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El milagro de San Bruno
By Philippa Carr, Dreef, Sara Espinosa Viale Barcelona Digital Editions, S.L.
Copyright © 1972 Philippa Carr
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4804-9106-9
CHAPTER 1
La Virgen Recamada
Nací en septiembre de 1523, nueve meses después que los monjes encontraron al niño en la cuna aquella mañana de navidad. Mi padre solía decir que mi nacimiento fue otro milagro. Por ese tiempo tenía cuarenta años y no era joven; había desposado recientemente a mi madre, que era veinte años menor que él. Su primera esposa había muerto al dar a luz un niño muerto después de varios intentos de embarazos, todos los cuales habían fracasado y, puesto que mi padre pudo tener finalmente un hijo, pensó que este hecho era milagroso.
No resulta difícil imaginar el regocijo de la casa. Keziah, mi niñera y preceptora en esos días tempranos, me contaba constantemente acerca de ello.
—¡Misericordia! —recordaba—. ¡Qué banquete! Era como un casamiento. Se podían oler por toda la casa el venado y el lechón. Y había torta de azafrán con aguamiel para todo aquel que la pidiera. Los mendigos venían desde kilómetros a la redonda. ¡Qué tiempos de abundancia! ¡Pobres almas! Subían a San Bruno a buscar albergue por una noche, un bocado para comer y una bendición, y luego a la casa grande por la torta. Y todo gracias a ti.
—Y al Niño —le recordé, ya que muy pronto me había enterado del milagro de San Bruno.
—Y al Niño —convino ella. Cada vez que hablaba del Niño, una sonrisa especial le iluminaba la cara y la embellecía.
Mi madre, cuyo mayor placer era ocuparse de su jardín, me llamó Damask en honor a la rosa que el doctor Linacre, el médico del rey, había introducido en Inglaterra ese año. Comencé a crecer consciente de mi propia importancia, ya que los intentos de mi madre por tener más hijos se vieron frustrados. En los cinco años que siguieron se produjeron tres abortos. Fui una niña mimada, cuidada y protegida.
La gran casa con su estructura de madera y sus techos empinados había sido construida por el padre de mi padre; era cómoda, con su gran salón, sus numerosas alcobas y habitaciones de recepción, su sala de invierno y sus tres escaleras. En el ala este había una de piedra en espiral, que conducía a los dormitorios en las buhardillas ocupados por nuestros sirvientes y había, además, la mantequería, el calefactor, la lavandería, la panadería y los establos. Mi padre poseía muchas hectáreas que eran labradas por hombres que vivían en su propiedad y también había animales, caballos, vacas, cerdos. Nuestra tierra lindaba con la de la abadía de San Bruno y mi padre era amigo de varios hermanos seglares, ya que una vez había estado a punto de convertirse en monje.
Entre la casa y el río se encontraban los jardines que mi madre tanto apreciaba. Allí cultivaba flores durante la mayor parte del año, iris y lirios atigrados; lavanda, romero y rosas, desde luego. La rosa de Damask era, sin embargo, su favorita.
El césped era parejo y hermoso; el río lo conservaba verde y tanto ella como mi padre amaban los animales. Teníamos nuestros perros y también nuestros pavos reales; cuántas veces nos reíamos de los pájaros vanidosos que pavoneaban sus hermosas colas mientras las hembras, mucho menos llamativas, seguían a la vera de sus amos y señores. Uno de mis primeros recuerdos es el de haberlos alimentado con los guisantes que tanto les gustaban.
Siempre me deleitaba sentarme sobre el muro de piedra y contemplar el río. Cuando lo miro ahora me sugiere serenidad y perfecta paz, más que cualquier otra cosa. Y creo que en esos días en mi hogar feliz no era totalmente ignorante del profundo sentido de seguridad, si bien entonces no lo apreciaba: no era lo bastante sensata como para hacerlo, sino que lo daba por sentado. Pero muy pronto iba a verme sacudida de mi complaciente juventud.
Recuerdo un día cuando tenía cuatro años. Me gustaba contemplar los barcos navegando a lo largo del río y como mis padres no podían negarse a sí mismos el placer de consentirme, mi padre me llevaba a menudo a la orilla del río; me estaba prohibido ir allí sola porque les aterraba que pudiera ocurrirle algún accidente a su única hija adorada. Él se sentaba sobre el murete de piedra y yo me ponía de pie sobre él. Me rodeaba con un brazo y señalaba los barcos a medida que pasaban. Algunas veces decía: «Es el milord de Norfolk», o «Esa es la barca del duque de Suffolk». Conocía levemente a esos señores porque algunas veces se encontraba con ellos a causa de sus negocios.
