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    Stardust

    Stardust

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    by Neil Gaiman


    eBook

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      ISBN-13: 9780061793073
    • Publisher: HarperCollins Publishers
    • Publication date: 10/13/2009
    • Sold by: HARPERCOLLINS
    • Format: eBook
    • Pages: 288
    • Sales rank: 18,519
    • File size: 486 KB

    Neil Gaiman is the New York Times bestselling author of the novels Neverwhere, Stardust, American Gods, Coraline, Anansi Boys, The Graveyard Book, Good Omens (with Terry Pratchett), The Ocean at the End of the Lane, and The Truth Is a Cave in the Black Mountains; the Sandman series of graphic novels; and the story collections Smoke and Mirrors, Fragile Things, and Trigger Warning. He is the winner of numerous literary honors, including the Hugo, Bram Stoker, and World Fantasy awards, and the Newbery and Carnegie Medals. Originally from England, he now lives in the United States. He is Professor in the Arts at Bard College.

    Brief Biography

    Hometown:
    Minneapolis, Minnesota
    Date of Birth:
    November 10, 1960
    Place of Birth:
    Portchester, England
    Education:
    Attended Ardingly College Junior School, 1970-74, and Whitgift School, 1974-77
    Website:
    http://www.neilgaiman.com

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    Stardust


    By Neil Gaiman, Ernest Riera

    Roca Editorial

    Copyright © 1999 Neil Gaiman
    All rights reserved.
    ISBN: 978-1-4976-9876-5


    CHAPTER 1

    Donde sabemos del pueblo de Muro y del curioso acontecimiento que allí tiene lugar cada nueve años


    Había una vez un joven que deseaba conquistar el Deseo de su Corazón.

    Aunque este principio no sea, en lo que a comienzos se refiere, demasiado innovador—pues todo relato sobre todo joven que existió o existirá podría empezar de manera similar—, sí que hallaremos en este joven y en lo que le aconteció muchas cosas inusuales, aunque ni siquiera él llegó a saberlas todas.

    La historia empezó, lo mismo que muchas otras historias, en Muro. El pueblo de Muro se alza hoy, como hace seiscientos años, en una alta elevación de granito, rodeada de una pequeña fronda boscosa. Las casas de Muro son robustas y antiguas, de piedra gris, con tejados de pizarra negra y altas chimeneas; aprovechando al milímetro la roca, las casas se apoyan las unas sobre las otras, algunas incluso se encabalgan, y aquí y allá un arbusto o un árbol crece junto a la pared de un edificio. Hay un camino que lleva a Muro, un sendero serpenteante, delimitado por rocas y piedrecitas, que asciende bruscamente a través del bosque. Más allá, a una considerable distancia, el camino se convierte en una auténtica carretera pavimentada de asfalto; aún más allá, la carretera se hace mayor y está llena a todas horas de coches y camiones que corren de ciudad en ciudad. Si te tomas el tiempo suficiente, la carretera te llevará hasta Londres; pero Londres está a más de una noche en automóvil de Muro.

    Los habitantes de Muro son una raza taciturna, compuesta por dos tipos bien distintos: los nativos —tan grises, altos y robustos como la elevación de granito donde se construyó el lugar— y el resto, que con los años han hecho de Muro su hogar y lo han poblado con sus descendientes.

    Al pie de Muro, al oeste, está el bosque; al sur hay un lago traicioneramente plácido alimentado por los arroyos que descienden de las colinas de detrás de Muro, al norte. Hay campos sobre las colinas donde pastan las ovejas. Al este hay más bosques. En las inmediaciones de Muro, por el este, hay una elevada pared de roca gris de la que el pueblo toma su nombre. Esta pared es vieja, está compuesta de bastos bloques de granito tallado, sale del bosque y vuelve a entrar en él. Tan sólo hay una abertura: un paso de unos veinte metros de ancho que se extiende por la linde del pueblo hacia el norte. A través de la abertura en la pared se puede ver un gran prado verde; más allá del prado, un arroyo; y más allá del arroyo, árboles. De vez en cuando, a lo lejos, se aprecian formas y figuras entre los árboles. Son enormes y raras figuras, y pequeñas cositas brillantes que destellan y chisporrotean y desaparecen. Aunque es un prado ideal, ninguno de los paisanos ha criado jamás animales en las tierras que se extienden al otro lado de la pared, que tampoco han sido utilizadas para el cultivo. Por el contrario, durante cientos, quizá miles de años, han montado guardia a ambos lados de la abertura del muro y han hecho todo lo posible por ignorar el otro lado. Todavía hoy, dos hombres montan guardia a ambos extremos del muro, noche y día, en turnos de ocho horas. Llevan bastones macizos de madera y flanquean la abertura por el lado que da al pueblo. Su principal función es evitar que los niños del lugar la atraviesen y pasen al prado, o aun más allá. También deben evitar que un ocasional paseante solitario, o uno de los pocos visitantes de la villa, haga lo mismo y cruce la entrada. A los niños se lo impiden, simplemente, exhibiendo su destreza con el bastón. Con los paseantes y visitantes son más inventivos, y tan sólo usan la fuerza física como último recurso, si las patrañas de la hierba acabada de plantar o del toro peligroso que anda suelto no bastan.

