato en nuestro jardín, que lindaba con el bosque, y que habíamos decidido que siguiera siendo un poco salvaje, porque a ambos nos gustaba de ese modo. En esa época del año los narcisos brotaban por todas partes. Me gustaba su aroma sutil, su brillante tono amarillo, como de sol, y la manera en que levantaban con orgullo las corolas, como proclamando la llegada del verano. Siempre tenía la casa llena de narcisos. Soy el tipo de persona que rápidamente adquiere hábitos y los conserva, simplemente porque los ha repetido durante años.
Había una palangana en el cuarto de las flores y yo había llenado de agua los floreros y disfrutaba viendo aquel vidrio verde pálido, que sentaba muy bien a las flores amarillas, cuando oí ruido de cascos de caballos en el pedregullo y ... voces.
Miré un poco fastidiada. Me agradan las visitas, pero me hubiera gustado que esperaran hasta que terminara de arreglar las flores.
Sabrina y Dickon venían hacia la casa, de manera que busqué una toalla, me sequé las manos y salí a su encuentro.
Sabrina era la prima de mi madre, una mujer sorprendentemente bella, a quien le habían pasado cosas muy dramáticas hacía tiempo. Me llevaba unos diez años, lo que significaba que, en el momento, debía andar por los cuarenta. No los representaba, aunque a veces había una expresión acosada en sus ojos, y se la sorprendía mirando el vacío, como si estuviera mirando hacia los años pasados. Entonces parecía en verdad triste. Siempre había vivido en casa, y mi madre había sido una madre para ella. Dickon era el hijo de Sabrina, y lo mimaba más de lo que era conveniente para él. Había nacido después de la muerte de su marido.
—¡Zipporah! —gritó Sabrina. Con frecuencia me pregunto por qué me han dado este nombre. No hay otras Zipporahs en la familia. Cuando le pregunté a mi madre por qué lo había elegido, me contestó: «Quería algo raro. Me gusta, y tu padre, naturalmente, no hizo objeciones». Descubrí que provenía de la Biblia, y quedé desilusionada al saber que la vida de mi tocaya bíblica no había sidomás excitante que la mía. Todo lo que parecía haber hecho era casarse con Moisés y tener una cantidad de hijos. Había sido tan insignificante como lo era yo, exceptuando, naturalmente, que nuestro matrimonio —para mi pesar y el de Jean Louis— no había tenido la dicha de ser bendecido por la descendencia.
—Zipporah —prosiguió Sabrina—, tu madre quiere que vengas a cenar. ¿Podréis disponer de esta noche tú y Jean Louis? Quiere hablaros de algo.
—Creo que sí —dije, besándola—. Hola, Dickon.
Él respondió con frialdad a mi saludo. Mi madre y Sabrina lo habían convertido en el centro de sus vidas. A veces me preguntaba cómo iba a ser Dickon cuando creciera. Entonces solo tenía diez años, de manera que tal vez cambiara cuando fuera al colegio.
—Adelante —dije, y atravesamos la puerta abierta del cuarto de las flores.
—Ah, estabas arreglando los narcisos —dijo Sabrina con una sonrisa—. Debí imaginarlo.
—¿Soy tan predecible? —Supongo que lo era.
—Espero no haber interrumpido el ritual —añadió.
—No ... no. Claro que no. Estoy encantada de verte. ¿Saliste a cabalgar?
—Sí ... y para visitarte. Solo un momento.
—Tomaréis un vaso de vino y algunos bizcochos.
Sabrina dijo:
—No creo que tengamos tiempo.
Pero Dickon la interrumpió:
—Sí, por favor —dijo—. Quiero comer bizcochos.
Sabrina sonrio cariñosa.
—A Dickon le gustan mucho esos bizcochos con vino de tu casa. Tienen que darnos la receta, Dickon.
—La cocinera es muy celosa de sus recetas —dije.
—Deberías ordenarle que se las diera a nuestra cocinera —replicó Dickon.
—Oh, no me atrevería —dije ligeramente.
—De manera, Dickon, que tendrás que esperar a que visitemos a Zipporah para comer tus bizcochos.