En aquel día de verano, mientras nos llegaban unas melodías desde una gran barca que navegaba río arriba, el brazo de mi padre me estrechó. Alguien tocaba un laúd y se oían cantos.
—Damask —dijo en voz baja como si pudieran escucharnos—, es la barca real.
Era bella, la más grande que había visto. La adornaba una hilera de banderas de seda; era de colores alegres y vi gente en ella; el sol se reflejó en las alhajas de sus jubones haciéndolas brillar.
Pensé que mi padre iba a alzarme para regresar a la casa.
—Oh, no —protesté.
No pareció escucharme, pero me di cuenta de su vacilación y me pareció diferente de su habitual manera de ser, fuerte e inteligente. Pequeña como era, sentí un cierto temor.
Se puso de pie, sosteniéndome más firmemente aún. La barca estaba muy cerca ya; la música era bastante fuerte. Escuché el sonido de risas y entonces reparé en un hombretón de barba pelirroja y una cara que parecía enorme, tocado con una gorra que brillaba con joyas; también relucían gemas sobre su jubón. A su lado había un hombre con una túnica granate.
Mi padre se quitó el sombrero y permaneció descubierto. Me susurró:
—Haz la reverencia, Damask.
Casi no hacía falta que me lo indicara. Sabía que estaba en presencia de una criatura semejante a un dios.
Mi reverencia pareció ser un éxito, ya que el gigantón rio amablemente y saludó con una mano reluciente. La barca pasó; mi padre respiró más libremente, pero permaneció con sus brazos fuertemente apretados alrededor mío, contemplándola.
—Padre —exclamé—, ¿quién era?
—Mi niña —respondió—, acabas de ser reconocida por el rey y el cardenal.
Había captado su excitación. Quise saber más acerca de ese gran hombre. De manera que era el rey. Había oído acerca del él; la gente pronunciaba su nombre con voces apagadas. Lo veneraban, lo adoraban como se suponía que debían adorar a Dios solamente. Y más que nada le temían.
Ya había notado que mis padres eran cautelosos cuando hablaban de él, pero este encuentro había hallado desprevenido a mi padre. Rápidamente me di cuenta de ello.
—¿Adónde van? —quise saber.
—De camino a Hampton Court. ¿Has visto Hampton Court, mi amor?
¡Hermoso Hampton! Sí, lo había visto. Era grandioso e imponente, más aún que la casa de mi padre.
—¿La casa de quién es, padre? —pregunté.
—Es la casa del rey.
—Pero su casa está en Greenwich. Tú me la mostraste.
—El rey tiene muchas casas y ahora tiene otra más, Hampton Court. El cardenal se la ha dado.
—¿Por qué, padre? ¿Por qué le dio Hampton Court?
—Porque se vio obligado.
—El rey ... ¿la robó?
—Calla, calla, mi niña. Eso es traición.
Me pregunté qué era traición. Recordaba la palabra pero no pregunté entonces, porque me interesaba más saber por qué el rey le había quitado esa hermosa casa al cardenal. Pero mi padre no me contaba más.
—El cardenal no quería perderla —dije.
—Tienes una mente demasiado adulta sobre esos hombros —expresó mi padre cariñosamente.
Era algo de lo que se sentía orgulloso. Quería que fuera inteligente. Era por eso que a esa temprana edad ya tenía un preceptor, sabía las letras y podía leer palabras simples. Yo sentía el ardiente deseo de aprender, y esto era aplaudido y auspiciado por mi padre, de manera que supongo que era una niña precoz.
—Pero él está triste por haberla perdido —insistí—. Y tú también estás triste, padre. No te gusta que el cardenal haya perdido su casa.
—No debes decir eso, mi queridísima —dijo él—. Cuanto más feliz sea nuestro rey, más feliz debo ser yo como fiel súbdito, y también tú ...
—Y el cardenal también —concluí—, porque es súbdito del rey.
—Eres una niña inteligente —observó tiernamente.
—Ríe, padre —dije—, ríe de veras, con la boca y los ojos y la voz. Es solamente el cardenal quien ha perdido su casa ... no nosotros.
Me contempló como si yo hubiera dicho algo muy extraño y luego me habló como si fuese vieja y sabia, parecida al hermano John, que a veces venía desde San Bruno a visitarlo.
—Mi amor, nadie está solo. La tragedia de uno podría bien ser la tragedia de todos nosotros.