    Muy raramente acude a Muro alguien que sabe lo que está buscando, y a veces a esta gente se la deja pasar. Tienen una cierta mirada que, una vez se reconoce, jamás se puede olvidar. En todo el siglo XX no se ha conocido ningún caso de robo procedente de la otra parte del muro, al menos que sepan los paisanos, hecho del que se sienten muy orgullosos.

    La guardia se relaja una vez cada nueve años, el Primero de Mayo, cuando una feria se instala en el prado.


    Los hechos que se relatan a continuación sucedieron hace muchos años. La reina Victoria estaba en el trono, pero le faltaba mucho para llegar a ser la Viuda de Windsor: aún tenía las mejillas sonrosadas, brío y gracia, de tal modo que lord Melbourne a menudo tenía razones para reprender, gentilmente, a la joven reina por su frivolidad. Todavía no se había casado, aunque estaba muy enamorada.

    Charles Dickens publicaba por entregas su novela Oliver Twist; Draper acababa de tomar la primera fotografía de la luna y congelaba su pálido rostro, por primera vez, sobre frío papel; Morse había anunciado un sistema para transmitir mensajes a través de cables de alambre. De haber mencionado la magia o las hadas a cualquiera de ellos, habrían sonreído con desdén; excepto, quizá, Dickens, que entonces era un hombre joven e imberbe, y os hubiera mirado con tristeza.

    Aquella primavera llegó mucha gente a las Islas Británicas. Unos venían solos y otros llegaban de dos en dos; desembarcaban en Dover, o en Londres, o en Liverpool; hombres y mujeres con pieles tan pálidas como el papel, pieles tan oscuras como la roca volcánica, pieles del color de la canela, que hablaban en una multitud de lenguas. Fueron llegando durante todo el mes de abril, y viajaban en tren de vapor, a caballo, en caravanas o en carros, incluso muchos de ellos venían andando.

    En esa época, Dunstan Thorn tenía dieciocho años y no era un romántico. Tenía el pelo castaño claro, los ojos castaño claro y pecas castaño claro. Era de mediana estatura y hablaba despacio. Su sonrisa fácil iluminaba su cara desde el interior, y soñaba, cuando fantaseaba en el prado de su padre, con abandonar el pueblo de Muro y su impredecible encanto e irse a Londres o a Edimburgo o a Dublín, o alguna gran ciudad donde las cosas no dependiesen de la dirección en que sopla el viento. Trabajaba en la granja de su padre y no poseía nada, salvo una pequeña casita en un campo distante que sus padres le habían cedido. Ese mes de abril llegaban los visitantes a Muro y Dunstan estaba resentido con ellos. La posada del señor Bromios, La Séptima Garza, normalmente un laberinto de habitaciones vacías, estaba llena desde hacía una semana, y ahora los forasteros tomaban alojamiento en las granjas y casas privadas, y pagaban el hospedaje con extrañas monedas, con hierbas y especias e incluso con gemas.

    A medida que se acercaba el día de la feria, el ambiente de expectación aumentaba. La gente se levantaba más temprano, contaba los días, contaba los minutos. Los guardas del muro se mostraban inquietos y nerviosos. Figuras y sombras se movían entre los árboles en los límites del prado.

    En La Séptima Garza, Bridget Comfrey, considerada por unanimidad la camarera más hermosa del lugar, provocaba fricciones entre Tommy Forester, con quien se le había visto salir a pasear el año anterior, y un hombre enorme de ojos oscuros que llevaba un pequeño mono parlanchín. El hombre hablaba poco inglés, pero sonreía con expresividad siempre que Bridget se le acercaba. En la taberna, los clientes habituales se sentaban en incómoda proximidad con los visitantes, y hablaban en los siguientes términos:

    —Sólo es cada nueve años.

    —Dicen que antiguamente era cada año, por el solsticio de verano.

    —Preguntad al señor Bromios. Él lo sabrá.