Trajeron el refrigerio. Dickon rápidamente devoró todos los bizcochos, cosa que, de todos modos, iba a dar gusto a la cocinera. Era muy susceptible acerca de su comida, y saboreaba los elogios. Un buen comentario la ponía de buen humor para todo el día. En tanto que, la más leve crítica, convertía la vida de la cocina en un infierno, según decía una de las doncellas.
—Parece que ha pasado algo importante —dije.
—Bueno, puede ser. Se trata de una carta del viejo Carl ... ya sabes, lord Eversleigh.
—Ah ... sí, claro. ¿Qué quiere?
—Está preocupado por la propiedad de Eversleigh. No tiene un hijo para que la herede.
—Supongo que, si no hubiera muerto, habría pasado al general.
—Es raro pensar que no hay heredero directo ... heredero varón, quiero decir. Parece que a todos les nacieran solo niñas. Es lástima que el viejo Carl no haya tenido un varón.
—¿No tuvo uno que murió al nacer?
—Oh, sí, hace mucho ... y también murió la madre de la criatura. Fue un golpe terrible. Dicen que él nunca se recobró. Y nunca volvió a casarse, aunque creo que tuvo ... amigas. De todos modos este es el pasado y el viejo está ahora algo preocupado y te ha echado a ti el ojo.
—¡Yo! ¿Y tú? ¡Eres mayor que yo!
—Tu abuela Carlotta era mayor que mi madre, Dámaris, de manera que tú vienes primero. Además, a mí no me tomarían en cuenta. Me han dicho que habla acerca de mi casamiento con un «maldito jacobista».
—Creo que los jacobistas eran valientes —interrumpió Dickon—. Seré jacobista si se me da la gana.
—A Dios gracias que toda esa tontería ha pasado —dije—. Terminó en el cuarenta y cinco.
Y me arrepentí en seguida de haberlo dicho, porque Sabrina perdió su marido en la batalla de Culloden.
—Esperemos —dijo con suavidad—. Bueno, el hecho es que el viejo Carl quiere verte, sin duda con intención de hacerte su heredera. Escribió a tu madre, que naturalmente te antecede, aunque es hija del archijacobista Hessenfield.
—Qué ligada está nuestra familia —dijo Dickon.
—Eso te deja a ti únicamente —siguió Sabrina—. Tu padre era hombre al que aprobaba totalmente el tío Carl, y la tara jacobista está alejada, sobre todo porque tu padre peleó una vez a favor del rey Jorge. Por lo tanto estás redimida. El hecho es que tu madre quiere que vayas para que discutamos el asunto y decidamos qué se debe hacer.
* * *
—Jean Louis no puede dejar ahora la propiedad.
—Será una visita breve. De todos modos piénsalo y ven hoy mismo.
—Me gustaría ir a Eversleigh —dijo Dickon.
Su madre le sonrió cariñosa.
—Dickon quiere todo lo que está a mano, ¿verdad, Dickon? Eversleigh no es tuyo, hijo mío.
—Nunca se puede saber —dijo arteramente Dickon.
—Habla de esto con Jean Louis —me dijo Sabrina— y después analizaremos la cosa a fondo. Tu madre te mostrará la carta. Eso te dará una idea.
Los acompañé cuando se fueron y volví a los narcisos.
* * *
Jean Louis y yo caminamos hasta Clavering Hall desde la casa del administrador que había sido nuestro hogar desde que nos casamos. Le hablé a Jean Louis del deseo del viejo Carl de verme, y creo que se perturbó algo. Era muy feliz dirigiendo la propiedad de Clavering, que no era grande y donde él había logrado que todo marchara pacíficamente y en perfecto orden. Jean Louis era un hombre a quien no le gustaban los cambios.
Marchamos tomados del brazo. Jean Louis dijo que sería difícil dejar por el momento Clavering. Pensaba que debíamos ir más adelante, cuando hubiera menos trabajo en la finca.
Estuve de acuerdo con él. Rara vez pensábamos distinto. El nuestro era un matrimonio feliz. Por eso mis acciones resultan más incomprensibles.
La única nube en nuestra dicha era la aparente incapacidad para tener hijos. Mi madre me había hablado del asunto, porque sabía que me apenaba. «Es triste» reconocía. «Hubierais sido buenos padres. Quizás con el tiempo ... con un poco de paciencia ...»