No comprendí sus palabras. Sabía lo que era tragedia y me pregunté en silencio acerca del significado de la frase. Más adelante pensé cuán proféticas habían sido sus palabras aquel día junto al río.
Cuando tenía cinco años, Kate y Rupert vinieron a vivir con nosotros. Había sido un verano terrible. Llegaban noticias acerca de la peste que azotaba Europa y de los miles de muertos en Francia y Alemania.
El calor era tremendo y la fragancia de las flores era apagada por el hedor que llegaba desde el río.
Supe lo que estaba sucediendo por Keziah. Yo había descubierto que podía enterarme más por ella que por mis padres, que eran siempre prudentes con respecto a lo que yo debía escuchar. Ellos sentían un poco de temor, si bien estaban inmensamente orgullosos de mi precocidad.
Keziah había estado en Chepe y había visto que varias tiendas estaban tapiadas porque sus dueños habían caído víctimas de la enfermedad del sudor.
«El terrible sudor», lo llamaba, y ponía los ojos en blanco cuando hablaba de ello. Se llevaba gente por millares.
Keziah fue al bosque a ver a la madre Salter, a quien todos tenían miedo de ofender y de quien, al mismo tiempo, se decía que tenía remedios para toda clase de males. Keziah se entendía muy bien con ella. Cuando hablaba de la madre Salter, solía sacudir orgullosamente su abundante pelo rubio ensortijado, entornaba los ojos con picardía y sonreía con aire conspirador.
—Es mi vieja abuelita —me confió una vez.
—¿Entonces eres una bruja, Kezzie? —le pregunté.
—Hay quienes me han llamado así, chiquitina. —Simuló tener garras en las manos y se abalanzó sobre mí—. De manera que más vale que seas buena o iré por ti. —Yo chillé con la alegría que Keziah me provocó y fingí asustarme.
Con su risa a veces socarrona, a veces tierna y cariñosa, Keziah era la persona que más me atraía en la casa. Fue ella quien me habló por primera vez del milagro y un día que nos encontrábamos paseando me dijo que si me portaba bien podría enseñarme al Niño.
Habíamos llegado al muro donde nuestras tierras lindaban con las de la abadía. Keziah me alzó.
—Siéntate en silencio —me ordenó—. No te atrevas a moverte. —Luego trepó ella a mi lado—. Este es su lugar favorito —dijo—, bien puede ser que lo veas hoy.
Tenía razón. Lo vi. Vino a través del pasto y miró directamente hacia nosotras dos, encaramadas sobre el muro.
Su belleza me impactó, si bien no lo noté entonces; todo lo que sabía era que quería seguir mirándolo. Su cara era pálida, sus ojos del más asombroso azul oscuro que jamás había visto y el pelo se le rizaba alrededor de la cabeza. Era más alto que yo, y ya a esa edad irradiaba un aire de superioridad que me intimidaba.
—No parece santo —susurró Keziah—, pero es demasiado joven para que se note.
—¿Quién eres? —me preguntó él, arrojándome una fría mirada.
—Damask Farland. Vivo en la casa grande.
—No deberías estar aquí —respondió el niño.
—Bueno, querido, tenemos derecho a estar aquí —replicó Keziah.
—Estas son las tierras de la abadía —contestó el chico.
Keziah rio por lo bajo.
—No donde estamos. Estamos sobre el muro divisorio.
El chico tomó una piedra y miró a su alrededor, como si quisiera ver si sería observado si nos la tiraba.
—¡No lo hagas! —exclamó Keziah—. Nadie pensaría que es santo, ¿verdad? Sin embargo lo es. Solo que la santidad no se revela hasta que crecen. Algunos santos han sido chicos muy traviesos. ¿Sabías eso, Dammy? Está en algunas de las historias. Más tarde aparecen sus halos.
—Pero este nació santo, Keziah —susurré.
—¡Tú eres mala! —exclamó el chico, y en ese momento uno de los monjes se aproximó caminando a través del césped.
—¡Bruno! —llamó el monje. Entonces nos vio sobre el muro.
Keziah le sonrió de forma extraña, pensé, ya que después de todo era un monje con hábito, no uno de los seglares que salían de la abadía y se mezclaban con el mundo.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —gritó, y pensé que Keziah iba a dar un salto, me bajaría y correríamos, ya que él estaba evidentemente muy alterado de vernos.
—Estoy mirando al Niño —contestó Keziah—. Es muy bonito.
El monje pareció consternado por nuestra malicia.