    El señor Bromios era alto, de piel aceitunada, con un pelo negro espeso y ondulado y los ojos verdes. Cuando las niñas del pueblo se hacían mujeres, se fijaban en él, aunque nunca eran correspondidas. Se decía que había llegado al pueblo hacía ya tiempo, de visita. Pero se quedó allí, y su vino era bueno, según decían todos en Muro.

    Una fuerte discusión se desató en la taberna entre Tommy Forester y el hombre de ojos oscuros, cuyo nombre al parecer era Alum Bey.

    —¡Detenedles, en nombre del cielo! ¡Detenedles! —gritó Bridget—. ¡Van al patio de atrás para pelear por mí! —Y sacudió con gracilidad la cabecita de manera que las lámparas de aceite iluminaron y favorecieron sus perfectos rizos dorados.

    Nadie movió un dedo para detener a los dos hombres, aunque bastante gente —del pueblo y forasteros— salió afuera a ver el espectáculo. Tommy Forester se quitó la camisa y levantó los puños ante sí. El extranjero rio y escupió en el suelo, y entonces agarró la mano derecha de Tommy y le envió volando contra el suelo, donde chocó con la barbilla. Tommy se levantó vacilante y corrió hacia el extranjero. Rozó la mejilla del hombre con el puño, pero inmediatamente se dio de narices contra el barro, de modo que quedó con la cara hundida en el lodo y sin aliento. Alum Bey rio y dijo algo en árabe. Así de rápido, y así de fácil, terminó la pelea.

    Alum Bey se quitó de encima a Tommy Forester, se dirigió con paso altivo hacia Bridget Comfrey, se inclinó ante ella y sonrió mostrando su brillante dentadura. Bridget le ignoró y corrió hacia Tommy.

    —Pero ¿qué te ha hecho, cariño mío? —preguntó ella, y le limpió el lodo de la cara con su delantal, dedicándole toda suerte de palabras cariñosas.

    Alum Bey regresó con los espectadores a la taberna y amablemente compró a Tommy Forester, cuando éste regresó, una botella del vino de Chablis del señor Bromios. Ninguno de los dos estaba seguro de quién era el vencedor y quién el vencido.

    Dunstan Thorn no estaba en La Séptima Garza aquella noche: era un muchacho práctico, que desde hacía seis meses cortejaba a Daisy Hempstock, una joven de similar pragmatismo. Paseaban las tardes despejadas alrededor del pueblo, discutían acerca de las tierras en barbecho y el tiempo y sobre otras cuestiones igualmente prácticas; durante esos paseos, en los que invariablemente les acompañaban la madre y la hermana menor de Daisy, a unos saludables seis pasos por detrás, de vez en cuando se miraban el uno al otro, amorosamente.

    A la puerta de la casa de los Hempstock, Dunstan se detenía, se inclinaba y se despedía. Y Daisy Hempstock entraba en su casa, se quitaba el sombrero y decía:

    —¡Cuánto deseo que el señor Thorn se decida a declararse! Estoy segura de que papá no se opondría.

    —Cierto, estoy segura de que no lo haría —dijo la madre de Daisy esa noche, como decía cada noche en circunstancias parecidas, y se quitó su sombrero y sus guantes y condujo a sus hijas hasta el saloncito, donde un caballero muy alto con una barba negra muy larga estaba sentado hurgando en su bolsa. Daisy, su madre y su hermana hicieron una reverencia al caballero (que hablaba poco inglés y había llegado hacía pocos días). El huésped, a su vez, se levantó y se inclinó ante ellas.


    Hacía mucho frío aquel abril, la primavera inglesa mostraba su incómoda variabilidad. Los visitantes llegaron a través del bosque; llenaron las habitaciones de invitados, acamparon en graneros y establos. Algunos de ellos levantaron tiendas de colores, otros llegaron en sus propias caravanas, tiradas por enormes caballos grises o por pequeños ponis peludos. En el bosque había una alfombra de campanillas.

    La mañana del 29 de abril, Dunstan Thorn hacía guardia en la abertura del muro con Tommy Forester. Cada uno a un lado, esperaban. Dunstan había hecho guardia muchas veces, pero hasta entonces su trabajo había consistido en mantenerse allí en pie y, ocasionalmente, espantar a los niños. Hoy se sentía importante, pues tenía un bastón en la mano. Cuando algún extranjero se acercaba a la abertura del muro, Dunstan o Tommy decían:

    —Mañana, mañana. Hoy nadie va a pasar, mis buenos señores.