Pero el tiempo pasaba y el niño no llegaba. Yo había visto que Jean Louis miraba a veces a Dickon, con una mirada anhelante en los ojos. Él también tendía a mimar al chico, tal vez porque era el único niño de la familia.
A mí, Dickon no me gustaba y nunca analicé mis sentimientos hasta más adelante, cuando empecé a ser introspectiva ... en busca de razones y encontrando solo excusas. ¿Acaso le tenía celos? Mi madre, a quien yo había querido algo menos que a mi radiante padre, quería mucho a Dickon ... más de lo que me quería a mí, su única hija. Era algo que tenía que ver con un largo romance con el padre de Dickon, pero era Sabrina quien había tenido un hijo de él.
Nuestros estados de ánimo y nuestras emociones —las de Jean Louis y las mías— estaban entretejidos en una tela complicada y, por el momento, no me interesaban. Yo seguía siendo la antigua Zipporah ... tranquila, callada, predecible.
Cuando llegamos a la casa mi madre nos esperaba.
Me abrazó cariñosamente; siempre era tierna conmigo, creo que porque estaba segura de que yo siempre iba a hacer lo que se esperaba y, como no le daba preocupaciones, podía alejarme de sus pensamientos.
—Has sido muy buena en venir, querida Zipporah. Y tú también Jean Louis —añadió.
Jean Louis le tomó la mano y se la besó. Siempre había estado agradecido a mi madre, y no dejaba de demostrarlo.
Se debe a que ella lo tuvo consigo cuando él era niño y estaba aterrado de que lo llevaran con su madre verdadera, que no debe haber sido una persona muy agradable, porque estuvo mezclada en un asesinato. Pero eso sucedió hace años.
—Quiero mostrarte la carta de lord Eversleigh —dijo mi madre—. No sé qué pensarás de ella. Sería raro que te dejara Eversleigh, Zipporah.
—No creo que lo haga. Seguramente hay un heredero más directo.
—Es como si hubiéramos perdido contacto después de la muerte de tus bisabuelos. Pero Eversleigh era el corazón mismo de la familia. Es curioso cómo cambian las cosas.
Era en verdad extraño. Las cosas habían cambiado por cierto cuando mi padre desapareció súbitamente de mi vida. Aunque mi vida haya sido sin acontecimientos, hubo un tiempo en el que viví al borde de grandes cosas. Nunca olvidaré a mi padre; después de todo ya tenía diez años cuando él se fue. Hace ya veinte años de esto, pero un hombre como él no puede ser olvidado. Yo lo había querido más que a nadie. Nunca me había mimado como mi madre. Reía mucho, olía a madera de sándalo y siempre estaba exquisitamente vestido, ya que era lo que se dice un dandy. Yo pensaba que era el hombre más hermoso del mundo. Era injusta —lo sabía ya entonces— pero hubiera dejado de lado todas las atenciones y el cariño de mi madre por cinco minutos con él. Nunca me preguntaba cómo andaban mis lecciones; nunca se le ocurría que podía resfriarme. Me hablaba de sus hazañas en las casas de juego. Siempre había sido jugador, y me había hecho sentir la excitación que se apoderaba de él. Me trataba como si yo fuera uno de sus compinches, en lugar de ser su hijita. Solía sacarme a cabalgar. Corríamos carreras y hacíamos pequeñas apuestas. Apostaba a que yo podía arrojar una ficha a cierta distancia; y apostaba al descuido: su alfiler de corbata, un anillo, incluso alguna moneda ... cualquier cosa que estuviera a mano. Mi madre detestaba aquello. La oí decir más de una vez: «Vas a convertir a la niña en una jugadora como tú».
Yo deseaba que lo hiciera. Nada deseaba más que ser como él. Tenía alegría y gran encanto, que provenía de cierta indiferencia hacia la vida. Nada lo perturbaba; se encogía de hombros ante la vida y finalmente tuvo la misma actitud ante la muerte. No sé cómo enfrentó la muerte aquella mañana temprano ... pero puedo imaginarlo.