—Soy yo solamente y la chiquitina —dijo Keziah, con aquella sencillez suya que hacía que todo fuera menos serio de lo que los demás trataban que fuese—. Iba a tirarnos una piedra.
—Eso está mal, Bruno —indicó el monje.
El chico levantó la cabeza y repuso:
—No tendrían que estar aquí, hermano Ambrose.
—Pero tú no debes tirar piedras. Sabes que el hermano Valerian te enseña a amar a todo el mundo.
—No a los pecadores —dijo el Niño.
Me sentí muy perversa entonces. Era una pecadora. Él lo había dicho y él era el Niño Santo.
Pensé en Jesús que había estado en su cuna el día de navidad y en lo diferente que debía haber sido. Era humilde, me había dicho mi madre y había tratado de ayudar a los pecadores. No podía creer que hubiera deseado tirarles piedras alguna vez.
—Se le ve muy bien, hermano Ambrose —expresó Keziah. Daba la impresión de estar hablando con Tom Skillen, uno de nuestros jardineros, con quien hablaba muy a menudo. Había un pequeño gorjeo al final de su frase que no era exactamente risa, pero que servía los mismos fines, ya que daba a entender que nada era demasiado serio en ninguna situación.
El niño nos contemplaba con intensidad, pero mi atención se fijó sobre Keziah y el monje. Había oído decir que el Niño podría convertirse en un profeta, pero en ese tiempo era simplemente un niño, si bien uno poco común. Yo aceptaba el hecho de que hubiera sido hallado en el pesebre de navidad como aceptaba los cuentos de brujas y hadas que Keziah me contaba; pero la gente adulta me interesaba porque muchas veces parecía ocultarme algo y descubrirlo era para mí una especie de desafío irresistible.
De vez en cuando veíamos a los hermanos seglares por el camino, pero no a los monjes que llevaban una vida de clausura. Yo había oído decir que en los últimos años, cuando se había extendido la fama de San Bruno, el número de hermanos seglares había aumentado. A veces iban a la ciudad, ya que había que colocar los productos de la abadía y tenían que discutir de negocios; pero siempre salían en pares de la abadía hacia el mundo. Las familias adineradas enviaban a sus hijos a la abadía para ser educados por los monjes; los hombres que buscaban trabajo a menudo lo encontraban en la granja, el molino, la panadería o la destilería de la abadía. Había mucha actividad, puesto que no solamente estaba la vida de la comunidad monástica, sino también los mendigos y los viajeros pobres, que siempre recibían comida y albergue por una noche, ya que era una regla que nadie que tuviera estas necesidades se viera despedido.
Pero si bien yo había visto a los hermanos caminar de a dos por los caminos, generalmente en silencio, con los ojos bajos para evitar las visiones mundanas, nunca había visto antes a un monje y una mujer juntos. No sabía qué clase de mujer era Keziah, pero a pesar de mi corta edad, sentía mucha curiosidad en esa ocasión y me sorprendió el desafío y la jocosa falta de respeto que Keziah parecía mostrar hacia el hermano Ambrose. No podía entender como este no la reprendía.
Todo lo que dijo fue:
—No debes mirar lo que no estás dispuesta a ver.
Luego tomó firmemente al Niño de la mano y se lo llevó.
Esperé que el chico mirara hacia atrás, pero no lo hizo.
Cuando se hubieron ido, Keziah saltó hacia abajo y me alzó para bajarme del muro.
Yo parloteaba excitadamente acerca de nuestra aventura.
—Su nombre es Bruno.
—Sí, por la abadía.
—¿Cómo sabían ellos que ese era su nombre?
—Ellos se lo pusieron y está muy bien que así haya sido.
—¿Él es San Bruno?
—Todavía no, eso está por venir.
—Creo que no le gustamos.
Keziah no contestó. Parecía estar pensando en otra cosa.
Cuando estábamos por entrar a la casa, dijo:
—Esa fue nuestra aventura, ¿no es así? Nuestro secreto, ¿eh, Dammy? No se lo diremos a nadie, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—Oh, es mejor que no. Promételo.
Lo prometí.
* * *
Algunas veces John y James, dos de los hermanos seglares, venían a ver a mi padre, quien me contó que una vez, hacía mucho tiempo, había vivido en la abadía de San Bruno.
—Pensé que sería monje y viví allí durante dos años. Después de eso retorné al mundo.
—Tú hubieras sido mejor monje que los hermanos John y James.
—No debes decir eso, mi amor.
(Continues...)
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