    Y los extranjeros se retiraban un poco y vislumbraban qué había al otro lado de la abertura; veían el prado inofensivo, los árboles nada destacados que lo salpicaban, el bosque poco atractivo que lo cerraba. Algunos de ellos intentaba entablar conversación con Dunstan o Tommy, pero los jóvenes, orgullosos de su papel de guardas, se negaban a conversar y se contentaban con, básicamente, alzar la cabeza, apretar los labios y parecer importantes. A la hora de comer, Daisy Hempstock trajo un poco de pastel de carne para ambos, y Bridget Comfrey llevó a cada uno una jarra de cerveza especiada. Y a la puesta de sol llegaron otros dos jóvenes del pueblo, bien fornidos, con una linterna cada uno, y Tommy y Dunstan se fueron andando hasta la posada, donde el señor Bromios les ofreció una jarra de su mejor cerveza —y su mejor cerveza era realmente buena— como recompensa por haber montado guardia.

    La excitación era palpable en la posada, llena ahora a rebosar. Había en ella visitantes de todas las naciones del mundo, o eso le parecía a Dunstan, que no tenía sentido alguno de la distancia más allá de los bosques que rodeaban el pueblo de Muro, y por lo tanto contemplaba al alto caballero del gran sombrero de copa negro, sentado a la mesa de al lado y que procedía de Londres, con tanto asombro como contemplaba al caballero aún más alto, con la piel de ébano y vestido con una túnica de una sola pieza, con quien aquél estaba cenando. Dunstan sabía que era de mala educación mirar fijamente, y que, como habitante de Muro, tenía todo el derecho a sentirse superior a todos aquellos forasteros. El aire olía a especias poco familiares y oía a hombres y mujeres hablar entre ellos en un centenar de lenguas, de modo que los examinaba a todos sin el menor asomo de vergüenza.

    El hombre del sombrero de copa de seda negra se dio cuenta de que Dunstan le estaba mirando e hizo una señal al muchacho para que se acercara.

    —¿Te gusta el pudin de melaza? —preguntó abruptamente a modo de presentación—. Mutanabbi ha tenido que irse y aquí hay más pudin del que un hombre solo puede comer.

    Dunstan asintió. El pudin de melaza humeaba tentador en su fuente.

    —Muy bien, sírvete —dijo su nuevo amigo—. Dio a Dunstan un tazón limpio de porcelana y una cuchara. Dunstan no necesitó más indicación y los dos procedieron a acabarse el pudin.

    —Veamos, jovencito —le dijo a Dunstan el alto caballero del sombrero de copa de seda negra, cuando sus tazones y la fuente del pudin quedaron vacíos—, al parecer la posada está al completo, y todas las habitaciones del pueblo ya han sido alquiladas.

    —¿De veras? —preguntó Dunstan, sin sorprenderse.

    —Así es —respondió el caballero del sombrero de copa—. Y lo que yo me preguntaba es si tú sabrías de alguna casa que tuviese una habitación disponible.

    Dunstan se encogió de hombros.

    —A estas alturras ya no quedan habitaciones—dijo—. Recuerdo que cuando era un chaval de nueve años, mi madre y mi padre me enviaron a dormir entre las vigas del establo, durante toda una semana, y alquilaron mi habitación a una dama de Oriente, su familia y sus criados. Me dejó una cometa como muestra de agradecimiento y yo la hacía volar por el prado, hasta que un día se rompió el hilo y salió volando hacia el cielo.

    —¿Dónde vives ahora? —preguntó el caballero del sombrero de copa.

    —Tengo una casita en las lindes de las tierras de mi padre—replicó Dunstan—. Era la morada de nuestro pastor, pero murió, hará dos años el próximo agosto, y me la cedieron a mí.

    —Llévame allí —dijo el caballero del sombrero, y a Dunstan no se le ocurrió rehusar.

    La luna de primavera estaba alta y muy brillante, y la noche se veía limpia. Salieron del pueblo caminando hacia el bosque extendido a sus pies, y anduvieron más allá de la granja de la familia Thorn (donde el caballero se asustó por culpa de una vaca que dormía en el prado y que resopló mientras soñaba) hasta que llegaron a la casita de Dunstan. Tenía una habitación y una chimenea. El extraño asintió.

    —Me gusta bastante —dijo—. Veamos, Dunstan Thorn, te la alquilaré por tres días.

    —¿Qué me dará por ella?

    —Un soberano de oro, seis peniques de plata, un penique de cobre y un cuarto de penique nuevo y brillante —dijo el hombre.

    Un soberano de oro por dos noches era un alquiler más que justo, en aquella época, cuando un jornalero podía esperar quince libras al año, con suerte. Pero Dunstan dudaba.

    —Si habéis venido por el mercado —dijo al hombre alto—, es porque vais a comerciar con milagros y maravillas.


    (Continues...)

    Excerpted from Stardust by Neil Gaiman, Ernest Riera. Copyright © 1999 Neil Gaiman. Excerpted by permission of Roca Editorial.
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