El hecho devastó nuestra casa, aunque había habido rumores de desastre antes de que sucediera. No pude menos de oír ciertas cosas. Supe que había muerto —como decían los criados— defendiendo el honor de mi madre. Esto se debía a que un hombre había muerto en su cuarto y habían encontrado algo que pertenecía a mi madre, lo que indicaba que ella había estado con aquel hombre en el momento de su muerte.
Fue el fin de un estilo de vida, muy perturbador para una chica de diez años. Habíamos ido al campo; no es que eso fuera nuevo para mí. Siempre pasábamos parte del verano en Clavering, porque era parte de la propiedad de mi padre.
Habían sido días terribles, peores aun porque yo solo conocía la historia a medias. Sabrina estaba mezclada en el asunto. La oí decir una vez a mi madre: «¡Oh, Clarissa, yo soy culpable de todo esto!». Y supe que era ella quien había estado en el cuarto del hombre muerto, aunque todos creyeron que era mi madre, y mi padre había muerto por ese motivo.
Había sido aterrador y, cuando pregunté, la nana Curlew —que yo había heredado de Sabrina— dijo que los niños debían ser vistos y no oídos. Tuve cuidado, porque la nana Curlew contaba historias truculentas de lo que había pasado a los niños malos. Si escuchaban lo que no debían oír, iban a crecerles las orejas, para que todos supieran lo que habían hecho; y los que hicieran muecas, protestaran o sacaran la lengua —a menos que fuera por orden de la enfermera o del médico— con frecuencia eran «castigados de golpe» y quedaban así por el resto de sus vidas. Como yo era una niña lógica, dije que nunca había visto a nadie con enormes orejas y una lengua colgante. «Espera» decía ella sombría, y me miraba con una expresión tan desconfiada que yo iba en seguida a un espejo, para cerciorarme de que no me habían crecido las orejas y que seguía teniendo movimiento en la lengua.
Algunos dicen que el tiempo es el mejor remedio, y en verdad lo es, porque, si bien no siempre cura, borra el recuerdo y amortigua el dolor; y después de un tiempo me acostumbré a la ausencia de mi padre; me adapté a la vida campesina en Clavering. Después de todo tenía a mi madre, a Sabrina y a Jean Louis, y también a la temible y omnipotente nana Curlew. Acepté la vida. Hice lo que se esperaba de mí; rara vez me pregunté por qué. Una vez oí que Sabrina decía a mi madre: «Al menos Zipporah nunca te ha dado un momento de ansiedad, y juraría que nunca te lo va a dar». En el primer momento quedé encantada de oír esto, pero después me puse a pensar.
Crecí y hubo bailes y, en uno de ellos, Jean Louis se mostró celoso, porque creyó que yo estaba interesada en uno de los hijos de un hidalgo vecino. Entonces decidimos casarnos, pero Jean Louis no quería hacerlo mientras estuviera bajo el techo de mi madre. Era orgulloso e independiente. Trabajaba en la propiedad y le iba bien.Tom Staples decía que no sabía cómo hubiera podido arreglárselas sin él; y súbitamente Tom Staples murió de un ataque al corazón. El cargo de administrador de la casa y de la finca quedó vacante, y Jean Louis lo reemplazó. Dirigía la propiedad y ocupó la casa que iba con el cargo, y ya no hubo motivo para que no nos casáramos en seguida.
Esto había pasado hacía más de diez años, en el fatal 1745. El drama llegó con el regreso del amor de la juventud de mi madre, que había sido deportado a Virginia treinta años antes, por su participación en la rebelión del año 1715. Yo estaba en el momento tan absorbida por mi casamiento que apenas me di cuenta de lo que pasaba, y que el Dickon que regresaba era el joven amante con quien mi madre había soñado toda su vida, incluso cuando se casó con el más deseable de todos los hombres: mi padre. ¡Ay, el amante de su juventud se enamoró de Sabrina, se casó con ella y el resultado había sido el joven Dickon!
(Continues...)
Excerpted from La adúltera by Philippa Carr, Kiselev Andrey Valerevich, Estela Canto. Copyright © 1982 Philippa Carr. Excerpted by permission of Barcelona Digital Editions, S.L..
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